viernes, 30 de noviembre de 2007

Suspiro (Constans Khurry)

Cuál es ese sabor genuino
que te trae a mis sueños
cuándo lo único se detuvo
y no pude volver la mirada

Quién se acerca en silencio
y se introduce con su aroma
por qué al encontrarme con tus ojos
trasciendo lo que se ve

Qué fue lo que escuché
cuando dormiste las palabras
y cuánto tiempo estuviste
contemplando ese vacío

Dónde se ha ido tu sed
y cuándo se evaporó mi humedad
mis pies descalzos regresan
preguntando a las huellas por ti

Ahora es calma infinita
exploro y te veo en todo
tu reflejo viaja dentro de mis ojos
nunca te fuiste o yo me quedé

Psicodrama: La añoranza (Kepa Uriberri)

Nada asegura que el psicodrama aporte sanación. Más aun, quienes veneran la magia ancestral, abominan de esta técnica absolutamente moderna. Sin embargo, no habría garantía ninguna.
Siempre llevaba sal en los bolsillos. La arrojaba hacia atrás y la miraba caer. Había quienes decían que por eso usaba siempre esa boina, bajo la cual escapaban, desgreñadas canas blancas y pelo negro enredado. "Es sólo costumbre, por mi ancestro griego" decía él, para justificar la toca. En realidad era frecuente que en sus conversaciones argumentara con arcaizasgos.
En cierta ocasión Pedreros me confidenció que tenía pánico del futuro, de lo nuevo, del paso del tiempo. "Por eso arroja sal" dijo. "Es pánico". Siempre añoraba antiguas revoluciones, experiencias consolidadas, lo establecido, pero sólo aquello que en su momento había sido doloroso, heroico, épico. Vive predicando el pasado para el futuro, es un iconodulo recalcitrante. Ama lo que sea imagen, siempre que en su propio alcance haya tenido vida. No es consecuencia lo que busca es a la esposa de Lot. "¿Has visto que no tiene nombre, sino sólo un lema?". Era cierto. Nadie sabía su nombre, aunque a veces hablaba de antiguos vecinos, de un poeta que fue su pariente o de otra gente. En ocasiones mencionaba lugares, pero solían ser vagos y distantes, siempre ancestrales.
Cuando postulaba a ser nuestro maestro, nos mostraba colecciones de recortes. Todos arcaicos. Hablaban de antiguas hazañas de héroes idos, o envejecidos, que ya nadie veneraba. Pedreros le preguntó, cierta vez, quien había sido ese Rebolledo que vestía casi como él mismo, de boina, barbas lacias, y miraba con cierta torpeza hacia un cielo que no existía en la ilustración. Ese día habló durante siete horas del pasado, de la gloria de Rebolledo, que había combatido a la oligarquía republicana en algún período histórico ido, en el que no había triunfado de modo alguno, sino sólo había llegado a ser generosa comparsa de los grandes revolucionarios de su entonces. De tiempo en tiempo encontraba ocasión de predicar aquellos tiempos idos, esos tiempos de niñez crecida, esos tiempos, tiempos, antiguos tiempos, pasados, que no vuelven más. Rebolledo había luchado en un tiempo también ido, en una república lejana y desconocida. Tal vez era sólo imaginara, extraída de alguna obra griega arcaica: El nombre de Rebolledo así lo hacía sospechar. Más aun el lema.
Insistía en llevarnos a su casa. No era una casa propiamente. Sólo su dormitorio en una casa antiquísima, donde lo tenían gratis pues la madre había sido intérprete de griego del patrón. Quedaba la casona, en el barrio estación, entre otras muchas casonas conquistadas al olvido de antiguas aristocracias que las habitaron en los tiempos verdaderos. "Aquí vivió Rebolledo durante seis días, cuando era niño" dijo Pedreros, que habría relatado. "Ese fue su tambor" habría dicho, y mostraba un tamborcito de lata atado con una cuerda trenzada, roja, que lo sostenía colgado en un rincón de aquella "su casa". La casa consistía, según recuerdo y sé, en una habitación, que más llamaría despensa grande, sin ventanas, desde luego ("Me herirían la vista" habría confesado a Pedreros). En la casa había solo un camastro, con un delgado jergón de aspecto muy manchado por el tiempo pertinaz, y el sudor corporal. A veces, mientras él revolvía sus recortes, recuerda Pedreros, se entretenía buscando figuras en las manchas del jergón. Enumeró más de ciento veinte imágenes, entre las que se puede contar una mujer con los pechos desnudos y cuatro faldas de lana, que ostentaba un moño muy apretado en la nuca. Una batalla entre una morsa y un oso blanco. El acto sexual entre Ishtar y Mollok que dio origen a todas las culturas, también una antigua reunión de doce poetas helénicos nunca superados, la muerte de Rolando tercero rey de Umbría, y muchas otras de difícil enumeración. El techo era bajo y en declive. De su parte más alta colgaba de un cable duro de color azul piedra, un zoquete café muy oscuro que despedía olores a pez y orines al encender la lámpara. Sostenía, no sin dejar buena parte de la rosca al aire, una bombilla de cuarenta Watts, en la que nunca era posible leer la marca, aun cuando se sabía que había sido "Mollhoffer" por su forma especial y propia. De todas las paredes colgaban, a muy baja altura, como para ser observados por un enano, una innumerable cantidad de diplomas de universidades inexistentes o verdaderas, que certificaban su experiencia en ciencias antiguas, y añorables. Todos tenían el color amarillo del tiempo, salvo uno que se mantenía blanco, bajo un vidrio sucio, que certificaba su militancia en el Partido de la Revuelta. Sólo a Pedreros le habría confidenciado que era falso, y que lo renovaba cada mes de mayo, cuando un hombre cojo los vendía y llenaba a pedido, en la Plaza de los Constituyentes, bajo la estatua del prócer de la patria. Tras la puerta, clavado con chinches, un manifiesto que habría permanecido doblado por mucho tiempo, tanto que en el doblez horizontal ya presentaba una extensa rajadura deshilachada, tenía el manifiesto de sus propios principios, los que sabía además de memoria y según recuerda Pedreros, les hacía recitar frecuentemente. Había ahí preceptos como "Nunca el más nuevo tendrá privilegios que no se haya otorgado al más antiguo", o también: "El presente fue construido sobre el pasado, por lo tanto éste siempre será más valioso que aquél". "El futuro nunca existirá" decía otro. Algunas admoniciones peregrinas también se sustentaban en aquel manifiesto: "Nunca cambies lo antiguo por lo mozo, aquél es cierto y éste, dudoso", y así muchos otros. En la otra pared, junto al camastro, y a la altura de la vista del que se acostare en aquel lecho inmundo, había infinidad de fotos del circo. Pedreros creyó verlo en varias de ellas, y circulaban rumores que amaba el circo pues representaba la niñez, que era el pasado recóndito de todo ser. Durante mucho tiempo él se negó a dejar la niñez, hasta que el circo lo expulsó por haberse enamorado de la malabarista, con quien mantenía prácticas impúdicas ancestrales, copiadas de los antiguos caldeos, y mantenidas por los gitanos. Entonces, contra su propia voluntad creció y vivía añorando el pasado. Pedreros asegura que a veces, estando solo, las revive en largos monólogos que parecen oraciones. Sobre la cabecera del camastro, escrito con letra trémula, sobre la tapa de cartón de una vieja caja, se lee "Toda imagen es sacra porque refleja el pasado. Todo espejo es odioso pues refleja el presente".
Todos estos preceptos nos los enseñó, y abominaba de quienes no los aprendían. Cualquiera que no pensare como él mismo, era desdeñable, y lo llenaba de furia y amargo.
En su casa, como llamaba a su cuchitril, tenía un viejo reloj, que lo ataba al tiempo según este adquiría valor, cayendo al pasado. Después de años cansando la cinta metálica que lo mantenía, penosamente, persiguiendo las horas, al darle cuerda, un veintitrés de mayo, ésta se cortó. Cuenta Pedreros que entonces se negó a ir más allá del tiempo señalado por aquel reloj, y no volvió a levantarse hasta que murió repitiendo su lema fundamental que hablaba de equilibrio sobre el eje del tiempo.

Polvo de amor (Fanny G Jaretón)

Por la carretera
de tu cuerpo
deja sus huellas el mío.
Histeria de perderme
en la ruta
cuando pienso en tus pies.
Caminas hacia mí
como un lobo itinerante.
Polvo donde me envuelves
para hacerme cómplice
de tu territorio febril.

NUEVO ELOGIO DE LA LOCURA (Gocho Versolari)

Donde vive la locura
allì me dirijo;
en un caballo pardo
con toques de verde grana.
Allì me dirijo
Con una sombra de guitarra
entre los ojos,
con pieles de silencio
allì me dirijo
Cuesta el atardecer: una montaña
silenciosa y cuadrada.
Cuesta trepar sus paredes verticales
Hacia la madre de todas las plomadas
allì me dirijo
La locura se arrastra;
ya la veo
mezcla de serpiente y pan
guardàndose en su cueva laberìntica
ocultando el grano de maìz,
la pizca de sal,
el hornero de oro.

Me dirijo entonces al crepùsculo
donde termina el juego de abalorios
que durò cincuenta y tres jornadas
que durò cincuenta y tres auroras
y otros tantos albores
hasta llegar a la hondonada
donde quedemos solos
la locura y yo.

Rojo sobre Azul (Aanabel)

La habitación estaba cubierta por un salpullido rojo intenso sobre el azul cielo del papel de las paredes y el sepia de los cuadros con dibujos de bailarinas. Era un dormitorio de clase alta, con sus muebles de madera maciza y telas de calidad, nada de las fibras sintéticas que acababan de salir nuevas al mercado. De esos detalles, que para otros detectives pasaban desapercibidos, el detective Newman había aprendido, en sus casi quince años de servicio, que obtenía mucha información. Le gustaba observar las escenas de los crímenes tras la cortina de humo de su cigarrillo. Esa impresión de irrealidad, de distorsión de la imagen, le proporcionaba la distancia necesaria para poder afrontar el caso con la mayor objetividad posible. Se acercó a la cama. El desafortunado Paul Templeton estaba desnudo tendido boca abajo. Newman ladeó su sombrero para poder estudiar mejor la posición del cuerpo. Tenía las manos y los pies atados a la cama con cintas de raso rosa. Le habían ligado demasiado fuerte ya que tenía unos incipientes moratones en las muñecas y los tobillos. Se había dejado atar: se habían entretenido en sujetarlo enérgicamente y en hacer unas bonitas lazadas en cada extremidad. Contó las incisiones que había sobre el cuerpo ensangrentado. Una, dos, tres, cuatro… hasta doce. Toda la espalda y las nalgas estaban cubiertas de unas brechas de unos cuatro centímetros por las que había brotado mucha sangre. El arma debía tener un buen filo y una hoja bastante grande.
- Detective, mire.
El agente había encontrado debajo de la cama un cuchillo cebollero con una cuchilla de la medida exacta de los cortes impregnado de sangre.
- Compruebe si falta algún cuchillo en la cocina. Cuidado con las huellas.
- Sí, señor.
El agente de policía obedeció raudo las órdenes dadas por el detective. Newman sacó las manos de los bolsillos de la gabardina y cogió la foto de bodas que estaba sobre la mesilla. Allí pudo observar a Paul vestido de frac, gordinflón y sonrosado, cincuenta años, contento, parecía un hombre afable, al lado de su bella y joven esposa. Rubia, melena ondulada tapándole la mitad de la cara y dejando al descubierto un ojo hipnotizador en verde y unos labios carnosos en rojo sangre. No parecía contenta ni triste, su rostro era frío como el hielo, pero atraía como un imán. Se dirigió hacia el secreter e intentó abrirlo. Como no encontraba la llave, sacó un pequeño ganchillo de un estuche de piel que guardaba en el bolsillo de la gabardina y lo abrió. Ojeó las cartas, las facturas, las libretas de los bancos… Desde luego las empresas de la construcción daban pingües beneficios, el difunto señor Templeton estaba forrado. Abrió la agenda y repasó la última semana. Las mayúsculas MP habían llamado poderosamente su atención ya que aparecían repetidas veces y a diferentes horas, incluso en ese mismo día a las 13’30. Dejó todo sin ordenar en el mueble, dio otro vistazo general a la habitación y salió.
Mientras bajaba las escaleras, escribió en su block de notas garabatos ilegibles para cualquier otro. Apagó lo que quedaba de su cigarro en un cenicero del hall y se fue directo al salón donde la serena viuda estaba sentada en un enorme sofá con estampado de flores rodeada de agentes. La luz de una lámpara de pie al lado del sofá alumbraba únicamente a la mujer vestida con un salto de cama azul, azul cielo. Se quitó el sombrero y se acercó hacia ella. La señora Templeton le miró fijamente, sin parpadear, no le impresionaba en absoluto el detective más reconocido de toda la comisaria sexta del distrito norte de New York. ¿Por qué había de impresionarle? Fue ella quien llamó a la policía.
- Señora Templeton, ¿puedo hacerle unas preguntas antes de ir a la comisaria?
Le mantenía la mirada. No había ni un rastro de lágrimas en su rostro, ni de dolor, ni de arrepentimiento, de nada, era un busto marmóreo.
- Por supuesto, capitán, haga lo que tenga que hacer.
- Detective, señora, soy el detective Charles Newman. ¿Fuma?
Asintió con la cabeza. Charles sacó su cajetilla de tabaco, le ofreció uno, se puso otro en la boca, encendió un fósforo y se lo acerco al pulido mármol. Sólo entonces ella bajó la mirada hacia el cigarrillo, cerró los ojos, absorbió el fuego que se comía el cigarrillo, inclinó la cabeza con su dorada melena hacia atrás y expulsó el humo lentamente. Sus dedos índice y pulgar de la mano derecha recogieron una pequeña mota de tabaco que había quedado en su lengua, está sí, húmeda.
- ¿Supongo que mi compañero le explicó que tiene derecho a un abogado y que todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra?
- Sí, lo sé, pero no quiero abogado.
- Tal vez debe pensarlo, es un delito muy grave.
- Pregunte lo que quiera señor Newman, no quiero abogado, soy culpable.
- Usted llamó a las dos de la madrugada a la policía para decir que había matado a su esposo; al agente que la entrevistó antes le dijo que lo había matado porque le era infiel –la señora Templeton asentía con la cabeza-. ¿Fue ese el motivo?
- Dilapidaba nuestro dinero en prostíbulos, no pude soportar su deslealtad, su falta de respeto.
- ¿Planeó usted lo que iba a hacer?
- Sí, hoy era nuestro aniversario de bodas. Le dije que no quería ir a ningún sitio, que me apetecía quedarme en casa. Preparé una cena como a él le gustaba: pastel de verduras, pavo relleno, confitura de arándanos, puré de patata y tarta de manzana. Cuando acabó de cenar, deberían ser las diez y media, estaba un poco bebido. Así que fue sencillo convencerlo para que se tumbara boca abajo en la cama y se dejara atar. A él le gustaban este tipo de juegos –hizo una pausa, volvió a darle una intensa calada al cigarrillo y devolvió los ojos a los del detective-. El resto ya lo sabe.
- No, señora, no lo sé. Dígamelo usted, necesito que me lo cuente.
- Ya antes había dejado el cuchillo de cocina debajo de la cama y, una vez atado, me puse encima de él a horcajadas y empecé a acuchillarlo una vez tras otra –ni un músculo se movió en la cara de Sara Templeton al pronunciar estas palabras.
- ¿Cuántas veces?
- No lo recuerdo.
- ¿A qué hora?
- No lo sé, perdí la noción del tiempo. Acabé exhausta y no sé cuánto tarde en llamarles.
- ¿Me puede enseñar las manos, señora?
Sara se colocó el cilindro humeante en los labios y le extendió las manos al detective Newman. Eran manos blancas como su bello rostro, a juego con toda la anatomía: uñas arregladas, largas, pintadas de un granate intenso, ni una sola estaba rota o desconchada; las palmas limpias; la parte del envés de las uñas no tenían ni una mota de polvo, ni un nimio tono de rojo; manos impolutas, alargadas, sensuales y delicadas.
- Tiene usted mucha fuerza para atar así a su marido, señora Templeton, y para atestarle tantas puñaladas seguidas.
La señora no contestó, volvió a absorber el humo con avidez y expulsarlo de tal manera que al detective Newman le pareció el gesto más sensual del mundo.
- ¿Puede decirme qué significan para usted las iníciales MP?
Sara Templeton tardó un par de segundos en contestar.
- No, no tengo ni idea.
Esta vez ocultó sus ojos tras una larga bocanada de humo.
- ¿Quiere cambiar su declaración, señora?
- No.
- ¿Sabe que le pueden condenar a cadena perpetua?
- Sí.
Newman hizo un gesto y todos se pusieron en marcha: había que irse a la comisaría con la detenida. Se le hizo muy difícil sentir el suave tacto de la piel de la señora Templeton al ponerle las esposas.
II
Newman había pasado tres días de intenso trabajo. Había hablado con familiares, amigos y empleados de los Templeton. Todos coincidían que formaban una pareja extraña, que no pegaban, pero su actitud en los dos años que llevaban casados y en el barrio siempre había sido educada y amable. El señor Templeton era un buen jefe y sus empleados estaban muy contentos con él. No parecían tener enemigos. Paul Templeton no tenía más familia que su mujer. Había sido hijo único y sus padres murieron hacía muchos años; mantenía en una residencia para la tercera edad a una tía, hermana de su madre, muy anciana. La señora Templeton tenía un hermano al que le unía una fuerte relación. Un accidente de tráfico segó la vida de los padres de Mathew y Sara Straight. Mathew tenía dieciocho años y se quedó al cargo de su hermana de cuatro; dejó sus estudios y se puso a trabajar para proporcionarle una esmerada educación y todos los caprichos que una niña pudiera desear. Parecía un tanto inexplicable la atracción de una hermosa joven de veinticinco años hacia un hombre poco agraciado y que le doblaba la edad. Newman pensó que tal vez la cuenta corriente era lo que más pudo cautivarla, para acabar con la dependencia de su hermano y devolverle así los desvelos que había tenido que soportar por ella.
Respecto a la declaración de la señora Templeton, Newman no pudo comprobar que su marido fuera un asiduo cliente de ningún prostíbulo de la ciudad, pero a uno de sus soplones sí le sonaba la “cara de ese gordito” a la entrada de locales muy selectos de admisión muy restringida, vigilada por matones. Las secretarias de la empresa declararon que le desconocían una relación con ese tipo de mujeres y que no podían imaginarse al señor Templeton yendo de putas, esto acompañado de risitas ahogadas tras una tos. No había sido la única inexactitud en la declaración de la señora Templeton, la hora de la muerte no coincidía con su relato. Según el forense el cadáver tenía una temperatura de 22’5 grados, lo que situaba la hora de la muerte a las 15, no alrededor de la una o dos de la madrugada como atestigua la viuda. ¿Por qué mentía la dama?
Después de un largo interrogatorio en la comisaria, antes de ser trasladada al penal como preventiva, Newman no había conseguido hacer cambiar la declaración de Sara Templeton ni que ésta accediera a ser defendida por un abogado. El detective rehusó volver a entrevistarla hasta no tener más pruebas. Además, esa mirada gélida y glauca se había colado en sus sueños, no se sentía seguro teniéndola tan cerca.
Hoy volvía a hablar con Mathew. La primera vez que lo entrevistó, el día de después del asesinato, estaba demasiado conmocionado como para poder realizar una entrevista en condiciones, por lo que Newman decidió posponerla. Había buscado las partidas de nacimiento de los Straight y el historial escolar de Sara para comprobar que, al menos, los datos respecto a su vida antes del matrimonio fueran ciertos. Esperaba que ya se hubiera tranquilizado, tenía temas muy interesantes que tratar con él.
Mathew Straight llegó puntual e impecable. Traje cruzado azul marino, con botones dorados, camisa blanca y, al cuello, un pañuelo de seda rosa; pelo hacia atrás engominado y cejas peinadas; estrecha línea negra casi recta sobre el labio superior. Fumaba con boquilla larga, como las mujeres. Tras unos minutos, el detective le pidió que le contara su vida y la de Sara. Él confirmó el accidente de los padres y la delicada situación en la que quedaron ellos dos para salir adelante. Trabajó como camarero, dependiente en una tienda de recambios, en supermercado, repartidor… Hasta que se colocó como vendedor en la constructora del señor Templeton. Cuatro años atrás, las ventas que hizo durante el verano fueron espectaculares y el señor Templeton se interesó por él. Un año después, le ofreció el puesto de jefe de ventas de la zona de Manhattan y comenzó una relación más estrecha. Fue entonces cuando conoció a Sara y se quedó prendado de ella. Un año después se casaron.
- Sara nunca estuvo enamorada de él, pero entendió que era su oportunidad para ser libre, para dejar de depender de mí y devolverme la deuda que ella sentía que tenía conmigo. Le dije que se lo pensara, pero ella es muy tozuda, detective.
- Aja. Entiendo. ¿Usted sabía que su cuñado era un cliente asiduo en los prostíbulos?
Mathew puso un gesto de escandalizado, se tapó la boca con las manos portadoras de manicura y exclamó.
- ¡Por Dios, qué vergüenza! Me lo dijo mi hermana, yo no lo podía creer.
- ¿Cuándo se lo dijo?
- Pues, no sé, no recuerdo, pero hacía unas semanas, puede ser –propinó una estentórea calada a la boquilla que chocó contra sus dientes amarillos haciendo un ruido que sonaba a mentira…
- ¿Dónde estaba usted el día de los hechos a las 13’30, señor Straight?
- Pues, a esas horas suelo comer, creo que ese día estaba en casa.
- Pero usted no suele comer en su casa ¿no es cierto?
- Está en lo cierto, detective, pero aquel día me dolía enormemente la cabeza y me tuve que ir a mi apartamento.
- ¿Le suenan las iníciales MP?
A Mathew empezaba a temblarle la delgada boquilla en aquellos dedos tan largos como los de su hermana.
- No, no, no sé qué pueden significar.
- Yo creo que sí que lo sabe, lo sabe muy bien.
Esta vez, con el tembleque, la boquilla se le cayó al suelo.
- Vaya, qué torpe soy.
- ¿Quiere un cigarrillo?
- No, no, gracias, hoy se me cae todo de las manos –y una sonrisita nerviosa se le escapó entre los dientes.
Newman se encendió un pitillo. Hacía ya unas horas que tenía claro lo sucedido, pero quería saborear el momento. Detrás del tenue visillo del humo, Mathew Straight ya no podía ocultar su malestar.
- ¿Cómo se llama, señor Straight?
- ¡Qué pregunta, detective! Usted ya lo sabe.
- Dígame su nombre completo, por favor.
- Mathew Philip Straigt –dijo como un niño contrariado que ha de repetir la frase.
- ¿Se veía a menudo con su cuñado?
- Por supuesto, además de mi cuñado era mi jefe y cada domingo iba a comer a su casa. ¿Qué hay de anormal en eso?
- Nada, absolutamente nada. Lo que yo quería decir es si se veía con él fuera de esas ocasiones.
Mathew se puso completamente colorado, la boquilla no temblaba pues estaba sobre la mesa tan huérfana como los hermanos Straight, pero el resto de su cuerpo era una masa de gelatina en plena agitación acompañada de gotas de sudor. El detective sacó de su dossier la agenda del señor Templeton y leyó en voz alta todas las citas que el muerto había tenido con MP en el último mes, incluida la del día del crimen. Mathew sudaba mucho.
- ¿Sabe, señor Straight? He estado dándole vueltas al tema y he llegado a la conclusión de que su hermana no me ha mentido del todo. Su marido no iba a prostíbulos, pero iba a locales de… como lo podríamos llamar –y dio una calada a su cigarro esperando ver en los ojos del que tenía delante verdadero pánico- de “ambiente”. Es decir, por si no lo entiende, su cuñado era homosexual.
Mathew se había quedado blanco, mudo, si no hubiera estado sentado se hubiera caído al suelo.
- Seguiré. Su hermana lo sabía, pero, como usted bien ha dicho, la señorita Sara se siente en deuda con su hermano. Así que, a pesar de todo, decide casarse con un hombre que no la ama, que no la puede amar, que no la amará. Todo por aparentar. Pero me da la sensación, soy un hombre muy intuitivo, señor Straight, aunque no lo parezca, de que el señor Templeton sí se casó, sí que el día que lo asesinaron estaba celebrando su boda, pero no con Sara: se casó, en secreto, de forma velada, con usted.
Straight se arrancó el pañuelo del cuello y empezó a secarse la frente.
- Quiero un abogado. Hasta ahora he accedido a todo de buena fe, ahora exijo un abogado.
- ¿Un abogado, cabrón? ¿Cómo puede ser tan egoísta? Piense en su hermana, en lo que le puede caer por encubrirle.
- ¿Qué dice? No sabe nada, no son más que conjeturas…
- Déjeme, déjeme que siga con mis conjeturas. Ese día ustedes dos celebraban el aniversario durante la comida, alrededor de las 13’30 horas, supongo que la pobre Sara debió marcharse a comprar para dejarlos tranquilos. Pero usted tenía otra cosa que celebrar. Se había enterado de que desde hacía más de un mes, Paul iba a un local muy exclusivo donde ricos homosexuales se encontraban con otras parejas. Y eso era superior a sus fuerzas, no soportó que le gustaran los chicos jóvenes, que pagara por un placer que usted podía satisfacer perfectamente.
- ¿Qué está diciendo…? –el hilo de voz que aún le quedaba se le agotó en la última palabra.
- Y la pobre y abnegada Sara aguantando los dos años de su matrimonio ficticio, disimulando, ocultando la verdad, sólo por usted, sólo por usted ella renunció a poder tener una pareja, a tener su propia vida, siempre dependiente de usted y de su amante.
Mathew Straight hizo el ademán de levantarse, pero el detective le propinó un buen empujón en los hombros que lo volvió a dejar pegado a la silla.
- ¿Sabe? Su hermana no tiene la fuerza suficiente en esas manos para atar como usted ató a su amante en la cama, con unos bonitos lazos, sí, señor; tampoco tiene la fuerza de propinar doce puñaladas tan profundas, una detrás de otra; y a su hermana nunca se le hubiera ocurrido asestarle la última en el ano. Su hermana no hubiera hecho eso nunca. ¿Qué va a hacer por su hermana ahora? ¿Va a permitir que se pudra en la cárcel por el resto de sus días? Ella está dispuesta a hacerlo y ¿usted?
Un ataque de nervios y llanto hizo aflorar el remordimiento y la culpa de Mathew. Tras unos minutos de histerismo y una copa de coñac, Mathew Straight corroboró los hechos y firmó su culpabilidad.
III
Ese mismo día, a las diez de la noche, Sara Templeton salió de la cárcel. Afuera, un destartalado Chevrolet rojo la estaba esperando. Un denso humo salía de la ventanilla bajada, debajo de un sombrero ladeado. Taconeando lentamente, Sara se dirigió hacia él.
- ¿Le llevo a algún sitio, señorita Straight?
- Una copa me sentaría bien.
Se subió al coche, Newman le encendió un cigarrillo y se lo pasó.
- No, gracias, no fumo.
El detective se echó hacia atrás el sombrero para poder observar mejor la cara de la rubia y comprobar que no lo volvía a engañar. Con la melena cogida en un moño alto, sus ojos verdes iluminaban la cabina y su amarga sonrisa lucía unos dientes perfectos, antesala a la concavidad donde esperaba poder penetrar no muy tarde.
- Creo que he de dejar de mentirte de ahora en adelante.
Newman puso el cigarro en los labios y colocó su sombrero con una sonrisa complaciente. Arrancó el coche en dirección al resto de su vida.

Nitzscheana Iluminista (Alejandro Rosales)

¿Es verdad que ha muerto?
Pero no sus herederos ni su clero
que lo han convertido en objeto de consumo.
Tal vez resucitó al tercer día
y regresó con más fuerza.

Muerto, muerto el pensamiento
Pero, ¿acaso la fe?
Su fe en sí mismo, ¿tal vez?
Y quien busca ya nada encuentra
sino la banal satisfacción
de perder el tiempo.
Es más, otros, ni siquiera buscan.

Lo cierto es que sus herederos
son quienes lo han matado
y disfrutan asesinándolo cada vez que resucita.
Todos. No importa su nombre, todos.
Los que lo alaban y los que lo niegan.

O será que disfruta con sus muertes
y se divierte con sus esclavos y sirvientes
como buen señor burgués que es.

¿En verdad ha muerto?
Muerto en suicidio colectivo

Irremediable (Eva Maria Salinas)

Noche insomne
oscurecido fantasma
aclamando los pasos del alma
que reconoce en su interior
un espacio muerto penetrado por ecos

Sopla el viento
y un instante se eterniza en los silbidos
/hondos, mordaces/
que acogen las inquietudes con que nombro
cada día
la existencia que me lleva.

Gira el mundo y me encuentro
hechada en la orilla de la consciencia
esperando
expectante
que el ángel gire sobre mi
me tome en sus brazos
y eleve
s u b l i m e
s u t i l
hasta su nido

SAM/MAS (Erick Strand)

Marta Nava odia los diálogos iniciales. Empezamos mal. Mi novela comienza con un diálogo. Pensé en eliminarlo; conociendo a la Nava y sus extravagancias, es una temeridad presentar algo así al Ferreras. Pero es que si lo cambio, cambia el sentido de la novela y lo que es peor, cambia el sentido del por qué me presenté otra vez al Ferreras.

Van seis, coño, año con año. Lo mío no sé si es perseverancia u obcecación. Tenacidad o necedad. Constancia o sodomía. Porque es que me vienen haciendo lo mismo año con año. Ni un accésit, ni una mención. Y eso que sabía que estaría Marta, que no es que tenga yo nada contra ella ¿verdad? pero de que tiene sus cosas, tiene sus cosas. Y un diálogo inicial, justo al comienzo, conociendo sus airadas declaraciones en la radio, es una temeridad. "Un diálogo es una indecisión" Eso dijo. Así, rotunda, contundente, convencida. Como si me hubiera hecho una radiografía y me pusiera una etiqueta, una capucha, un San Benito antes de atizar la hoguera. Y se me cayó el alma a los pies. A vosotros puedo confesároslo. Porque ya tenía el diálogo inicial: él y el otro él –que al final lo mata, claro- porque es la otra parte de él que quiere acabar consigo mismo. Un alter ego que no puede comunicarse sino es matando al protagonista que en definitiva es él en sí mismo, un suicida. Pero a ver: si no se hablan ¿cómo pueden comunicarse?. Entonces ¿Empiezo hablando de un florero?
Pues no. Para matar a Sam hay que dar vida a Sam y si Sam no habla está muerto, no existe. Y si empiezo con el florero, la gente pensará que la novela es acerca de los floreros y yo quiero mostrar a Sam, desde el principio, hablando con Mas, que es, es… Mas es su reflejo en el espejo bajo el cual está el florero con el agua podrida de unas flores inclinadas que se resisten a inclinarse ante Marta porque viven en Amstelveen y tienen derecho a estar tristes viendo cómo se miran Sam y Mas que hace tanto tiempo que no se hablaban porque sienten vergüenza de sí mismos. Porque siendo hermanos marcaron sus distancias y ya ni se acuerdan del por qué, solo saben a ciencia cierta que no se hablan y cuando se miran a los ojos marchitan todo lo que hay a su alrededor, como las flores, que decidieron oler mal para no ser molestadas. Entonces, Mas le dice a Sam, hermano, perdemos el tiempo de la edad y de las cosas.
A mí me contrataron para poner un guión de diálogo delante y un acento en algún lugar indefinido. Como puedo hacer lo que yo quiera, hago que Sam y Mas se reconcilien. Que Sam le cambie el agua al florero y que sonría un día más sabiendo que será el último día. Así que mi novela debe comenzar así, no es negociable:

- Hermano, perdemos el tiempo de la edad y de las cosas

Que sería el inicio perfecto si no fuera por la Nava, que cuando vea un guión al inicio de la novela no deseará seguir leyendo y yo seré el Imbécil del Ferreras por ir de kamikaze otro año más.

Sonsiente endero ncé (AlaraxZ)

Abebéa, abebea, prece de ce
sigue ce orirí bem queno quedrá
uúle crit fraewe drufurígrá
meréque uúrudi fiestelesé

Abebéa, abebea, prece de ce
marzobio defrela umbiglo terá
ararafí raráfi cusdiregrá
despára afío poeque no tasé

Sedeé sedeé sonoridana
sedeé sedeé locomirurí
vueltéme san compasiante lamodú

Sísere sidené le corodana
perduridé tanticue turiamurí
dam lapocána délo kemén aytú

miércoles, 31 de octubre de 2007

De dónde (Graciela Wencelblat) -Del más allá-

Regresar no es volver
si las palabras se quedaron
entre prímulas silvestres
o en clima de papeles
arrugados por incertidumbres.

Ella vestida de negro
con guantes morados
aferraba la respiración
cerrando las ventanas
las manos sobre el vaso
de la lejanía.

En torno a un punto de luz
esperaba salir .

¿De dónde?

Dormir juntos (Erick Strand)

Dormir juntos es el mayor acto de amor. Es el momento de mayor vulnerabilidad, la entrega absoluta y perfecta. Despertar juntos es el mayor acto de humildad, la ausencia de secretos, la total crudeza. Compartir el lecho, el sueño y los ronquidos, los jaloneos de la colcha, el abrazo al amante perfecto hecho almohada. Encontrarse con la desnudez mayor que puede haber: la indefensión, el infantilismo de dormir y soñar. Unirse en el acto sexual perfecto que es gozar hasta el infinito de un roce sin intención, de un contacto efímero, de un transvase de calor fortuito. Abrazar a otro diferente al que abrazas, liberarte sin pudor de su contacto si apenas te incomoda. Oler a cuerpo humano tibio o sudoroso, fresco o frío. Hablar en sueños y en duermevela pronunciar nombres de otros que estarán ahora durmiendo en otras camas pronunciando tu nombre y uniéndote a su libertad onírica y total, sin más temor que despertar al lado de otra persona que no desea escuchar tu nombre sino el suyo, que no desea ser tocada intentando averiguar mi cuerpo donde debería estar y que ahora ocupa otro. Que no desea ser ella sino yo, para que tú seas capaz de amarla como me amas a mí en tus sueños. Para que me goces sin permiso ni perdón, como haces conmigo. Cada noche. Despiertas sudando y una voz somnolienta te pregunta ¿Estás bien? Tú respondes que sí, que sólo fue un mal sueño. Te toca con el pie bajo la sábana. Y es cuando desearías dormir para siempre, como en un cuento infantil, donde todo puede suceder.

Mentiras que he conversado con mis hijos (Kepa Uriberri)

El joven novio de la abuela
"¡Es verdad!. Créeme" me dijo C y luego insistió: "¿Por qué nunca me creen?. Estoy diciendo la verdad". Le expliqué que lo que contaba podía ser verdad pero no era verosímil y todos creemos lo verosímil, no en lo verdadero.
JL, sentado más allá, en un sillón, sonrió con esa mirada de "Ya viene otra de esas absurdas mentiras". Esa mirada y esa sonrisa, suelen ser un acicate para la imaginación; no porque crea que JL, o cualquier otro de mis quince hijos, que siempre se reunen por ahí, donde puedan oír de qué se habla en la tertulia de la sobremesa, después de los almuerzos de domingo, esté esperando la historia que les cuento en esas ocasiones, sino porque es un desafío hacerlos caminar al filo de la mentira, al borde de la realidad, en el terreno ambiguo entre lo verosímil y lo ficticio y eso siempre me estimula; así que les conté la historia del novio falso de su abuela.
Mi madre, que, a pesar del mucho tiempo, aún está más cerca de los ciento diez que de los ciento veinte, por mucho que cuando se lo recuerdo mira hacia el techo, como si el altísimo pudiera socorrerla en estas elementales aritméticas; todavía tiene la voz joven, aunque no lo crean; tanto que quienes la llaman por teléfono piensan, cuando es ella quien contesta, que hablan con una de sus bisnietas.
En cierta ocasión, llamó un joven que preguntó por L, que es el nombre de una de sus bisnietas mayores. "No" contestó mi mamá, "ella no ha venido hoy". El joven preguntó entonces: "¿Con quien hablo yo?". "Usted habla con si bisabuela Ismaela". Escuchó una risa cantarina e incrédula al otro lado: "¡Hola bisabuela!. Yo soy Noé" dijo en tono de burla. Cuando ya se tiene muchos y muchos años se ha cultivado todas las tolerancias y un humor infinito. Además, en cierto modo, ya se ha vuelto a la infancia y no se pierde oportunidad de jugar, así es que su abuela en vez de castigar la insolencia, se rio y preguntó qué edad creía él que ella tenía. "Serán quince" contestó el joven. "Más" dijo mi mamá. "¿Diez y siete?". "Más" insistió. El otro con mucho esfuerzo fue subiendo hasta veintitrés, que según la abuela cuenta, tendría que ser, de seguro, la edad de él, sobre todo porque había llamado a L, que tiene más o menos por esos años (cosa que jamás revelaré, pues de las mujeres, la edad es un concepto sin noción), y se negó a seguir. "No puede ser" concluyó. "Me quieres engañar. Tú no tienes voz de vieja. Tendrás a lo sumo veintiuno".
"Como pueden ver", le dije a mis hijos, que me miraban entre asombrados y dudosos, "aquí hay varias encrucijadas". Les expliqué, aunque no era necesario sino sólo por una cuestión académica, que la verdad nunca se muestra completa. Tampoco lo hace la mentira, y hay una zona entre ambas que recoge todo esa enorme duda, a la que podemos llamar verosimilitud.
Tuve la valentía de preguntar si habían creído mi historia y sonrieron sin responder. C me dijo: "No te creo nada". Le respondí que se estaba vengando. Me explicó que sencillamente creía que era otra de las mentiras que siempre contaba. Tuve, entonces que enseñarle que aquellas cosas que yo contaba, tal vez, y sólo tal vez, no eran ciertas y que si no lo eran, tampoco eran mentiras sino ficciones. En ese momento me di cuenta que girábamos en torno a una gran cantidad de conceptos, todos tan relacionados entre si como las puntas de la rosa de los vientos: No hay un norte sin el sur, pero no es norte sino sólo cuando estoy detenido en algún sur neto, pues si me muevo a la izquierda, ese norte podría llegar a ser noreste y según la posición y lo fino de la diferencia de direcciones hablaríamos de cuatro, ocho, dieciséis o hasta sesenta y cuatro o más direcciones diferentes como Nornororiente o Westesurweste y así. En mi país, tan largo como un estilete, nos dividimos, siempre, solo en dos, nada más: Los que viven al norte y los que están al sur. Es tal que Temuco está a la vez al norte y al sur y lo mismo le ocurre a Coquimbo. Es sólo cuestión de estar en Iquique para que tanto Coquimbo como Temuco estén al sur, pero para mi uno está al norte y el otro no. Pasa así también con lo cierto y con la verdad. Lo mismo con la mentira y la ficción. Muchos dirán que lo opuesto a la verdad es la mentira, pero no. No es así. Lo opuesto a la verdad es la ficción. Así como lo opuesto a la mentira sería lo verosímil.
Varios levantaron la voz, ahora para decirme que o estaba loco, o en mi afán de tener la razón estaba tratando de enredarlos con raros conceptos. "Quizás sólo pretendes distraernos para engañarnos otra vez" dijo JP que es, entre los quince, el más suspicaz. "No. No es así" dije. El cuento que les conté es esencialmente verdadero, aunque parezca inverosímil. Podrían pensar, entonces, que es ficción, pero hasta donde tengo la fe puesta en mi madre, las cosas sucedieron así, aun cuando ustedes concluyan que es inverosímil. Quien lea después lo que escribo, dirá que todo es una ficción, y yo mismo creo que es verdad. ¿Qué camino tomar, entonces? ¿Qué creer? ¿Y qué importancia tiene?.
Para quienes creen que es ficción, la cuestión está en que si es verosímil, es decir aceptable dentro de la ficción, la historia valdrá la pena de ser leída. Por su parte quienes son suspicaces y creen que es una mentira más, tal vez les interese, tanto como a quienes creen en la verdad de los hechos, saber como siguió esta extraña conversación telefónica entre una vieja centenaria (esto es verdad, sin importar si se trata o no de mi madre; así que hay que decirlo) y un jovencito de menos de un cuarto de su edad.
No fue la última vez que se hablaron con el joven. Cuando uno no quiere creer la verdad, construye la suya propia, en base a los elementos ficticios disponibles, como en este caso. Con una voz entera, sedosa, y un tono juvenil, además de un carácter algo loco, el joven construyó a la mujer del teléfono. Del mismo modo, cuando no se tiene antecedente alguno, se construye la verdad sin ellos; la abuela (mi mamá) habló con quien preguntó por su bisnieta L, o así lo creyó ella, y construyó un joven de veintitrés al otro lado. Aquél joven, quien quiera que fuera volvió a llamar. Esta vez no preguntó por L, sino por Ismaelita. "Con ella habla" dijo la abuela. "¡Hola! hablas con Noé" dijo el del teléfono, "¿Cómo has estado?". Conversaron desde las siete de la tarde hasta las once y cuarenta y tres de la noche y no fue en modo alguno la última vez. Las llamadas se sucedieron de modo que comenzaron a hacerse esperadas y luego necesarias.
"Sí. Ya sé, ya te conozco" dijo JP. "Finalmente se conocieron y se casaron cuando la abuela cumplió los ciento cuarenta y seis y de ahí naciste tu y tus ocho hermanos y más y más y mi abuelo no murió a los ochenta y cinco sino ochenta y cinco años antes que la abuela. Ja ja" termino burlesco. "No no" respondí. "se hablaron por teléfono durante doce años, hasta hace más o menos un mes". Les recordé que esta historia se las contaba para que entendieran que la verdad no es necesariamente verosímil, ni la ficción siempre es falsa, o que la mentira es opuesta a la verdad, sino que todo lo contrario; a veces no.
Hace un mes, finalmente, después de tantos años, la abuela ya no tuvo más argumentos para negarse a ser visitada por Noé, cuyo nombre verdadero no conocía, ni tampoco tenía ya ganas de seguir negándose. Entonces, un martes cualquiera, como todos los martes que la visito y la acompaño a almorzar, en vez de contarme otra vez la historia de cómo Patricio, su primo, hizo la Tabacalera porque la cosecha de arroz se había podrido, o como su propio padre le había dado un moquete, en una riña callejera, al Presidente de la Corte Suprema y lo había metido por una puerta del coche y había salido por la otra, o del misterioso cuadro del racimo de plátanos que había en el comedor de su casa de niña del cual caía uno maduro y oloroso cada vez que se comía todo el almuerzo; en vez, me pidió permiso para recibir en la casa a Noé. "Pero mamá", protesté, "ya estás demasiado vieja para pedir permiso y además yo no soy tu papá". "Pero te pareces demasiado" me contestó, bajando la vista. Ante ésto, no tuve corazón para negarme y le di permiso, aunque puse la condición que yo tenía que estar presente. "Mejor" aseveró. "¡Mucho mejor!".
A las siete en punto de la tarde sonó el timbre. La abuela estaba en su dormitorio arreglándose. Se había perfumado con "Ideal Quimera" y se había puesto algo de rubor en las mejillas. Al sonar la campanilla el lápiz labial se le deslizó algo fuera de su órbita. Nada más. Estaba nerviosa pero contenida. "Abre tú y conversa con él mientras termino de arreglarme".
Levanté el citófono que comunica a la puerta del jardín: "¿Diga?". Me contestó la voz de un jovencito que se me antojó apenas algo más que un niño: "Soy Noé" dijo, "y vengo a visitar a mi amiga Ismaelita". No obstante que su voz parecía la de un adolescente, la fórmula protocolar correspondía casi a principios del siglo anterior, así que pensé que al menos sería un muchacho educado y de finos modales. Pulsé el timbre para que entrara y escuché como gemía la puerta al abrirse y luego al cerrarse con su golpe, pesado, característico. Pasaron un par de minutos y el joven no llegaba a la mampara de la casa. Si bien la distancia era relativamente grande, no lo era tanto como para la demora, de modo que pensé que quizás se había quedado afuera. Volví a presionar el botón que abre la puerta del jardín y esperé otros tres largos minutos. Por la escalera apareció mi madre, expectante y preciosa en sus innumerables años. "¿Donde está?" preguntó asombrada. "No lo sé. Hace rato que le abrí la puerta" dije y abrí la mampara para mirar el senderito, flanqueado de clavelinas que va de la puerta del jardín al zaguán de la casa. A la mitad del recorrido vi a un vejete con bastón y sombrero antiguo, con una barbita de chivo completamente blanca, que sonreía debajo de dos ojitos muy azules y pequeñísimos. Al verme levantó una mano temblorosa pero decidida, que me saludaba. Dijo: "¡Ya, ya, ya! ya voy llegando" con una voz casi de niño. "Yo soy Noé. ¿Usted es el papá de la Ismaelita?". Arrastraba los pies en unos pasitos cortos y lentos, aunque seguros.
Cuando la abuela lo vio, se echo a reir: "¿Esta roña era mi pretendiente?" dijo.
La visita, desilusionante para ambos, duró no más de cinco minutos. "Está difícil la cosa, hoy por hoy" dijo el vejete cuando al fin se sentó al lado de mi mamá. Después le echó una mirada a ella de arriba abajo, y mostró una sonrisa pícara de dientes muy blancos y de seguro falsos.
- ¡Estái puro hueviando! - dijo JP y se levantó - son todas mentiras - agregó y se fue. Así terminó otra tertulia de domingo en casa.

Brindis entre la a y la o (Clío Franceschi)

A la salud de aquello profundo que busco
a la ausencia de lo que nunca hubo
a l regreso de lo que no se ha ido
a l reflejo de este miedo súbito
a este trecho de camino
a l deseo escondido
a l sabor insípido
a margo y divino
a lo vivido
a repetirlo
a hacerlo
á gil y precavido
a hurgar sin sentido
a callar sin haberlo dicho
a sonreír aún sin haberlo bebido
a la salud de lo encontradizo

Azul Necesario (Anabel)

He pensado repetidamente en lo absurdo e inoportuno que es tu recuerdo.
Podría decirte que es azul, incluso que huele a azul. ¿Lo ves?, es absurdo. Azul como el mar cobalto de este verano. Tal vez por ello no quería meterme en el agua: mojada de mar y de ti, inundada de tu olor y su sal, demasiado azul. “¡Qué rara eres, cariño!”, exclamaba mi marido. ¿Ves?, inoportuno.
Y sigues allí, sin cita previa, sin permiso para continuar persiguiéndome por el parque, o acechándome en las esquinas, u observándome desde los ojos azules de cualquier hombre atractivo. Sólo por eso soy capaz de enamorarme en un segundo de un auténtico desconocido. Absurdo. Completamente absurdo.
Te he visto en los ojos de Mateo. No son tan grandes como los tuyos pero son penetrantes y azules como el mar de este verano. Me miró fijamente y le aguanté la mirada. Estoy cansada de huir del azul. Me invitó a una cerveza a la salida del trabajo. Había sido una jornada dura, no habíamos tenido tiempo ni de tomar un café, ni de comentar las pequeñas anécdotas de nuestros hijos durante el fin de semana, rodeados de cuentas y papeles, archivos y programas de la empresa. Sí, vamos al pub de la esquina.
Doblé la esquina decidida a no ser asaltada por el azul, ¿dónde vas, despistada? ya hemos llegado, y fue el azul de los ojos de Mateo el que me abordó.
- Pareces lejos de aquí – su mano sostenía mi brazo indicándome el camino.
- No, estoy aquí, justo aquí –mientras entrábamos en el Blue Soul.
Fue tan fácil. No hicieron falta palabras: una concatenación de hechos lógicos, sucedidos en armonía y complicidad. Mateo necesitaba mi sal, yo su azul. Y fuimos olas de mar.
Somos el mar.
Ahora estoy convencida de que tu recuerdo fue un azul necesario.

Luces II (Alex Rosales)

I
Polvo de estrellas
disipando la bruma
por el camino

II
El bosque brilla
como fuego en el alma
cuando despiertas

III
Cortan la noche
alegres luciérnagas
entre las hojas

IV
Luz en el lago
evapora burbujas
al incendiarse

V
Viaja tan lejos
corriendo entre las rocas
e ilumina el mar

VI
Un cigarrillo
punto de luz se aleja
rastro en la arena

VII
Se enciende vida
si desnudos claveles
se fertilizan

VIII
Polvo de estrellas
tu mirar en la bruma
riega el invierno

Volverás (Eva Maria Salinas)

Cuando calle este silencio
y la noche blanquee tu pasos
volverás con sonidos de flores
a calmar tu sed en mis manos

Saturarás mis sueños
cuando te alces volátil en mi cielo
y el espacio /que inherte/
te dibuja de sombras
resucitará ante tu voz

Las campanas desangrarán sus graves
tras el perfume de tus ojos
cuando vuelvas
y traigas contigo /mar/
/espuma/
/sol lejano/

El monstruo (Gocho Versolari)

Necesitamos un monstruo
que llegue a deformar la tarde
a matar los pájaros del crepúsculo
a devorar los sueños de las hormigas
levantando templos de tierra
en el sol verde de las profundidades

Nuestras entrañas
necesitan el monstruo
que compense tantas miradas soñadoras,
que se yerga en los mástiles del día
y nos recuerde jubilosola
deformidad de Apolo.

Un monstruo con forma de oruga
de escarabajo
que llegue del fondo de la tierra
nos apriete los tobillos
e impida que volemos
para que le pongamos cadenas al amor
pesas de plomo
al ojo del corazón; un monstruo
que insufle eternidad a los valles
y caliente todas las estrellas.

El General y las natillas (Pilar A)

Yo no nací en Puigmoreno, pero siempre he lamentado no haberlo hecho, lo impidió la firme determinación de mi madre de no traerme al mundo en aquel secarral en medio de la nada.

Puigmoreno está grabado en mi memoria como un lugar mágico, romántico y salvaje; probablemente esa magia sólo existe en los meandros de mi imaginación infantil; porque lo que la realidad nos dice es que Puigmoreno estaba en medio de la nada, rodeado de tierras yermas, carreteras de polvo y barro y la leyenda de que por allí merodearon años atrás los maquis y que en cualquier momento pudieran volver a aparecer y acabarían por volarlo todo. Porque Puigmoreno no era más que unos cuantos barracones encalados, que guardaban centenares de bombas salvadas de la amarga guerra civil.

En aquel desolado paraje pasé los primeros cinco años de mi vida, entre barracones, soldados, una diminuta e inutilizada pista de aterrizaje y una acequia de riego que atravesaba el destacamento de norte a sur y que desaguaba en un balsa llena de mosquitos y de ranas que croaban y saltaban como si para ellas siempre fuera carnaval.

Yo no lo recuerdo, pero me contaba mi madre, que un día de diciembre de 1960 ocurrió algo inesperado, a media mañana, pasó por allí un coche negro, rodeado de motoristas, con el mismísimo Francisco Franco en su interior, y que paró y pidió agua. Y que el coche con el estandarte de capitán general a un lado y al otro la bandera roja y gualda agitándose en medio del frío del bajo Aragón, paró delante del barracón que era nuestra casa, y que Franco bebió agua en una copa de fino de cristal que le ofreció mi madre y que de esa copa nadie volvió beber jamás.

Me contaba mi madre que en el alféizar de la ventana había dejado unas natillas para que se enfriaran y que cuando el Generalísimo las vio, paró su paso, se las quedó mirando unos segundos, se volvió hacía mi madre que estaba paralizada y sin decir nada levantó la cabeza, siguió su camino y se metió en el Ford negro, que acompañado de sus motoristas desapareció rumbo a Teruel.

Ahora casi cincuenta años después, aquello sigue siendo un secarral, pero en los barracones en vez de haber bombas hay aperos de labranza y sacos de trigo. Lo cierto es que no es el primero que cuenta que algunas noches de invierno se ven sombras y se pueden escuchar susurros y hasta lamentaciones. La gente de los alrededores hace cábalas e inventa leyendas sobre heroicos maquis, fusiles y botas, cuando lo cierto, y bien segura estoy de ello, es que esas lamentaciones son las del mismísimo Francisco Franco buscando mis natillas.

Poema (msq)

En unos laberintos rizados
parecidos a las mondaduras de naranja
está durmiendo en dulce sueño
el Moebius de la huerta

no lo despierten!!!
un higo gordo en forma de tambor
va a caer ¿porqué?
por su peso

Moebius da el abrazo
a Newton todas las noches
en sueños recorren las galaxias
en forma de tirabuzón

pero la pantera negra
esa que salta del pozo oscuro
que dejó el árbol que se fue
quiere putear

sábado, 29 de septiembre de 2007

Poema (Marietta Cuesta Rodrìguez) -Del más allá-

Me renuevo en el agua de tus mares
me inundo en los ojos de la luz
la sandalia del sol me puso pies dorados
y alas para volar
por rostros,
por sonrisas
impregnando tatuajes
endomingados en el cristal
de los recuerdos

Amor verde (Maikel Riggs)

Jugaba a ruborizar el alba
acunando los tibios hilos de luz
que dibujaban sonrisas
en las rendijas de la ventana
sobre sus pezones – crema rosa

Germinaba lentamente
entre bostezos y estirones
bajo nuestra sábana
de tréboles húmedos

El amor floreció
y marchitó con el tiempo
como cualquier otro amor verde

Un día partió
de su presencia extinta
aun bebo el rocío mañanero
y conservo
dos alas de colibrí
que lloraron sus pupilas
bajo la tormenta

n=n (msq)


Una probadita... (Erick Strand) -De novela hablamos-

No había llegado aún el momento en ese tiempo
aunque todo se estaba conjuntando según un plan escrupuloso.
Sucedían trígonos y cuadraturas evidentes en las cartas.
Hubo un hombre casi consumido en sí mismo anunciando
la inminencia de lo que habría de suceder y sus ojos
tan acostumbrados a la tiniebla de la cueva parecían vibrar.
Dictaban los arcanos sentencias irrevocables presintiendo
tu llegada en cruces celtas. En tiradas repetidas un naipe
destacaba entre todos los demás tendiendo alfombras
terciopelos y flores a tu paso, rindiendo espadas y honores.

Veían los magos griegos signos inequívocos en las entrañas de halcón
Leían los gitanos líneas rectas y profundas en las palmas de las manos
Coincidían los oráculos de los rincones de la Tierra en una sola cosa:
La que ha de venir ha preparado su llegada en estos días. Estad preparados.

En Catemaco, en las colinas que van hacia poniente, Don Pablito extrajo un listón azul celeste del vaso con agua bendita en el que había abierto el huevo fresco de gallina. Había insistido mucho en que fuera un huevo de esa misma mañana, de granja. Traído por la niña sin sangrar aún y sin tocar por nadie más. Bajo ningún pretexto un huevo de supermercado. Al momento de romperlo en el vaso, la cinta traía prendidos tres alfileres de cabeza negra. La yema, de un amarillo opaco, no se rompió. No había burbujas. Había hecho trampa mil veces, sobre todo a los gringos que pagaban hasta 500 dólares por una limpia para ese aura azul oscuro que traen todos. Chinga su madre con los gringos jijos de su maiz. Pero no hoy. En diez lustros nunca había dicho una palabra más alta que otra, pero ahora se le escapó una exclamación propia de encontrar algo insólito donde no debiera estar, donde nunca fuera visto antes.: ¡Ah, qué de la chingada!. Acto seguido se santiguó tres veces y arrojó un puñado de sal gorda a la fogata que crepitó con diminutas protestas azules. Arcángel Gabriel, Luz de Jehudiel, Espada Barachiel, protección pido. Despidió con premura a los presentes. Cuídensen; mañana, con el amanecer, la tierra va moverse mucho.
Antes de convulsionarse en el suelo de tierra de la cabaña de lámina,la única Babalao de Cité Soleil, en las afueras más dolorosas de Port au Prince, había escupido sangre. Primero dio grandes caladas al enorme habano para hacer humo blanco. Luego bebió un trago de aguardiante y otro más que conservó en la boca mientras le quemaba las encías. Arrojó el eyero-sun sobre la ifa y realizó unos trazos con un cuerno. Los dieciséis cocos estaban alineados y las once niñas vírgenes no paraban de dar vueltas sobre sus propios pies hasta que los ojos se les perdían en el infinito.
Tenía 89 años y presentía algo terrible. Siempre había rogado morir en paz en su cama, de puro vieja, acabadas las ganas de vivir y sin sorpresas. Pero súbitamente comprendió que aún permanecería en este mundo lo suficiente como para presenciar algo apocalíptico y repugnante. Yashoma tocó el suelo con un golpe seco sin que alcanzaran a sujetarla. Ni entre cuatro podían detener las sacudidas. Tenía la lengua mordida y apenas se le entendían las palabras: Olodumare, Ibeji, Yemayá.

Soneto (Alex Rosales)

Me sumo a los afanes de grandeza
y encuentro callejones sin retorno
cual si de pronto fuera un vil adorno
que se aferra a momentos de pereza

Y busco la salida con presteza
en medio de mi caos y mi trastorno
no hay puertas ni ventanas ni un contorno
cual si hubiera ganado la Tristeza

Entonces me levanto con asombro
al mirar a Virgilio en el infierno
quien curioso, me toca por el hombro

le sigo, evitando todo escombro
que dejara a su paso aquel invierno
y admiro lo que siento y lo que nombro

La sinfonía necesaria (Kepa Uriberri)

Había comprado unas entradas muy caras para ese concierto, a pesar que las localidades no eran del todo buenas. Tenía ilusión de ver este concierto, pues se trataba de un revolucionario de la música moderna, del que se hablaba mucho y habíamos discutido, en la tertulia de los viernes, sobre el sentido de la innovación en el arte, sobre la libertad en la ejecución y la interpretación y tanto más.
En fin, que los comentarios previos eran extraños y había rumores que la presentación que traía a nuestra ciudad habría fracasado rotundamente en otros lugares, pero la crítica, siempre obsecuente con los grandes famosos, hacía ambiguas defensas de la presentación, que lograban, hábilmente, aumentar la expectativa sobre este concierto. Me hacían sonreir esos esfuerzos, en especial porque nunca se hacía lo mismo para criticar responsablemente a los nuevos valores; pero en ningún caso lo relacioné con un afán de ocultar una sorpresa innoble, o siquiera al sesgo, relativo a lo que los abonados encontrarían en la presentación. Siempre se espera que un gran artista, connotado, respetado, tenga una presentación responsable de su obra incluso cuando su hacer raya nuevos terrenos inexplorados donde nunca nadie se ha atrevido a incursionar, de modo que la equívoca crítica de los expertos sólo se vio como una manera de inflar su propia importancia, más que una advertencia de la que fuera necesario cuidarse.
Se había ido creando un ambiente raro, de polémicas en las que curiosamente se discutía sobre lo desconocido, casi apostando a lo que el artista presentaría. Unos decían que traía instrumentos todos nuevos y diferentes a lo nunca visto. Otros aseguraban que toda la gran pieza musical estaba basada en el novedoso concepto de inarmonía, donde no era posible encontrar sonido alguno que pudiera ajustarse a un acorde tradicional, ni jamás se llegaba a oír alguna de las notas con que los músicos anclados al pasado componían sus pobres obras. A pesar de esto, aseguraban que el sentido estético y el placer no se veían frustrados por la transgreción. Se decía que esta obra podía ser escuchada por cualquier auditor exigente o ignorante, culto o basto, preparado o primerizo y no sólo entenderla sino disfrutarla. Todas estas opiniones eran a su vez refutadas por otros que opinaban en sentido completamente inverso y ninguno de todos ellos tenía, desde luego, más que lejanas referencias de modo alguno claras de la obra del artista. Nadie podía asegurar que había escuchado un fragmento, o una aproximación siquiera y se decía que quienes la habían visto, no eran capaces de hacer una descripción, y sólo se manifestaban desconcertados por lo presenciado sin aventurar, quizás por temor a ser catalogados, ninguna opinión. Todos decían: "Habría que verla. Sería necesario presenciar el espectáculo".
En este ambiente llegamos el día del concierto, a la sala en que se presentaba, donde tuvimos la fortuna de encontrarnos con ciertos amigos, que por razones que no expondré, no podían asistir y tenían entradas de privilegio muy superiores a las nuestras. Habían querido venderlas y no había sido posible por el alto precio de modo que nos la regalaron a cambio de las nuestras, que, después supe, terminaron obsequiando a otros amigos que no habían tenido la fortuna de encontrar boletos.
La emoción de ver al artista, en mi caso por primera vez en vivo, se unía a lo que esta obra había despertado como esperanza de presenciar el inicio de algo tan nuevo que muchos creían que sería el rumbo por el que se encauzaría en pocos años la música popular. Extrañamente, cuando las luces bajaron y comenzó a iluminarse el escenario, el foso para la orquesta permanecía completamente vacío. Los pesados cortinajes ocultaban el tarimado donde tendría que desarrollarse el espectáculo. Una luz cenital se centró en un costado. Bajo ella, como si recibiera toda la iluminación del universo apareció el artista, sonriente, vestido de riguroso negro, con los brazos abiertos, como si quisiera acoger con ellos a todo el público. Avanzó con decisión y sonrisa hasta el centro del escenario que permanecía con las pesadas cortinas negras bajas, y habló en voz bajísima como si tras de sí hubiera tendido en descanso un hombre agobiado por sus últimos minutos de vida. Los parlantes de la sala reprodujeron a todo alrededor sus palabras casi rituales. Nos dijo, como si recitara una fórmula litúrgica: "Queridos amigos, están ustedes a punto de ver los colores del silencio. Hemos preparado esta pieza musical con dedicado (o delicado; el bajo volumen de su voz no me dejaba distinguir con claridad lo que hablaba, como si no quisiera trizar el sagrado silencio que se iba creando) amor para ustedes. Esperamos que sepan disfrutarla". Me llamó la atención la estructura de esta última frase, lo recuerdo con claridad, pues había una velada insinuación de duda y un plural que la difundía incluso entre nosotros, sus espectadores: Quizás no fuéramos capaces de acceder al éxtasis del disfrute que él ofrecía. Quise hacer un comentario a Mirentxu, que me acompañaba, pero su mirada inteligente me dijo que había concluido lo que yo y no era necesario arriesgar el silencio que ya era casi tangible en el lugar.
Las pesadas cortinas negras comenzaron a subir, mientras el artista bajaba lentamente los brazos y extinguía suavemente su sonrisa. Casi imperceptiblemente la sincronía de movimientos terminó en una fina reverencia. Después retrocedió hacia el fondo del escenario que fue de a poco perdiendo el peso de la oscuridad, en medio de un respetuoso silencio. Sin añadir palabra el hombre se perdió, de algún modo, en el fondo y una expresión de sorpresa se oyó a todo lo largo y ancho de la sala. La luz que se dejó caer generosa sobre el escenario mostró una treintena de atriles que sostenían otros tantos cuadros, todos enmarcados sobriamente, representando áreas difusas de colores que no sólo combinaban bellamente en cada tela sino también se comunicaban entre si transfundiendo su encanto de tela en tela formando una unidad. En unos segundos volvió el silencio anhelante. No pasó nada.
Transcurrieron unos tres a cuatro minutos en silencio religioso, de a poco se fue haciendo expectante y luego ominoso, entonces alguien tosió en algún rincón alejado de la sala. Una tos contenida, seguida de un carraspeo suave, avergonzado. Casi de inmediato, en otro rincón, del todo opuesto, alguien cedió al impulso y también tosió. Luego otro, después uno más y más. Varios se sintieron entonces autorizados a descargar su nerviosismo. En el escenario no sucedía nada. Pude ver que el foso de la orquesta continuaba vacío. Tampoco, desde la posición de privilegio que me habían regalado, se veía que sucediera nada entre bambalinas. Se lo comenté a Mirentxu. Ella también lo había notado. Acercó su boca a mi oído y me dijo: "Esto va a terminar mal", en voz muy bajita, pero preocupada. Atrás a mi izquierda oí un murmullo cuyo tono, no por muy suave, dejaba de sonar condenatorio o al menos molesto. De a poco los murmullos se fueron generalizando. Después de un rato todo el público parecía murmurar. En el escenario la iluminación caía generosa y estudiada sobre los atriles que sostenían la exposición de pinturas, que no sólo destacaban por su color y ritmo sino por la textura, notoria a pesar de la distancia, que el óleo, empastado, hacía sobre las tela. De algún modo extraño la pintura parecía comenzar en tonos cerúleos, azules, verdes, musgo, siena, ocres y finalizaban en una sinfonía de rojos y amarillos que ilustraban la creciente preocupación y rabia del público, que ya comenzaba a levantar la voz con expresiones de descontento: "¡Ya pues!", "¡Qué esperan!", "¡Hasta cuado!". Al poco rato comenzaron algunas pifias, primero leves, contenidas, luego más intensas y finalmente derivaron en rechiflas. En el escenario no ocurría nada. Nuestro artista tampoco aparecía. Algunos comenzaron a irse, ya sea por temor o desesperanza, todos, en todo caso, mostrando su desagrado.
Habían pasado unos veinte minutos. Mirentxu me dirigió una mirada interrogadora, que me invitaba claramente a retirarnos. Negué con la cabeza. Le dije levantando la voz para ser oído a través de la bulla de las protestas: "Quiero ver qué pasa".
Poco a poco la sala fue abandonada, sólo los más exaltados se quedaban. Algunos lanzaron monedas y gritos insultantes y agresivos, pero nadie apareció en el escenario. Por último hasta los más exaltados cedieron a lo ineludible y abandonaron también. Sólo quedamos algunos curiosos que esperamos en silencio y apreciamos, de lejos, la calidad de las pinturas. De algún modo raro posiblemente abrigábamos la esperanza de ver aparecer al artista, que ejecutara su música, o diera alguna explicación. Nada de eso sucedió y finalmente hasta nosotros nos dimos por vencidos y nos fuimos arrastrando la frustración. Creo que después de irnos todos la sala aún permaneció iluminada como si los espectadores continuaran ahí.
Es raro. La crítica catalogó de un éxito completo la presentación y habló de arte transgresor y atrevido, de nuevas técnicas, de atravesar fronteras, de vanguardia y del aplauso del público. Escribí varias cartas desmintiendo a los críticos de diversos medios pero mi opinión no fue publicada ni tenida en cuenta. Tengo noticia que hoy se presenta aquí, con el mismo espectáculo y en las mismas condiciones: No sé si tenga sentido advertirlo.

Guerrero (Eva Maria Salinas)

Despojas misterios en tus ojos sedientos
animando mis manos tras tus huellas
viertes en mi vasija
bálsamos
cálida lluvia fortaleciendo mis alas
/que incesantes/
recogen pistas de los pasos que transitas

Guerrero
/oxigeno en mi sangre/
despiertas tras la tormenta
anidados delirios de muerte
savia / resurrección
en la peregrinación de mis días

Dry Martini (Erick Strand)

No sabía cómo se llamaba y desde luego, no me iba a atrever a preguntárselo. Así que decidí ponerle el nombre de Natalia. Natalia funciona muy bien para una muchacha que quiere salirse de la blusa, que huele a sudor mezclado con desodorante caro y cuya tanga de encaje sobresale sin pudor tres o cuatro centímetros por encima del borde de unos jeans descosidos estratégicamente. Caros, como toda la ropa vieja de marca. Una chica de veintiséis –porque debe tener veintiséis, ni uno más- que también es una edad estratégica, en el más bélico sentido de la palabra.
Vayamos a la tanga. Es una braguita de color rosado, con lencería fina en los bordes y un estampado que con esta luz no alcanzo a distinguir. No son animalitos. Se me haría de lo más vulgar una tanga con peces, o foquitas, o dinosaurios. No. Son unas florecillas azules, femeninas como violetas. Deben ser violetas y eso me permite imaginar el aroma de sus nalgas, no muy grandes, redonditas, juveniles.
No lo hace a propósito. Se inclina sobre la mesa entre risas con las amigas y el bordado de lujo de su ropa interior asciende unos milímetros más. Toda la desnudez que admiro se va reduciendo en una uve que es como una flecha indicadora del rumbo de mis próximos pensamientos. Natalia es muy bella. No he podido verle el rostro del todo, con eso de que está de lado y no para de moverse hacia adelante y que precisamente cuando voltea el rostro ponen esa luz negra con el volumen a todo lo que da. Es muy poco probable que se llame Natalia y casi imposible que repare en que la miro con destreza.
Ahora saca el celular y revisa unos millares de SMS's de los imberbes con que anda. Me la imagino seduciendo a todos con ese caer del pelo y voltear la cabeza hacia atrás mil veces, con esa pose de anuncio de Pantene Pro B que es el gesto preferido de las de veintiséis. Y que me encanta. En Natalia me encanta. A todos los deja con la expectativa de un quizás. Pero lo que ama es tener el móvil lleno de mensajes y reírse con las amigas. Las amigas son corrientes, a ellas sí puedo verlas, sositas. Natalia está de espaldas y su tanga de lujo enfrente, como en una danza.
Me distraigo un segundo mirando la pantalla de plasma gigante y dando un trago insípido a mi Beefeater seco con dos gotas de vermouth Noilly Prat. No entiendo cómo en el mejor discobar de Cancún pueden pasar un video de Bryan Adams. Mi diosa ha desaparecido y las dos amigas me miran como pidiéndome explicaciones. Seguro fue al baño. Yo creía estar concentrado en esa tanga perfecta y en ese trasero de Fidias, pero en el ensimismamiento se me fue el santo al cielo.
Mareo un rato la aceituna doble en el Martini de diseño. Siento algo indescriptible detrás de mí. Siento cada detalle de un cuerpo joven y perfecto, de un aroma que ya no huele a violetas sino a Ralph Lauren mezclado con cigarrillo light y chicle de hierbabuena. Escucho una voz que me estremece desde el lóbulo, por todo el lado izquierdo de mi cuerpo hasta el pulgar del pie y de regreso. Ni siquiera me atrevo a volverme:

- ¿Qué? ¿Me vas a estar mirando el culo toda la noche?
Me deja una servilleta doblada. Saco la doble aceituna goteando ginebra helada. La chupo con delectación y reconozco en los labios una forma conocida. En el taxi, de regreso al hotel, desdoblo la servilleta.
Karen
(04455) 1496-0789

Será posible que algún día(Alex Rosales)

Será posible que algún día
sin darse cuenta que tu rostro se ha borrado
no haya más voz ni manos que alerten sus sentidos
y todo siga igual, en apariencia
pues es que para él no has existido

Será posible que algún día
camine por la calle sin buscarte en las personas
que se encuentren en el camino y se observen familiares
aunque no haya más contacto que lo que dicen las miradas
y al final, los pensamientos cotidianos pierdan ese instante

Será posible que algún día
vuelvas a su mente convertida en un suspiro
pero aún nostálgico, sin tener la total seguridad
de hacia dónde se dirige sin retorno
porque de manera consciente no tiene a dónde ir

Será posible que algún día
te preguntes cómo te es tan familiar sin conocerlo
porque apenas han cruzado casualmente las miradas
pero sabes que de alguna parte
ha habido más que el roce de la vista

Será posible que algún día
te des cuenta que de sus mentes se han borrado
que tal vez comiencen de nuevo a descubrirse
cuando el hielo se haya roto y te pregunte nuevamente
-porque ya lo hizo, es seguro

Será posible que algún día
haya esos momentos conocidos,
cual si ya hubieran vivido mucho de esto nuevo
pues al final se conocían y se reencontraron
a pesar que ya se habían borrado mutuamente.

La novela blanca (msq)

Cierta vez un escritor, inmerso en el desarrollo de su novela
que estaba copiando de su mente, sintió un irrefrenable deseo
de estornudar. De pronto, todo el argumento, trama, personajes
etc. desaparecieron.
Sus ojos parecieran salirse de las órbitas, iluminados por la
visión de una novela, que empezaba por la letra A y acababa
en la S. Una historia blanca, pero..¿Acaso el prisma óptico
no es capaz de mostrar un amplio espectro de colores
y geometrías.?
En seguida, aunque estaba en la primera fase del estornudo,
fue a buscar el diccionario de la lengua española,
el inglés no lo tenía a mano. Quería dotar de algo de rigor
a la nueva novela, dado que, al parecer, la iluminación venía
para largo ; aún no había acabado de bajar la cabeza, hasta
se diría que se encontraba en la fase preliminar, aquella en que
los asuntos imaginados formaban un magma híbrido, aquella
en que los órganos se confunden con la función, los continentes
con los contenidos, las cosas con las ideas, la velocidad con
el tocino, el culo con el pulso, la necesidad con el antojo.
Era, bien se notaba, el periodo inicial de absorción. Nunca
podría llegar a sospechar que habría un nudo y menos aun
un desenlace coagulante, sino unos vagos coágulos
esporádicos heteróginos mezclados con arenilla, porque el
aire nunca es absolutamente puro. Además está eso del
espacio oscuro, que no es el éter, sino algo impalpable que
queriendo parecer que tiene vida, no llega a parecerlo, sino
más bien a compensar ese horror al vacío que tiene todo
lo que se mueve, y por supuesto, no estaba él pensando
en nadie concreto; bien sabido era que habían desaparecido
todos los personajes. Espacio oscuro ese -digo- que hace
o no hace el oficio de cohesión entre la materia y energía,
tanto en los planetas como en los cuerpos menores y que
nadie sabe qué demonios es, pero estar está.
Veamos que nos dice -hablando para sí- el diccionario
de la lengua. Como había tiempo, fue a coger un palillo de
dientes de un vasito de cristal y se lo introdujo en uno de los
intersticios molares, había quedado allí una brizna de carne.
Estornudar: arrojar con estrépito por la nariz y la boca el
aire inspirado de manera involuntaria, provocado por un
estímulo en la mucosa nasal. Ejemplo: la pimienta le hizo
estornudar. Qué raro. Nunca o siempre que había estornudado
dio la casualidad de que hubiese pimienta cerca. Menos
mal que algunas frases o todas son solo frases e igualmente
podría ocurrir con los ejemplos. Siempre he desconfiado
-pensaba- de estos diccionarios amaestrados de bolsillo
que no tienen nada que ver, ni aun echando imaginación
a espuertas, con el diccionario Espasa de noventa y nueve
tomos, más uno de muestra que suele distraer al conductor
del camión que los transporta en el run run del ralentí.
Probablemente no era un tomo de muestra, sino que,
antes de entregar el paquete a domicilio, deserta el conductor
de pasar de mano en mano algo que no sabe lo que es y
por fin un día se decide a abrir la caja de cartón, saca un
ejemplar y se encuentra con los nudos marineros con sus
fotos y correspondientes explicaciones.
"Lasca": También conocido como "nudo del 8"
o doble mordido y es muy utilizado como tope en un cabo
para evitar que se escape de una polea o un pasador.
La manera más sencilla de hacerlo es formando un seno
y girando una vuelta entera y pasar el chicote.
El nudo se aprieta tirando de los dos extremos.
Bien, ya tenía el primer nudo. Mejor no apretarlo -piensa-
hay tiempo. Le sigue a este, aunque en una sucesión que
no es lineal, el famoso Ballestrinque, el Franciscano,
Múltiple, Gancho con vuelta, Boca de Lobo, Nudo de boza,
Nudo de bandolero, As de guía, Nudo de encapilar y otros,
mientras el radiador del camión empezaba a calentarse,
momento este que coincidía con el punto culminante de la
cresta, el punto intermedio del estornudo. Después todo
acabó en un campo nevado, una llanura sin mayúsculas,
sucesos o nombres propios, acaso solo alterada por el
movimiento oscuro de sus propias pestañas: los pelos de
la vista.
Sacó el pañuelo de su bolsillo y se secó las lágrimas
y la boca.

Quisiera (Constans Khurry)

Quisiera tocarte de verdad
sintiendo cómo mis poros
se adhieren más a ti.

Quisiera besarte con suavidad
dejando que ese tenue roce
nos estremezca de placer.

Quisiera mirarte hasta el fondo
tocando la humedad de tu espíritu
allí donde el silencio te hace mío.

Quisiera fundirme en un abrazo
enlazando con ternura estos cuerpos
y permanecer así en el tiempo.

Quisiera amarte sin condición
dándote lo que conforma mi ser
y encontrarme en la hondura del tuyo.

Quisieras que estuvieras aquí
escuchando mis deseos
y juntos hacer algo al respecto.

miércoles, 29 de agosto de 2007

Edición de Verano

Amigos todos:
Con inmenso placer llego hasta sus ventanas para anunciarles que hay un nuevo número de nuestro Blog MILACENTOS en la red. Luego de culminar mis vacaciones y haber resuelto un serio problema con mi ordenador, he reunido algunos de los últimos trabajos enviados a nuestra lista (Escritura Creativa) para conformar esa Edición de Verano. A partir del próximo mes seguiremos brindando nuestras ediciones a partir de ahora con carácter mensual con el objetivo de buscar variedad y tener mayor número de textos. Saludos cordiales
Maikel Riggs
http://milacentos.blogspot.com/

Anotación para Argumento (Erick Strand)

Ansel recibe la visita de una vecina que no le cae muy bien. Vamos, para acabar pronto, que no le cae nada bien. Ella es una mujer sola en busca de un hombre que la acompañe más que la mantenga, pero en realidad sus atenciones no tienen la intención de seducir, sino de complacer a cambio de un gesto, una sonrisa, una buena palabra, una limosna de cariño. Echarse un cigarro juntos ya es mucho. Quiere conversar, de lo que sea. No se da el lujo de pensar que pudiera echarse nada más que un cigarrillo o hablar de trivialidades, con tal de hablar. Una vez sí se lo imaginó. Hizo cosas imaginándose con Ansel. Pero eso es secreto.
A Anselmo nunca le han gustado las fresas, ni las gilipolleces, ni mucho menos las atenciones de las vecinas sin invitación, pero acepta el obsequio con un gesto amable. Es educado, pero le jode que le toquen la puerta un sábado por la tarde. Está intentando dejar de fumar. Para Lety, Leticia Rey, es más de lo que podía esperar mientras dudaba entre si le llevaba las fresas o no. El paquete pasa un largo tiempo en el congelador. Tanto, que Anselmo se acostumbra a verlo en el mismo lugar al punto de que olvida qué es, quién se lo dio, el cuándo y el por qué. Simplemente permanece ahí por meses, ocupando un lugar preferente en la puerta del congelador. Un bote envuelto en un papel de periódico y a su vez metido en una bolsa de plástico transparente, anudada por arriba.
A Anselmo nunca le ha gustado su nombre. Se le hace ordinario, campesino, anticuado. Se lo pusieron por su bisabuelo. Si alguien llegara a saber que se llama Anselmo Héctor Jaime, buscaría la muerte por su propia mano. A Dios gracias, una vez tuvo una novia finlandesa. Fueron a una exposición de fotografía y ahí conoció a Ansel Adams. No en vida ¿verdad? pero fue suficiente. Bonitas fotos. Desde entonces se hace llamar Ansel. Sabe que nunca podrá ser un maestro de la luz, ni apretar el botón de una cámara, pero el apócope le conforta. Es una manera de salir de la vulgaridad. Ansel.
Inger fue una manera de salir de cualquier cosa conocida. Las finlandesas son fuego en la cama. Quién diría. Muy guarras. Será por el frío. Pero tanto follar por follar llega a cansar a cualquiera. Cuando has hecho de todo buscas algo más.
Un buen día… Corrijo: un mal día, con un terrible aguacero, para terminar de joder se va la electricidad. Anselmo se ocupa de lo más obvio: colocar unas velas aquí y allá, desconectar la tele y el ordenador para que no los reviente la vuelta de la energía, porque eso fijo no lo cubre el seguro… pero olvida el refrigerador. A la mañana siguiente, aún sin luz eléctrica, un charco verdoso anuncia el olvido. Todo lo que había dentro está echado a perder: el jamón de york inflado, la fruta podrida, los yogures agrios y los restos de la cena en el tupperware, apestosos. Cuando abre el congelador, los cubitos de hielo son diminutos icebergs flotando en su charquito individual de la cubitera. Un paquete de pechugas de pollo que nunca le apetecieron está de color naranja y con un reguero de sangre. El elegante helado holandés de vainilla con almendra amarga es una sopa amarilla con burbujas, irreconocible. Un asco.
El paquete envuelto en papel de periódico con el bote de fresas está humedecido en la puerta del congelador. Parece el menos afectado por el desastre. Anselmo lo saca y lo coloca sobre la barra de la cocina. Tira a la basura los cadáveres de todo lo que encuentra en la morgue en que se ha convertido su nevera. Sin luz, se ve todavía más tétrica. Intenta ignorar los olores y casi lo consigue, pues todo huele a lo mismo: a nevera. Ese olor pegajoso que resume, iguala e impregna todos los olores de lo muerto.
Abre una cerveza al tiempo, casi tibia, y le da un trago. Ya sabía que no le iba a gustar. No sabe por qué lo hace. Sí, sí sabe por qué lo hace. Lo hace para maldecir la mala suerte de que se ha ido la luz y no hay tele, ni música, ni Internet, ni cerveza fría. Afuera, no para de llover. A lo mejor el teléfono funciona, pero no quiere hablar con nadie. Quiere disfrutar la mala suerte de que es sábado y no hay servicio ni nadie que venga a arreglar esto. Que mañana es domingo y, pues menos aún ¿no?. Y que el lunes será la putada de todos los lunes, saliendo del trabajo a las diez, con suerte, y quién va a ocuparse de que en casa no hay luz y de que no pude hablar con Elena en el Messenger y seguro va a encabronar, que es su especialidad. Pero en realidad el móvil si funcionaba aunque prefiero decirle que lo estaba cargando cuando se fue la luz y no pude hablar con ella. Paso en picada. Soy un antiguo, pero paso de ti, belleza.
Las fresas eran un bloque de hielo compacto cuando las saqué del congelador. Ha sido un día de mierda, para variar. No sé por qué en la oficina hay luz, y red y de todo…y en casa… ¿Habrá ido hoy Doña Luz a la casa? ¿O habrá hecho San Lunes? Ahora que me doy cuenta, se llama, Luz. Tiene que ser una sincronicidad. Ya no se dice casualidad. Se les llama "causalidades" o "sincronicidades". Es curioso que el destino nunca se causaliza, ni se fengshuiza para que me saque la Primi o se sincroniza para tirarme a la amiga de Elena. Es que, Elena, eres buena chica; me gustas; un poco coñazo a veces. Pero Clau… Claudita, maldita seas, qué ganas te tengo. No es guapa, pero se le marcan los pezones bajo la blusa. Con areolas muy grandes. Como fresones. Me pones, Clau. Te imagino a oscuras donde no te veo y puedo tocarte a mis anchas. ¿Quieres?. Te como, Clau.
Volvamos a las fresas ¿Ya dije que no me gustan las fresas? Pues llego a casa y sigo sin luz. Maldigo en inglés, que es más cool. Es que tuve una reunión con los gringos y me aguante 45 minutos las ganas de mentarles la madre. Llego a casa y me suelto. Fuck you twice bad motherf… Enciendo las velas y ahí está el bote que dejé sobre la mesita de la cocina. Ya hizo su charquito alrededor y el papel de periódico está empapado. Abro la bolsa de plástico . Retiro el papel y lo dejo a un lado. Hago un inciso para ir a al baño con una velita. Mear y sujetar la vela es todo un arte. No me vaya a caer la cera caliente precisamente ahí. Ya, lo que me quedaba.
Saco una fresa gorda y reluciente del bote. Nos miramos el uno al otro. Ella tiesa e insultante. Yo, que odio las fresas, dominando la situación. Aprisiono el borde frío con los labios mientras ojeo el periódico mojado. No entiendo nada. Es un diario chileno. La noticia habla de una farmacéutica que recibió por error una nevera portátil con órganos para un trasplante. Me entra una risa tonta. Hablo solo, como cuando estoy solo.
Soy un degenerado: no me gustan las fresas. No las muerdo. Sólo las chupo. Siento a la vez la suavidad roja y unos leves granitos. Están heladas. Se me duerme la lengua. Esta soledad sin ruido. Clau. Miro la vela. Me estoy calentando.

Dura de roer (Anabel)

Lascivia. Lujuria. La había mirado tantas veces desde esa perspectiva.
Intentaba adivinar, coreado por Tomás y Rafa, si su culo sería tan estupendo como los pantalones vaqueros dejaban entrever; si sus pechos serían tan espectaculares como los bultos sin complejos que sobresalían de cualquier jersey por gordo que fuera. En eso consistía su primera faena todas las mañanas.
Esperaba junto con el resto de obreros en el aparcamiento de la fábrica a que llegara Marisol. Ella era la secretaría del jefe y la encargada de abrir y cerrar, casi siempre, la nave. Era puntual, siempre: a las ocho en punto su llave abría el portón dejando pasar la luz matinal hasta las adormecidas máquinas y a los obreros legañosos que seguían las indicaciones de sus pantalones sin rechistar. Codiciamos lo que vemos cada día, la máxima de Hannibal Lecter se cumplía a la perfección: todos y cada uno de ellos se había masturbado alguna vez pensando en ella. Luís no era la excepción. Sabía que Marisol era casada y madre de dos hijos, que estaba más cerca de los 45 que de 40 y que sus ojos eran una maravilla. Le excitaba su cuerpo, pero sus ojos le hacían olvidar que trabajaba en una sucia fábrica de productos de plástico. Desde regaderas a orinales, cualquier cosa pasaba por sus manos, cualquier cosa menos los ojos de Marisol. Verdes y profundos, con más fondo que cualquier embudo de los que acababa de empaquetar. Ella bajaba detrás de sus imponentes pechos a decir cuántas cajas de ensaladeras azules había que producir o cuántos juegos de cubiertos había que registrar o cuántos manteles del tipo 143 había que marcar. Ella era la que mandaba a un grupo de trabajadores con monos verdes y cremalleras hasta el cuello, ella era la que descendía las escaleras de una oficina prefabricada con vistas a un mar de hombres uniformados y cintas de transporte repletas de objetos de plástico. Hasta el jefe confiaba en ella más que en ningún otro empleado. Y hacía bien, Marisol era la mejor contable, directiva y secretaria que jamás hubiera encontrado por el sueldo que recibía. Ella era la que dirigía la fábrica. La única mujer de toda la planta, la única persona no uniformada que sólo repetía los mismos pechos y el mismo culo cada día, todos los días.
Algún que otro compañero había tenido la osadía de invitarla a un café y había sido rechazada la oferta como si se le hubiera ofrecido un viaje a los sótanos de la tortura. Ella no había sucumbido nunca, ni a los encantos de Óscar, el jefe de sección número 7. Era un hombre que compensaba sus cortedades intelectuales con un cuerpo de vértigo, un hombre de 30 años que le hubiera encantado hacer una muesca en la culata de su revólver tras un polvo con Marisol, la cuarentona. Cualquier otra fémina de su edad se hubiera sentido halagada, satisfecha por la proposición, pero ella no, ella era incorruptible, seria, responsable; el trabajo era el trabajo y nada más. Y todos lo habían entendido, todos la respetaban, aunque eso no impidiera que su imaginación volara muy cerca de ella.
- Luís, hoy de ensaladeras, 100. Después haremos escurridores hasta 500, para el pedido de Valencia –y le miraba a los ojos.
Hija de puta, lo sabes, sabes que me ponen tus ojos todavía más que tus tetas, se decía Luís. Pero su cuerpo no delataba sus pensamientos, hacía un ademán de conformidad, daba las órdenes, programaba el ordenador y continuaba su trabajo ya en los mismos tonos que el iris de Marisol. Llegaba a su casa, cenaba, escuchaba la rutina de su mujer y jugaba un rato con los gemelos, pero en la cama se acostaba con Marisol, abrazaba a Marisol, follaba a Marisol. Era como un mago, un mago capaz de disfrazar sus pensamientos y sus deseos. En eso consistía su rutina diaria.
Verano, calor, mucho calor. El aire acondicionado de la fábrica se había estropeado, los monos estaban abiertos hasta la línea de los calzoncillos. El aire acondicionado de la oficina de Marisol era independiente al de la planta y, al entrar en ella, la agradable temperatura daba la oportunidad de respirar.
- Marisol, guapa, ¿qué pasa con nuestro aire acondicionado? Porque tú estás como una reina, pero nosotros nos estamos asando.
Marisol giró su silla hacia Luís y con sus pechos dentro de una camiseta naranja de tirantes le miró a los ojos, hija puta, sabes cómo me ponen tus ojos, y con mucha seguridad le dijo:
- Ya he llamado dos veces al técnico, no da abasto; hasta la una no va a poder venir, ya os lo he dicho. ¿Qué quieres que haga?
En una de las pocas veces que Luís miraba hacía otro lado que hacía la anatomía de Marisol, observó que la pantalla de ordenador tenía abierta una página de Internet que poco tenía que ver con el trabajo.
- Y esa página ¿de qué es?
Marisol se sintió atrapada, y en un acto reflejo, minimizó la página.
- Nada, no es nada –dijo turbada.
Luís, en un arranque, se abalanzó sobre el ratón y maximizó dicha página.
- ¿Qué haces? ¿Eres tonto o qué? ¿A ti qué te importa?
Para cuando Marisol pudo arrebatarle el ratón, Luís ya se había enterado de qué trataba el foro.
- No me digas que escribes. No me lo puedo creer, eres de un foro de poesía. Ya verás cuando lo cuente allá abajo.
- No tienes derecho a decir nada, además, a ti qué te importa lo que yo hago. Si escribo poesía ¿qué? –dijo retadora y segura de sí misma.
- Nada, a mí no me importa nada –dijo Luís observando cómo sus pechos parecían más erguidos por la indignación de su dueña- pero a don Julio igual sí le interesa, saber que su mano derecha pierde el tiempo en Internet, en escribir poesía… Bueno, ya conoces a don Julio, no creo que le haga mucha gracia –y exhibió la mejor sonrisa que jamás haya podido lucir.
Marisol cerró los ojos, pareció que se había desvanecido la luz de los fluorescentes. Luís se arrepintió en el instante de haber dicho eso, él no la iba a delatar, nunca lo hubiera hecho.
- ¡Eh! Tranquila, que ha sido una broma, que no iba en serio. ¿Me crees capaz de chivarme de una cosa así a don Julio? Por favor, Marisol, que hace ocho años que nos conocemos…
-Por eso sé que a don Julio igual no se lo cuentas, pero a los demás… Os vais a hacer un hartón de reír a mi costa.
Luís respiró hondo, sabía que la tenía en sus manos; sabía que la rentabilidad que podía sacar a ese instante nunca jamás se le volvería a presentar; sabía que era su momento, que la providencia, por una vez, se había puesto de su lado; sabía que lo iba a aprovechar, lo sabía.
- ¿Qué tipo te crees que soy? Marisol, por favor. Yo no voy a ir por ahí con chismes. De verdad, me ofendes, parece mentira –y la miró a los ojos sin parpadear, sin dejar entrever sus verdaderas intenciones.
- ¿No se lo vas a contar a los demás?
- ¿Lo dudas?
- Sí, claro que lo dudo.
- Marisol, yo también escribo poesía, te entiendo perfectamente. ¿Cómo iba a ser tan sádico de delatarte?
Ante semejante declaración, ella abrió los ojos de par en par, asombrada, incrédula de lo que acababa de oír, pero Luís no parpadeaba, le aguantó la mirada hasta que ella pudo pronunciar:
- ¿Lo dices en serio? ¿Tú escribes poesía?
Luís, como un consagrado actor, puso los ojos en blanco, se sentó sobre la mesa del escritorio y, acercándose mucho, le dijo en voz baja:
- Sí, escribo poesía desde los 14 años. Nadie lo sabe, pero es mi afición secreta. No he estudiado ni nada, pero no lo puedo remediar, cada día encuentro motivos para escribir, lo que sea, cualquier ocasión es buena para expresar los sentimientos.
Marisol lo escuchaba con unos ojos tan abiertos, tan profundos, tan infinitos que Luís casi se mareó, que casi pudo componer los únicos versos de su vida perdiéndose en ellos.
- Nunca lo hubiera imaginado –exclamó Marisol completamente convencida.
- Tú sabes que los poetas no mostramos lo que somos, tú lo sabes mejor que nadie.
Marisol sonrió y escondió su rostro girando tímidamente la cabeza. Se sentía estúpida por no haber reconocido a un poeta con tan solo mirarlo.
- Sí, tienes razón: los poetas no llevamos un letrero, más bien nos escondemos por vergüenza, por miedo a que se burlen de nuestra sensibilidad. No nos entienden.
Luís echó todo sus triunfos y faroles sobre la mesa y cogió las manos de Marisol.
- Lo sé, cariño, lo sé. ¿Cuántos de los que hay allí abajo te crees que saben que me gustan los versos?
Se hizo un silencio en el que los movimientos ascendentes y descendentes de los pechos de Marisol delataban su excitada respiración.
- Nadie, Marisol, nadie, ni tan sólo mi mujer.


- Joder, joder con Luisito, que te la vas a tirar. Serás maricón, ni siquiera Óscar lo ha conseguido y vas a ser tú. Cágate lorito, ¿quién lo iba a decir? –dijo Tomás con cierto tono de envidia varonil.
Luís acabó de un trago su cerveza. Esperó unos segundos, alargados a conciencia, antes de contestar a sus expectantes amigos.
- Sólo hemos quedado para tomar unas cañas e intercambiar poesías y esas cosas. Nada más. Marisol es dura de roer, no creo que vaya a ser fácil. Pero qué duda cabe que lo intentaré. ¡Otra ronda, camarero! -y todos se echaron a reír-.
- Nos lo contarás, ¿verdad, cabrón? Porque si tu follas, todos follamos, ya sabes –exclamó Tomás.
- Con pelos y señales –continuó Rafa.
- No os preocupéis, si me la tiro os lo cuento todo ipso facto.
Ninguno entendió muy bien la última expresión, pero intuyeron que si había rollo, iban a ser informados exhaustivamente. De hecho, sólo les faltó cronometrar los relojes antes de dejar ir a ducharse a Luís.
- Y ya sabéis, si os llama mi mujer, me he ido de cena con vosotros. Si no me tapáis, no os contaré nada, cabrones –y de nuevo se volvió a escuchar la risa de los tres.

Lascivia. Lujuria. Allí estaba, radiante, vestida y arreglada como no lo había hecho para su marido en mucho tiempo. Y Luís lo sabía, tanto como ella sabía que le ponían sus ojos, hija puta, cómo lo sabes.
- ¡Vaya! ¡Qué guapa estás! Menos mal que no te pones así para ir a trabajar, no íbamos a dar pie con bola.
Marisol sonrió y Luís tuvo la certeza de que ya lo tenía todo hecho, era cuestión de tiempo, sólo tenía que esperar, que saber manejar las manecillas del reloj que jugaban a su favor. Y ya ella no pudo aguantarle la mirada.

Lascivia. Lujuria. Tendida sobre la cama de un hotel de medio pelo. Abierta de par en par como una rosa madura, a punto de que sus pétalos comiencen a caer; con el olor penetrante, casi ácido pero todavía dulce; con el máximo rojo antes de apagarse, granate encendido, antes de delatar el inicio del final. Maravillosa. Se había dado a él como ninguna otra mujer en su vida: entera y pasional; ajena a lo que le rodeaba, inmersa en esa cama que le pertenecía más que la suya propia. Dormía, su respiración era fuerte, pero rítmica, acompasada, como una música silbante. Ni siquiera el maltrecho maquillaje afeaba la imagen que Marisol regalaba a Luís: qué mujer, se le llenaba la boca al pensarlo y lo volvía a repetir, qué mujer; pechos grandes, levemente caídos pero espléndidos; vientre decorado con alguna estría, redondeado como una manzana con un gracioso agujero en medio; caderas majestuosas, increíblemente libres de celulitis; culo esplendoroso, magnífico asidero donde depositar un placer impetuoso. Abrió los ojos, cómo me gustan tus ojos, hija de puta, y le sonrió, abrió los ojos, Dios mío, qué ojos, y la luz se hizo en la habitación. La besó, la besó como no lo había hecho en toda la noche.

- ¿Qué? No nos llamaste, cabrón. ¿Qué pasa?, ¿te da vergüenza reconocer que no te la has tirado?- le increparon sus amigos.
Luís sonrió, una sonrisa de medio lado que dejaba escapar un brillo agridulce en su mirada. Abrió la boca, la volvió a cerrar y, tras encender el primer cigarrillo de la mañana, contestó:
-Nada, con Marisol no hay nada que hacer. Es dura de roer.

Averías (Maikel Riggs)

Ángeles y demonios
pernoctando en mi habitación
sacudiendo la arena de sus alas añejadas
sobre las sábanas blancas
de mi sosiego
desdibujando los espacios
donde habitan mis aguas calmas

Hamacados en mis hombros
redactan la discorde sinfonía
que interpretan mis pasos
y sus lánguidos susurros
encuentran eco en mis labios
restándome los amigos
provocando este naufragio

Flores trémulas de invierno
engranajes de nervios oxidados
averías en la mente
de un amasijo de huesos tumefactos

La larga marcha (msq)

en la larga marcha
desde la butaca
a la cocina
voy pasando por las diferentes etapas del desarrollo evolutivo del hombre
hasta el queso fermentado en azul
que aburrimiento dios mío
ojos azules y pies hinchados
en larga autopista de baldosas grises
animal sedente orante de alabastro
gafas de concha de carey
australopithecus autoimpulsado por oxígeno
cerdito rupestre
desplazamiento analógico por el dial de frecuencias controladas
moduladas al vaivén de las caderas
rebobinaje replay pista 2:
largo viaje desde
la butaca al cuarto de aseo para
evacuación intestina de los excrementos benditos por el licor estomacal
fabricado por los frailes del convento abierto a
turistas en horas convenidas
antes sesteando en sillón
ahora levantando el zapato marrón en su
primer paso en dirección
al vulgarmente llamado retrete
una sola plaza
ojos negros andar de garduña pernada estirada antes
ahora compungido en un pequeño
nudo de intervalos
camisa a rallas que
prolongándose por debajo del cinturón llegan
a morir al final del esternón
en tiempos de los romanos
algún emperador lloraba
en una copita
antes o después de haber meado horas y horas
barrigudo semisubmarino
en sus propias termas
rebobinaje replay pista 3:
en el punto de arranque del sillón ocupado
no hay extremidad superior porque
su brazo no tiene mano
otra cosa es que el ocupante se levante
y queriendo ir a algún sitio
alargue el brazo como iniciando la marcha querer quiere
saber sabe
no hay pena más grande que ser almohadón
cabeza de campana de pana
bola de sebo oída solo por las ranas
asesino se impone levantarse
mata el segundo ratatatatá y sale disparado a otra cosa
la siguiente baldosa
va hacia el frigorífico donde está escondida la cornucopia afeitada
muere del susto
arrastra con él otros muertos.
rebobinaje replay pista 4:
como por simpatía
naciendo de la misma obligación
le nacen manos a los brazos del sillón
reposa allí indolente en su igualdad
el cuerpo etéreo del doble astral, un personaje innoble
disfruta el doble
y gasta la mitad y su condición es fluida
a la deriva
al alimón entre lo que es él y lo que fuera yo
no presenta bolsas debajo de los ojos
y hablando de bolsas
se levanta camino de un asunto después de
pararse en un punto.
Se han de sacar las bolsas de basura que hay en un rincón
piensa con ligereza
-una gentileza de la memoria flotante-
le asiste al instante
experto que es en nudos marineros ata de las bolsas el cuello y
se tira con ellas por el balcón.