domingo, 29 de abril de 2007

Historias de café (Pilar A.)

Lo veo cada tarde en el "Café del Sur", después de la comida. Debe tener unos cuarenta años, va trajeado, bien vestido, siempre está solo, sentado en la mesa del rincón, con su café sin empezar y el cenicero atiborrado de cigarrillos apagados a medio fumar.

Se pasa el tiempo dibujando cicurlitos con su cigarro en el fondo del cenicero, con la mirada absorta en el movimiento de su mano. Algunas veces se para, saca un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta y escribe algo en una servilleta de papel, mira al techo como intentando encontrar la palabra adecuada, otras veces niega con la cabeza y tacha con rabia lo ya escrito, cuando termina dobla el papelito con cuidado y lo guarda en el bolsillo exterior de su portafolios de piel marrón.

Hoy lo he visto con el semblante triste, preocupado, hablando con la camarera, frotándose las manos, nervioso, se lamentaba de haber perdido la cartera:

-Había escrito mi vida en esos papeles, ha dicho, y los he perdido y lo peor es que ya no recuerdo lo que decían, ya no recuerdo lo que soñé, pero lo había escrito-.

Buenas noches (Maikel Riggs)

Buenas noches
dije
al torcer el picaporte
y contestó
soñoliento
el delgado fantasma
de tu ausencia

Pensamientos nocturnos (msq)

pensamientos nocturnos
no te fíes de ellos
sale demasiado barato pensar pero

en ellos
estás tú?
además de las flores?
en tantos colores nocturnos
donde
los regalos pasan por las manos de todos

eh! eh? estás ahí ?


ni voz ni silencio

solo

pensamientos nocturnos.

La trama del revés (Helios Buira)

Quiero imaginar al destino como si fuese un trozo de tela, un paño.
Uno puede recorrer libremente la trama, los distintos hilos de ese tejido, por donde le de oportunidades su soberano arbitrio; ir, venir, repetir el trayecto cuantas veces quiera. Lo que jamás podrá hacer, es salirse de la tela. La salida, significa el final. Establece que se cumplió el ciclo de permanencia en el paño.
También imagino que esa tela dentro de la cual andamos tiene diferentes formatos, como también, que su hechura se corresponde con disímiles materiales, que la hacen suave, rugosa, áspera, delicada, o tersa, y por momentos se articulan esas texturas de modo que la trama adquiere un aspecto no uniforme semejante a un continente en el cual sabemos que existen todas las cosas posibles, en todas las formas posibles, desde la más bella flor hasta el más horrendo y asqueroso bicho que uno pueda imaginar. Diferente de un jardín, cuidado, acomodado, donde uno elige un orden para mostrarlo dotado de hermosura.
Quiero imaginar que las distintas texturas de la trama, simbolizan la vida de las personas que transitan por los incomparables ornatos de su resultado. Como cuando observo detenidamente el dibujo de mis dígitos, esa huella que no es un argumento policiaco, sino que me dice que esa línea interminable me recorre, a la vez que me diferencia diciéndome que no se repite jamás, en ninguna otra persona que habita en el planeta.
El hondo, complejo y misterioso interrogante, es indagar para saber si esa tela, ese paño, se nos ofrece ya creado, o lo vamos tejiendo en el acontecer de nuestra propia existencia.

Mi tío Jaime (Anabel)

Rodeaban el féretro y presentaban sus condolencias a la familia con una leve inclinación de cabeza. Primero los hombres, después las mujeres. Dos mujeres se colaron en la fila de los hombres como dos bolas blancas en un rosario de cuentas negras. La primera era menuda, rubia, con el pelo muy corto, de riguroso negro, impregnada de la sencillez con que las monjas seglares salpican a su alrededor. Al pasar junto al ataúd lo miró con ganas reprimidas de abrir la portezuela y ver a Jaime por última vez. Cuando pasó delante de mí, sus ojos buscaron los míos. Ojos azules, sinceros, tanto que puede ser que viera en ellos más de lo que debiera. La segunda era pequeña y con pelo corto también, pero morena y sus ropas lucían un toque mortecino de color. Orden y olor a limpio, señas inequívocas de maestra de escuela. Ella no reprimió sus ganas y, si bien no osó levantar la portezuela de la caja, fue la única persona que dejó un besó sobre la madera que envolvía a Jaime muy cerca de donde debía estar su boca unos centímetros más abajo.
Era un hombre de reducida estatura, pero no de reducido corazón y así lo recordaron el día de su entierro sus muchos amigos y las mujeres del pueblo que lo lloraban con sentimiento. A nadie parecía importarle su aspecto dejado y muy necesitado de un aseo, sólo a mi madre que nunca entendió su forma de vivir. Mi tío Jaime era alegre y feliz por naturaleza, lo recuerdo riendo constantemente con su voz aguda y sus diminutos ojos claros. La única vez que vi su semblante serio fue cuando vino a llevarse a la abuela Isabel de casa de mamá. Mi madre siempre cubrió la relación de mi tío y mi abuela con un absurdo manto de misterio.
Un recuerdo nítido como una foto en blanco y negro es el que guardo de mi abuela Isabel. En esa imagen aparece ella en primer plano con su encogida estatura, enjuta, bajo ropas negras por las que asoma cabello blanco y arrugadas manos. Ojos pequeños pero penetrantes, voz ronca, olor a humo y a gatos. Es curioso que tuviera tanto miedo al fuego y, sin embargo, siempre que la íbamos a visitar con mis hermanos estaba sentada frente al hogar, azuzando la llama y vigilando que no molestásemos a los gatos. A pesar de su débil complexión, saltaba las acequias con sorprendente agilidad hasta llegar al huerto de donde recogía verdura que daba a mi madre al grito de: “Tú no cruces que te caerás”. En esa foto, se encuentra en medio de la plaza del pueblo, plaza que sigue sin alquitranar, pueblo que sigue igual que cuando yo era niña: seco y polvoriento, viento y sol, Monegros. Antes de que comenzara la guerra civil se fue a París a trabajar. Parece ser que en una de las visitas al pueblo, conoció a mi abuelo, Eugenio, que era carretero. Decidió no volver a la capital francesa y dejó plantado a un parisino que la esperaba con honorables intenciones. Algunas veces, a la vera del fuego, siempre de frente por si alguna chispa traicionera prendía las ropas, nos leyó algún cuento o nos recitó poesías en francés. Que aquella abuelita hablara francés nos parecía a mis hermanos y a mí de lo más prodigioso.
Mi abuela se hizo todavía más mayor y mi madre consideró que ya no podía vivir en el pueblo en una casa tan grande, tan fría, al cuidado de mi tío Jaime, bastante tenía él con cuidarse a sí mismo. Hasta que encontrara una residencia, viviría con nosotros en un piso de tres habitaciones, con seis personas y un diminuto cuarto de baño. Lejos de su casa, de sus gallinas, de sus gatos y de su hogar, mi abuela perdía la cabeza. Se asomaba a la ventana y gritaba: “Pitas, pitas. ¿Les habrá dado de comer Jaime?” Hablaba con los locutores del telediario y les decía que eran muy mal educados porque hablaban sin haber pedido permiso. Únicamente recobraba la cordura para ganar a mi padre al guiñote: no se le pasaba ni un triunfo por muchas partidas que llevara jugadas. La llamita de la caldera o el fuego de la encimera de la cocina le ponían muy nerviosa; había que vigilarla para que no los apagara con agua o dándoles con un trapo. Su pánico al fuego venía porque la bisabuela se quemó con una brizna de la hoguera que saltó a sus sayas y, para cuando se dio cuenta, ya estaba envuelta en llamas. La sacaron a la calle y la tiraron al suelo para cubrirla de nieve, pero todo fue en vano.
Un día, llegó mi tío Jaime y dijo que se la llevaba, que, mientras él viviera, su madre no iba a ninguna residencia. Y así fue. Al regresar al pueblo recobró la cordura, el enrojecimiento de la piel, al volver a estar tan cerca del hogar, el olor a gatos y a humo. Jaime tenía idéntico aspecto y talante que su madre: la misma complexión, ojos finos y penetrantes, alegres, independientes y despreocupados de las cosas que ellos consideraban poco importantes. Vivieron casi siempre juntos y sintieron adoración el uno por el otro.
La barra de un bar, unas tapas y una caña no son el acompañamiento más idóneo para descubrir secretos familiares, pero debía ser el momento de conocerlos y mi hermana se encargó de transmitírmelos. Gracias a lo cual no me sorprendí al leer las lápidas del cementerio. Jaime yacería al lado del nicho de su hermano mayor Eugenio Pano Prad y compartiría nicho, no había más huecos, y lápida con su madre: Isabel Prad Pascual y Jaime Prad Pascual. “Eugenio murió en abril de hace cinco años; mamá murió en abril de hace dieciséis y hoy es 17 de abril”, dijo mi madre con un escalofrío en la voz. Miré hacia atrás mientras el cura terminaba su oración buscando a las dos mujeres de la iglesia, pero no las localicé.
Isabel se quedó viuda tras la guerra con tres niños: Eugenio, el mayor, y Antonio y Lourdes, los mellizos. Entre Eugenio y los mellizos, nació una niña que se llamó Teresa, pero murió dos días después de la festividad de San Jorge, el 23 de abril, de un corte de digestión, según cuenta mi madre, con tan sólo dos añitos de edad. A mi abuelo Eugenio se lo llevó la tuberculosis y dejó a la abuela en condiciones económicas muy precarias, en un mísero pueblo y en una sórdida posguerra. Una mujer valiente y decidida, que se ganaba la vida fregando en casas ricas para sacar adelante a sus tres hijos. Me cuesta mucho figurarme cuando el embarazo de Isabel, la viuda, se hiciera patente. Mi abuela nunca desveló la identidad del padre y Jaime fue acogido como el hermano menor adoptando los apellidos de su madre. Entre tanta desgracia e infortunio, atisbo a una mujer diferente de la que me había imaginado durante muchos años. Abandona el perfil plano, continuo de mujer fuerte y trabajadora, dedicada a sus hijos y a una existencia gris, triste, llena de escasez. Aparecen vericuetos, entresijos amorosos, deseos, sentimientos pasionales en un cuerpo en el que no fui capaz de situarlos nunca. Veo una Isabel dueña de su vida, dispuesta a seguirla disfrutando contra viento y marea. Y, por supuesto, a acarrear las consecuencias de sus actos.
Vi a las vecinas enjuagar sus lágrimas y oí a mi madre exclamar: “Era tan pequeñita mamá que su osario cabe perfectamente en el fondo del nicho. ¡Qué vergüenza! Deberían haber hecho más nichos.” La miro y la veo tan encogida como a la abuela Isabel, pero ella no ha heredado su decisión ante la vida. Creo que es hora de preguntarle a mi madre, decirle que me cuente la historia de la abuela Isabel, la verdadera, sin pudor, sin cobardía.
“Lourdes, hay que ver qué se hace con los perros, que tiene cinco y una recién parida”. Jaime ha dejado unos cuantos cabos sin atar y nos va a costar solucionarlos. Su desidia para las cosas materiales no se deslizó al plano espiritual: me consta que fue muy querido. Volví a mirar a ver si las veía, pero debieron pensar que el cementerio era para los más íntimos. Me hubiera gustado hablar con ellas, estoy segura de que hubieran debido estar con él hasta el último momento.

El cielo protector (msq)

en la ciudad prohibida
imaginé un cielo
desde todos los ángulos
desde todas las sombras cornucupias
en una copa de tafetán
soñé los átomos de la verdad
lejos de garfios nefastos
lejos de arroyos erectos
en una mesa de pino
había una mano abandonada
que decía la verdad
en una rueca
un mechón blanco de esperanza
desde todos los ángulos
desde las sombras
y al pié de una página
observaciones
que hacen elevar el cuello

El gemelo (Nacho)

Sentado tras una mesa de oficina de veteados marrones, crema y negros, bolígrafo en ristre y auricular en la oreja, gorgotea estentóreas risotadas el Martín; martín-martín, conocido entre el personal. Torcido el gesto, barba albina, mandíbula cuadrada y brevemente enjuta lidia con los “reclienteados”; este es el dominio de Martín (martín). Levanto la vista, como impulsada por un resorte ante tamaña la risotada.

—Claro señora…por supuesto…si, si…de regalo si quiere voy yo, que estoy solterito como usted— Recibo entrecortada y ronca de algo más que tabaco la carcajada, quebrando el aire. Risa de muerto, me digo.

—Hola, ¿cómo estás Castellano? —el Castellano que al llegar se sitúa junto al Martín cloquea, yergue los codos y realiza un bailecito absurdo y simpaticón. Rezongan esputos de picadura la risa de Martín; risa de muerto, me reafirmo, y continúa la parodia en la mesa, en la hilera de teléfonos que distan doce palmos y balda travesera, bajo las brumas de neón.

Ya somos tres. Nos disponemos a contar las mismas verdades a medias de todos los días, concertando citas, alargando por teléfono las cuotas de antiguos clientes con nuevos libros, pintando un mundo de soles amarillos, nubes blancas y casitas de madera de las que salen volutas de humo: un mundo feliz. Me preparo. Índice y anular hacen su propio trabajo entre los catálogos de mi cartera, antaño funda de portátil. Las rodillas brincan con suaves golpecitos espasmódicos. ¿Qué habrá de ser ahora? El tiempo pasa y el caos se reinventa un orden de papeles y cartones satinados. Al teléfono me encuentro con un cliente que no quiere lo que ya se le vendió, dando marcha atrás, como un peatón aventurado detrás del carril de aceleración. No me la mandes, me vuelvo a mi país en tres días, me dice aquel puertorriqueño. ¿Cuántas veces habré de oír la misma cantinela? El mismo escudo, semejante a sí mismo siempre el pretexto. Hago acopio de fuerzas y vuelvo a la carga, quizás con más suerte el siguiente, no recuerdo las veces que habré repetido el organigrama de la entrevista, la toma de contacto, la explicación –inventada a veces- de las obras, tirando el cierre con viveza y disimulo, todo el esfuerzo baldío tras una insípida hoja de incidencias: El cliente lo rechaza en la entrega. Doscientos euros menos de comisión: otro día tirado a la papelera.

La agresividad es la clave, me dice Martín, no puedes hacer que el cliente se sienta cómodo y que pueda rechazar lo que le estás ofreciendo, has de crear ilusión y un punto tenso que se resuelve tras la firma, no vendes libros, te vendes a ti mismo. Harto ando de la misma cantinela; opino que cada cual es libre de comprar lo que quiera, que es una buena exposición al cliente lo que hace comprender a éste lo importante que resulta la cultura, hinchada por la editorial.

Los resultados en el último mes constatan que me equivoco, y que el Martín tiene razón, que la gente es tan estúpida como uno mismo, que se guía por impulsos. Nadie se levanta un día y dice “hoy está soleado, me voy a comprar una enciclopedia para los estudios de mis hijos”. Con esta frase en mente y el maletín colgando del hombro, me dirijo hacia la casa de un posible “palomo”. Trato de estar concienciado, recordar todos los posibles argumentos; dos visitas, un pedido, dos visitas un pedido, me repito.

A las cinco de la tarde me encuentro delante de una casa formidable. Al tocar el timbre me cercioro de lo pretendidamente lujosa de la construcción. En el porche, a la vista, un mercedes antiguo. La señora de la casa, una escultural morena de labios carnosos, me recibe en bata. La veo caminar a través del jardín y siento vértigo.

—Buenos días, venía del grupo Bersac, por lo del concurso escolar que hizo su hijo Gabriel —Digo, y sonrío. Me mira de arriba a abajo, con una toalla en la cabeza que me hace pensar en ese cuerpo tibio en la ducha, enjabonado con parsimonia. Trato de poner cara de póquer y ella me hace pasar a través de la puerta de la cancela sin promediar palabra. Al acceder al interior de la vivienda observo, pasado el zócalo de piedra, un amplio recibidor que da al salón. Unas manitas ingenuas se frotan dentro de mi pensamiento a la vista del plúteo vacío. La palma fina y blanquecina de su extremidad me indica el sofá salpicado con paños de hilo en cabecera y brazos. Me siento y espero mientras ella camina con garbo hacia el fondo de un angosto corredor. La imaginación se me dispara y de repente tengo la boca seca, me cuesta tragar saliva. Para mayor confusión, la mujer vuelve con un vestido ajustado de satén murmurando apenas una disculpa por la espera. Se sienta con una de las piernas recogidas enfrentando su mirada a la mía. No puedo hacerme la idea de que esta mujer tenga un hijo de doce años. Trato de coger aliento y olvidarme de lo peculiar de la situación.

—Bueno venía por lo del curso escolar como le decía antes. Pertenezco al grupo Bersac y nos estamos preocupando por el fracaso escolar que en España cada vez es más acusado, sobre todo en extranjeros que vienen aquí a estudiar —la camisa se empapa de sudor por la espalda, aún así continuo, poniendo ojitos de cordero degollado—: De lo que se trata es de un pequeño tes que venimos haciendo a los padres para lograr ver las expectativas que se tienen en torno a la educación de los hijos.

—¿Quieres un vasito de agua? —me dice con mirada de cachorra.

—Si, si es usted tan amable…—Cuando se vuelve por mi cabeza exudan ideas libidinosas de todo tipo: con ella en la cama, en el bidé, contra el armario. Cruzo las piernas para evitar que la incipiente erección se haga evidente. Al momento llega ella con un vaso de agua entre sus anillados dedos, brillantes, al punto de tintineo.

—Toma —me dice, y yo agarro el vaso tratando de acariciar su mano de forma descuidada. Apenas un suspiro al rozar su piel, bebo con ansia y digo el gracias ceremonial.

— Bien ahí va la primera pregunta ¿Conoce el índice de fracaso que existe en España? — Un malogrado gallo me sale al final de la frase, pero ella, Manuela por lo que he podido constatar en la ficha, lo pasa por alto, incluso yo me doy cuenta que se me olvida decir que me refiero al fracaso escolar, pero es tarde.

—Creo que es muy alto —me dice mientras sus labios insinúan una duda—. Creo que es por las relaciones familiares: los maridos engañan a sus mujeres y luego vienen las consecuencias…—la noto algo cabreada pero tranquila.

—No, no, perdone, me refería al fracaso escolar —apostillo.

—Va, eso no me interesa ni los más mínimo, Gabriel es inteligente. Además, el chico es el hijo del primer matrimonio de mi marido —Me quedo desarmado. Sé que me va a resultar imposible venderle ninguna enciclopedia escolar, aunque continúo:

—Bien, bien, ¿tienen ustedes material didáctico en casa? —digo mientras simulo escribir algo en la encuesta.

—Ya te digo, el chico va a un colegio privado y a clases particulares —me dice con desdén. Algo en mi interior sabe que Manuela sabía perfectamente a que venía yo. Cruza las piernas con descaro y se acaricia distraídamente el hombro, con lo que se le resbala uno de los tirantes de su vestido, dejando parte de su seno al descubierto, que no trata de tapar. En ese momento me veo haciéndole el amor encima del sillón. Soy consciente de mis espectativas y resisto un poco más. Finalizo saltándome algunas preguntas y me dirijo directamente al final de la encuesta.

—¿Tiene verdadero interés en que su hijo estudie? —disparo a bocajarro.

—El único interés que tengo ahora mismo es tomarme un güisqui y tirarme al guapo vendedor de libros que tengo enfrente mía — Descruzo las piernas dejando ver lo que llevaba oculto a través de toda la entrevista y espero.

—¿No dices nada? — Me pregunta con seguridad.

—Si ¿Dónde está ese güisqui? — Ahora si adelanto la mano y la meto por debajo de su vestido mientras me inclino a besarle el cuello, pero ella se levanta con suavidad y dice:

—Primero el trago…luego el otro, más dulce —y se dirige a lo que parece la cocina. Estoy mareado, la pasión me consume, siento que el miembro me estalla. El maletín y el resto de ganas de vender ese día quedan tirados por el suelo.

Al poco se presenta con la bebida en su mano ensortijada. está de pie, apoyada en una de las jamabas del portal que da al pasillo y me hace una seña con la cabeza. Me levanto de inmediato y cojo la mano que me tiende; como un borrego me dejo llevar hasta a su habitación.

Al despertarme por la mañana caigo en la cuenta que no estoy en mi cama, que lo que pasó no fue un sueño. Miro a la mujer, aún más bonita de lo que la recordaba y pienso en la enorme suerte que he tenido. Ruego a dios que se repita la experiencia, que no sea un escarceo sin mayores pretensiones. Me giro y veo mi foto sobre la mesilla, soy yo, pero en esta foto tengo barba.

Marcho sin despedirme, con la idea clara de que tendré que volver.

Como otras noches (Erick Strand)

Como otras noches
Aguardo a que la esposa duerma
Y la amante despierte
En el concierto síncrono
Y diastólico
En que elegí vivir
Latir en coordenadas diferentes
Antípodas de ser
Sístole sísmica
Arritmia amorosa
Murmullo
Rememoración
Mar
Muchísimo mar por medio
Capaz de marcar distancias
Tan enormes que hacen grande nuestro amor
El que prevalece a la tempestad del tiempo transcurrido
A la cuadrícula de escala uno cien mil de nuestro mapa
Al sabor del último beso que nos dimos
El que se queda en la boca si sabemos cerrar los ojos
Ése, amor mío, ese instante
Que no quieres olvidar ni yo tampoco
Ese coito de lenguas y abrazos
Ese entrarse por los ojos y anidar
Y regresar con cada temporada
Es el amor al que me refiero

Decrecen las sombras (Eva Maria Salinas)

Decrecen las sombras
a la luz de tu imagen
me acerco
y eres hombre
/piel/
/cabello/
/ojos/
alargo mis ansias
y te bebo
degusto tu aroma de un sorbo
y vos
inmóvil frente a mi
entregas el alma en poesía

Psicodrama: El Discurso (Kepa Uriberri)

Psicodrama: El Discurso
Psicodrama es la manifestación del verdadero intento por lograr la justicia, que el sujeto adquiere después de aceptar su terapia, y amar a su terapeuta, aceptar sus ideas, creerle perfecto, y desechar las fálsas ideas de otros cuando no corresponde. Psicodrama es aquello que por fin nos salva.
Discurso del Excelentísimo Señor Benefactor en el acto de San Juan de Tuculcura
Compatriotas y compatriotas:
Nos reune el destino sacrosanto hoy, en este acto solemne, casi como un designio que nos recuerda la heroica gesta del doce de mayo, que liberó a nuestro pueblo sacrificado, de la oligarquía y del dominio extranjero, de las gentes del norte, que ni siquiera fornica en nuestro idioma, y que bastardizaron hasta la vergüenza a nuestro pueblo.
Con la dignidad recuperada, y nuestros emblemas patrios, multicolores, lavados con la sangre derramada de nuestros compatriotas, alzamos la frente en este acto para decir que si hoy nuestro pueblo es menos libre, es, en cambio, más digno, que si nuestro orgulloso pueblo hoy es más pobre, al menos no es explotado, y que si trabaja más que antes, ahora lo hace para su gobierno, y no para la oligarquía internacional, ni para los intereses imperialistas. Hoy la cosecha no alcanza para alimentar a nuestros pobres, que mueren por miles en los campos y la maquila, pero no se venden al imperio por una botella de bourbon, ni por una mujer rubia por una noche.
La riqueza de nuestro suelo, que hoy arañamos con nuestras manos rotas, y el esfuerzo de nuestro espinazo partido, se destina al bienestar del pueblo, que trabaja cantando con alegría. Que se lanza a la mar océana en busca de un futuro en la pesca, aunque ésta se los trague en aguas internacionales. Pero su mirada brilla serena. Nos han querido robar, los pisaverde del imperialismo, nuestra nacionalidad, nuestra dignidad, nuestra música y nuestra alegría. ¿Que han logrado?: ¡Nada!. Ésos, hoy también fornican en otro idioma, no el de sus padres. Viven al amparo del aire acondicionado, en blandas camas pagadas por los enemigos del pueblo, para intentar desprestigiar a este benefactor y a su gobierno popular. ¡Sepan que no lo lograrán jamás!.
Hay quienes creen que la patria se vende en billetes verdes. Yo les digo que más temprano que tarde serán derrotados el imperio y sus lamebotas. Volverá entonces a beberse ron y el pan sabrá más dulce. El pobre de nuestra tierra mirará el horizonte más allá del mar y dirá con el pecho lleno de orgullo que la banana de nuestro suelo se vende allende los mares, con el nombre de nuestros próceres patrios grabados en ella. Que nuestros minerales, fruto del trabajo de nuestro amado pueblo, se vende más allá de toda frontera, para beneficio de la nación toda. Se habrá requerido para ello del pronunciamiento de este prócer, la historia agradecerá a este hombre, y su pueblo amará su generosidad. Habrán sucumbido los enemigos de la nación a la férrea voluntad de éste gobierno protector, pues los señores sinvergüenzas de las derechas ya no podrán comer los pulmones de nuestros pobres, los inútiles de las izquierdas habrán fracasado en sus utopías, las ambigüedades del centro habrán dejado de cantar loas al poder, y este hombre fuerte, que hoy les habla, habrá constituido la viga sólida de salvación de su pueblo. ¡Mueran los liberales!, ¡Mueran los conservadores!, ¡Mueran los radicales!, ¡Mueran los progresistas!, ¡Mueran los izquierdistas!, ¡Muera la derecha!, ¡Muera la fronda y la gironda!, ¡Mueran los iconoclastas y los iconodulos!, ¡Mueran los extremistas!, ¡Mueran los moderados!, ¡Mueran los indecisos, y los audaces!, ¡Muera la oligarquía y la plutocracia!, ¡Mueran los tecnócratas!, ¡Muera la aristocracia y la falsa nobleza!, ¡Muera la revolución y el inmovilismo!, ¡Mueran las religiones y la teocracia!, ¡Malditos los revoltosos, y los falsos ideólogos!, ¡Malditos los que escriben y los que cantan!, ¡Malditos los que callan y tienen miedo!, ¡Malditos los ciclistas que torturan a las mujeres de faldas cortas!, ¡Malditos los bailarines de cabaret!, ¡Malditos los cafetines donde se reunen a conspirar, y los salones de té donde se sientan las viejas perfumadas!. ¡Malditos todos ellos, bastardos de los imperios, y de los intereses foráneos!.
Compatriotas: ¡Vivan las fuerzas vivas de la nación!, ¡Viva los que aquí nos reunimos!, ¡Viva los que hemos barrido con los otros!, ¡Viva los que amamos la patria, y respetamos sus emblemas!, ¡Por siempre vivan nuestros próceres, y quienes protegemos a nuestro pueblo de la maledicencia y la bastardización!... ¡Viva!. Es por eso amados compatriotas y compatriotas, que este hombre probo que les habla, atado al yugo del servicio a su pueblo, ha aceptado el sacrificio supremo del gobierno de la nación, para beneficio de ustedes, para castigo de sus enemigos, para jolgorio de su pueblo, y por voluntad del eterno, que desde el infinito mira con ojos dulces, la alegría de esta nación escogida predilecta, desde que el visionario prócer y Capitán General, primer Dictador Supremo Excelentísimo Don Wenceslaff O'Suthenberg Martínez, clavó la bandera multicolor en el centro de la Plaza de los Constituyentes, el diez y seis de noviembre del glorioso año de nuestra independencia. Defenderemos sus principios y los nuestros, pues para ello fuimos escogidos por la mano amorosa de nuestra querida patria, y de su amado pueblo. ¡El triunfo de nuestra revolución nos hará libres!.

sábado, 14 de abril de 2007

La otra conferencia (Kepa Uriberri)

Ya se cumple un año, casi, de mi salida a aquella primera y desastrosa conferencia a la que fui invitado y me llevó por primera vez a Madrid. Aunque no quisiera no puedo dejar de recordar a esa mujer, preciosa por lo demás y a qué decir, con más garbo aún que hermosura y bueno es reconocerlo, con más desprecio que garbo, que me dijo: "¡Ala! Que te coges aquel bus que te deja en la plaza Colón. Son unas pocas calles; luego te vas preguntando a la gente que veas mejor vestida, que ya la conocerán". Este año al menos sé donde está La Taberna del Alabardero y sé que las veintitantas cuadras desde la Plaza de Colón no son pocas, pero, iluso, decidí sentirme madrileño, talvez por el olvido; o peor: Por audacia. Decidí irme en metro. Había visto la estación Colón y allá cerca de la taberna la estación Ópera. Sólo era cosa de combinar la línea cuatro con la cinco y viajar cuatro estaciones al sur. Esta vez venía preparado, de corbata y traje elegante. Así subí al metro, confiado y alegre en Colón.
Lo extraño comenzó cuando en vez de llegar a la estación Alonso Martínez me encuentro en Serrano. Ignorante y dudoso me quedé en el carro: "Será la siguiente", me dije. Nada: La siguiente fue Velázquez y la otra Goya. Entonces me bajé y quise pasar al otro andén para devolverme, convencido que había tomado el sentido contrario. Por alguna razón que no me era del todo clara, me parecía que el sentido de retorno que había tomado no era del todo inverso al anterior. De hecho cuando se detuvo el tren en la estación siguiente, era muy distinta a las que había estado. Una joven a mi lado me miraba curiosa, como si supiera que me hallaba perdido. Le pregunté el nombre de la estación: "Príncipe de Vergara" me dijo y la música de esa "g" suave de las españolas me recorrió eléctrica desde el oído hasta el vientre y la imagen de su lengua sobre los dientes en la "c" de las españolas me clavó su rostro y la sonrisa de sus ojos moros, en la memoria. "Pero... ¿como llego a Alonso Martínez?" dije. "Pues nada" me contestó, "que sigue usté hasta Ópera y ahí combina al norte por la cinco". "¿Cómo?" me sorprendí; "si yo iba a Ópera, pero al revés... ¿Por qué...?" dije desorientado y me volvió mi propia imagen de hace un año cuando recordaba a los provincianos perdidos en la estación del tren con sus maletas de hule desvencijadas, cuando salí del aeropuerto de Barajas. Volví a cantarme entonces:
«Ahí van los huasos(*)
con su animal
luciendo ricos aperos
y mancos corraleros
que atajan bien»
Otra vez estaba tan perdido y me sentía tan provinciano como esos huasos.
Habíamos llegado a la siguiente estación y la joven se bajó, agitando su bolso rojo. Mientras descendía me dijo: "Cuatro estaciones más y ya está". Su sonrisa era preciosa.
Mientras se alejaba me metí la mano al bolsillo para sacar el papel donde había anotado los datos de mi contacto y la dirección precisa de la Taberna del Alabardero. Miré el papel manuscrito y decía "Ventura Rodríguez 13.45 salida oriente. La Taberna cierra los lunes". Se parecía a mi propia letra, pero no era lo que yo había escrito. Di vueltas el manuscrito pensando que quizás eso era un apunte de alguna idea para escribir, pero del otro lado no había nada. Me registré todos los otros bolsillos pensando que me había equivocado de papel, pero no tenía ningún otro. Ahora sí, me sentí perdido. El tren se detuvo por cuarta vez; ¿o era sólo por tercera?. Di un salto y me bajé, me sentía desorientado. Como perdido salí de la estación y la plaza Isabel II no estaba al norponiente sino al sur y la Calle del Arenal al otro lado. Entonces me di cuenta que la estación era Sol y la Plaza Puerta del Sol y estaba de nuevo perdido: ¿Donde me había bajado?. Me volví a meter al metro mientras me reprochaba que eran tres y no cuatro las estaciones pasadas. Otra vez entre encrucijadas y andenes, bajadas y portales me subí a un tren equivocado, o en la dirección equivocada de modo que la estación siguiente no fue Ópera sino Callao. Me pregunté si no habría andado sólo dos estaciones desde que se bajó la joven del bolso rojo y decidí seguir. Miré la hora: Era la una y treinta y dos minutos.
El tren se detuvo. "¿Qué estación es esta?" pregunté a un pasajero que recién abordaba. "Plaza de España" me dijo hosco. "¿Y la que viene?" repuse. "¡Qué va!. Ventura Rodríguez y luego San Bernardo y después Moncloa" dijo casi furioso. "Gracias" murmuré y recordé el manuscrito en mi bolsillo. Metí la mano, lo saqué y leí otra vez: "Ventura Rodríguez 13.45 salida oriente. La Taberna cierra los lunes". Miré de nuevo la hora: trece treinta y ocho. A penas abrió las puertas me bajé. Me di cuenta que estaba asustado, o que sentía vértigos. Busqué la salida del oriente y subí. Después de algunos minutos la vi aparecer. Tal como decía el manuscrito hallado en mi bolsillo eran las trece y curenta y cinco minutos y estaba en la estación Ventura Rodríguez, por la salida oriente.
Era la misma joven. Casi me parecía ver su lengua entre los dientes blancos diciendo "Prín«c»ipe de Ver«g»ara" mientras sus ojos moros sonreían coquetos. La aborde pensando "¡A la cresta la conferencia, la literatura, la editorial y los críticos!" le dije: "No nos podíamos separar sin antes encontrarnos, al menos una vez". Estoy seguro que no me reconoció, pues me azotó con su bolso rojo y me gritó: "¡Apártate de mí, pervertido hijo de puta!", y llamó a la policía. El policía me pidió que me identificara. Le alargué mi pasaporte y le dije: "Soy el escritor Iñaki Irizarri. Estoy en Madrid para dar una conferencia privada en La Taberna del Alabardero". El policía me miró de arriba a abajo y me respondió: "¡Pues yo seré el poeta Vila-Matas, señor...!" y leyó mi pasaporte: "Señor José Malgrite, y lo voy a detener por agresión y faltas a la moral".
Mientras se alejaba, la joven me dijo "Sólo hay espacio para sueños rotos en el Metro de Madrid". Entonces la reconocí: Era la chica del alfanje, la boricua que había estropeado hace un año mi conferencia. Lo había vuelto a hacer y su acento castizo era falso, otra vez.

Sueños de ganapán (Nacho)

Hay un olor que nunca calma
la brisa se lleva en vorágine el río
llevo en mi alma un sudor, frío
venga en mi ánimo un volcán vacío
y un súbito sueño que pesa una salma

Adelante jinetes correturnos,
no descansemos en la mañana
agua templada en palangana
el reloj corre y su rueda se engrana
moneda falsa, guardacuños

Pesa mi sombra sobre albero
arrastrando tan pesada carga
cuando veo a mi compañero
mi imagen, mi espejo, mi adarga,
rojizo también, el peón en el tablero.

Guerra guerrero de guerrillas
buscando suave labor inane
para ganar cuatro pesetillas
continuar bajo desmanes
sabor acre y a pes(c)adilla.

Debajo de la cama (Anabel)

Lo que me rodea huele a limpio.
Es aquello por lo que durante tanto tiempo luché, que tanto tardé en conseguir, en mantener. Cada cosa en su sitio, sin cabida para algarabías imprevistas, ni gestos altisonantes. Familia bien avenida, matrimonio pulcro, hijos independientes. Los armarios ordenados, los cajones recogidos, las papeleras vaciadas de lo inservible. Merodeo por cada habitación y cada rincón buscando qué lustrar, qué organizar.
Todo está bien.
Hay un lugar por el que no me asomo desde hace mucho. Me arrodillo y miró un poco temerosa de encontrar algo más que polvo y borra. Un bulto grande, en medio del hueco de debajo de mi cama, aparece donde ya no debía haber nada. “¿Aún estás ahí?”, exclamo sin poder contenerme. Estaba convencida de que ya te habías ido, de que ya me habías abandonado, de que ya no tenía sentido que permanecieras escondido. Alargo la mano y te toco, me estremezco. Te agarro por tu brazo y te estiró hacia el borde de la cama; con las dos manos te saco completamente fuera. Estás cubierto de una fina capa de polvo que sacudo rápidamente.
Tienes los ojos tan azules todavía.
Tus carnosos labios entreabiertos, dispuestos, como la última vez que nos vimos, a decirme “ven conmigo, déjalo todo; sólo yo te puedo amar así”. Tu pecho fornido y levemente velludo, atlético torso en el que tantas veces me perdí; brazos fuertes que defienden de posibles dragones cotidianos; pene erecto, decidido a proporcionar un placer infinito; piernas largas y bien formadas, capaces de correr grandes distancias por un amor, un amor imposible. Enredo mis dedos en tu pelo ondulado que te empeñas en engominar, con lo que me gustan tus suaves rizos libres y sueltos. Mi corazón me pide a gritos lo que mi cabeza me niega: sé que no puede ser, pero te deseo de una manera tan irreal que todo es posible.
Estás tan vivo.
No puedo reprimirlo más. Comienzo a besarte con desespero, empiezas a susurrarme “no te vayas, déjalo todo” y me aventuro en tu cuerpo en busca de las razones que casi impidieron que te abandonara. Y las encuentro todas y cada una de ellas, y las acaricio, y las bebo…
Me olvido de en dónde estoy, de quién soy.
Tras el orgasmo, me rindo sobre la cama unos segundos en los que sólo oigo mi respiración entrecortada. Mi lengua se pasea por unos labios que no han sido besados. Se escapan las lágrimas. Me pongo bocabajo y aporreo con los puños la inocente almohada.

Resistiendo (Eva Maria Salinas)

Donde aguardar tu velero
donde abandonar la esperanza
Donde existe el espacio en que quedarme
amarrada a tu lado
tomada de tu brazo
mirándote despacio
amante y enamorada
b e b i e n d o t e

Mientras llueve (msq)

atrapados
en el pormenor del rizo cenobio
a los grilletes del monje poético
aprieta tanto que
se parte la esfera del reloj de pulsera
y al frente
unas como alas esquizoides
no pueden
son solo formas del paramento
antiguos yesos que hacen de las suyas

me están complicando la vida explicada
mientras un obús la simplifica
ese que no califica
los puñales deberían llevar campanilla
para que sonaran
las muchachas una flor de algodón
besada en lunares rojos

los cocineros acodados en el mármol
miran tu lengua en la boca
tu receta
no le gustan tus juegos
antes y después de comer
dentro
en la caverna de oscuro carminoso
el hambre huye dos veces
una porque huye otra
porque va detrás del más atrás

mientras llueve tiernamente
sobre el pan de los pájaros hay
medusas abisales que asoman el hocico
y barcos lentos largos viciados
inmutables con su lejana trenza de humo
no tienen ficha
en la tabla escalar de velocidades
discursos ignotos
imágenes
pegadas al interior de los baúles

El vestido (Sara Tege)

Cuando se la llevaron, Mara seguía pensando que lo que menos quería era casarse con Simón.
Lo había estudiado de reojo con su mirada de niña, el día que sus padres se lo presentaron. Era demasiado obeso para caminar junto a su pequeño cuerpecito por las Galerías de Miraflores. ¿ Qué iba a decir la gente? El saco apenas prendido debajo de ese vientre espeso, artificial, como el de un payaso de circo. Ella sabía que una de sus obligaciones después de la boda sería dormir con él, soportar caricias y otorgarlas. Imaginó su mano pasando sobre el conjunto de pelos que le asomaban en el pecho a través del cuello de la camisa y apretó la muñeca que le regalara su abuela contra sí. Lo único bueno que le encontró a Simón fueron los modales; pero al cabo de un rato, los interrumpieron estridentes carcajadas que brotaron desde el fondo de su garganta. ¿ Por qué la obligaban a casarse con ese hombre?
Durante semanas los sueños se trasformaron en insomnio y, al llegar la madrugada, las pupilas encendidas en la oscuridad, acompañaban la obsesión de interrumpir aquel casamiento. Habló con su madre, pero sus argumentos cayeron en saco roto . " El amor... querida Mara. Veinte años más que vos, ¡qué son veinte años! Sé lo que te digo: con el dinero que tiene, rápido consolará tu angustia."
Hizo intentos con su padre pero él, con el ceño fruncido, contestó que lejos estaba de ella, el poder de aquella decisión.
Los preparativos ocuparon por completo los días siguientes. Mara continuaba con los insomnios, comía poco y hablaba menos. Más de uno notó que sus nervios estaban algo desordenados. La madre solía encontrarla al lado de la ventana, con la vista perdida. "¿Qué mirás", le preguntaba. Ella contestaba siempre lo mismo: "¡Qué larga es la calle, madre, y en cuántos caminos se pierde".
Aquella tardecita de marzo, después de la última prueba, la modista prometió volver por la mañana a vestirla para la ceremonia. El vestido quedó sobre el sofá de la habitación. Blanco, vaporoso, inquietante.
La noche cayó serena. La luna picaba el espejo, desmembrándose en pálidos haces que irisaban el vestido. Mara lo miraba sin renunciar a su idea fija.
Nadie la escuchó bajar la escalera. Ni vieron la filosa sombra que deambuló por las maderas enceradas de la habitación. Tampoco, los cortes que destrozaron, junto a la lentitud de las horas, cada brote de encaje que se desprendía del vestido.
Dicen que cuando se la llevaron, sonreía como jamás había sonreído.

Poema sintético geométrico (msq)


la hija potenusa
separando los codos
aumenta la distancia
entre ángulos opuestos
si lo fueran
mientras la altura
no es media proporcional
pero le da igual