miércoles, 31 de octubre de 2007

El General y las natillas (Pilar A)

Yo no nací en Puigmoreno, pero siempre he lamentado no haberlo hecho, lo impidió la firme determinación de mi madre de no traerme al mundo en aquel secarral en medio de la nada.

Puigmoreno está grabado en mi memoria como un lugar mágico, romántico y salvaje; probablemente esa magia sólo existe en los meandros de mi imaginación infantil; porque lo que la realidad nos dice es que Puigmoreno estaba en medio de la nada, rodeado de tierras yermas, carreteras de polvo y barro y la leyenda de que por allí merodearon años atrás los maquis y que en cualquier momento pudieran volver a aparecer y acabarían por volarlo todo. Porque Puigmoreno no era más que unos cuantos barracones encalados, que guardaban centenares de bombas salvadas de la amarga guerra civil.

En aquel desolado paraje pasé los primeros cinco años de mi vida, entre barracones, soldados, una diminuta e inutilizada pista de aterrizaje y una acequia de riego que atravesaba el destacamento de norte a sur y que desaguaba en un balsa llena de mosquitos y de ranas que croaban y saltaban como si para ellas siempre fuera carnaval.

Yo no lo recuerdo, pero me contaba mi madre, que un día de diciembre de 1960 ocurrió algo inesperado, a media mañana, pasó por allí un coche negro, rodeado de motoristas, con el mismísimo Francisco Franco en su interior, y que paró y pidió agua. Y que el coche con el estandarte de capitán general a un lado y al otro la bandera roja y gualda agitándose en medio del frío del bajo Aragón, paró delante del barracón que era nuestra casa, y que Franco bebió agua en una copa de fino de cristal que le ofreció mi madre y que de esa copa nadie volvió beber jamás.

Me contaba mi madre que en el alféizar de la ventana había dejado unas natillas para que se enfriaran y que cuando el Generalísimo las vio, paró su paso, se las quedó mirando unos segundos, se volvió hacía mi madre que estaba paralizada y sin decir nada levantó la cabeza, siguió su camino y se metió en el Ford negro, que acompañado de sus motoristas desapareció rumbo a Teruel.

Ahora casi cincuenta años después, aquello sigue siendo un secarral, pero en los barracones en vez de haber bombas hay aperos de labranza y sacos de trigo. Lo cierto es que no es el primero que cuenta que algunas noches de invierno se ven sombras y se pueden escuchar susurros y hasta lamentaciones. La gente de los alrededores hace cábalas e inventa leyendas sobre heroicos maquis, fusiles y botas, cuando lo cierto, y bien segura estoy de ello, es que esas lamentaciones son las del mismísimo Francisco Franco buscando mis natillas.

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