miércoles, 28 de febrero de 2007

Ese amigo (Kepa Uriberri)

No estoy seguro si lo olvidé, o quizás no lo supe nunca, o si lo quise olvidar con toda intención. Sólo puedo decir que no lo recuerdo y que quizás ni es importante, así que le llamaré tan sólo "el amigo de Rubirosa" o "ese amigo". El mismo Rubirosa sólo lo llamaba "mi amigo". Él se sentaba siempre a su diestra, bajo aquel parrón de su casa donde se reunía la tertulia. Siempre lo recuerdo sacudiendo de sus hombros la caca de pajarito que ocasionalmente caía de las ramazones, o arrebatando de sus manos un racimo de uvas para lavarlo en la llave detrás de la columna.

Ese amigo casi nunca hablaba, y cuando lo hacía, la mayor parte de las veces contradecía a Rubirosa, o le pedía cuenta de sus actos o dichos. De este modo lograba, dentro de la tertulia, cierta simpatía ambigua entre los envidiosos que la frecuentaban moviéndose entre aguas. Era además frecuente verlo pelearse con la Carrascales, que en modo alguno le tenía simpatías, pero que tenía que entenderse siempre con él desde que este amigo permanecía a la diestra de Rubirosa ostentando cierta preeminencia.

Cuando Rubirosa fue detenido, y denigrado por la prensa, desapareció de la tertulia, tanto como todos los otros, pero con el tiempo todos comenzaron a volver. Ese amigo, sin embargo, fue el último, pero como siempre y según se debe, se había vuelto a instalar a la derecha del maestro y poco a poco volvía a sacudirle las cacas de jilguero y a lavarle las uvas. También solía llegar con regalos aparatosos aunque de escaso valor. Por eso me había extrañado que no quisiera participar cuando buscamos un abogado para que defendiera a Rubirosa y sólo dijo "Si lo hizo es necesario que pague su culpa" y se marginó.

Había quienes murmuraban, burlonamente, que rondaba en torno al maestro no por su influencia, ni por que lo admirara, y ni siquiera por respetarlo, aún cuando estaba atento a servirle vino, a preparar refrigerios para él, a cortar el queso y hacer rollitos de fiambre para el aperitivo; sino por la Carrascales, con la que reñía como una forma de castigarla por su preferencia por Rubirosa. Alguien contó, cierta vez, que había presenciado una odiosa discusión entre Rubirosa y este sujeto, en la que había intervenido Ályson, por supuesto a favor del maestro, a lo cual el amigo la había enfrentado amargamente preguntándole: "¿Tú, Alys, de parte de quien estás?". La Carrascales se habría burlado de él y le habría dicho que por supuesto estaba ahí por el maestro y no por nadie más. Me parece que esta anécdota la refirió Norman Gutiérrez, y a mi, que no estuve en todo caso presente en la ocasión que la relató Rubirosa, me la relató Rommel Miranda, quien creo que la oyó de Norman pues tampoco él la habría presenciado. Digo ésto, entonces, como un deber de veracidad ya que pudiera ser el caso que no hubiera ocurrido jamás, aunque tiendo a creer que es cierta por los antecedentes que he recogido y que tal vez aclaren la situación, o la pongan de manifiesto en el curso de este relato, aunque finalmente será un asunto más apreciativo que certero.

Por esa época fue que volvió Camille, la mujer de Rubirosa, de Avignon, donde se había enriquecido diseñando vestidos de novia y representando poetas y escritores de primer nivel. Cuando ella se fue sólo llevaba sus agujas de bordar y sus bastidores. Tal vez algún tisú. Estuvo una semana en París pero según dijo después: "No soporté el aroma de su glamour" y se estableció en Avignon en la esquina de la Rue De La Croix con la Rue De L'Oriflamme. Desde ahí gestionó una gran industria del punto cruz y el bolillo, del encaje y el canesú, además de buscar editor para las obras de Rubirosa, que ella misma tradujo a un mal francés, llenándolas de éxito, tanto en ese idioma como en castellano al cual siempre era necesario recurrir como referencia. El éxito con Rubirosa fue fructificando lentamente, de modo que hubo muchos valores jóvenes y promisorios que se acercaron a ella para que los representara, hasta que llegó a ser la principal manejadora de escritores de toda Europa. Con los años llegaría a aburrirse de tanto poeta postmoderno y tanto narrador de vanguardia, y huyó de Europa, supuestamente a Nueva York, con un poeta de estilo romántico que venía mejor con su sentido musical de la poesía.

Un once de mayo, cuando el sol atravesó por última vez, según dijo después Rubirosa, las desnudas ramazones del parrón de su patio de tertulias, terminó el mito de Camille y su poeta en Nueva York. Apareció en el recibidor de la casa llena de maletas, baules, paquetes y bultos de distintos tamaños y formas. Junto a un maniquí sin cabeza, y de ominoso busto, había un hombrecito de dudoso aspecto, que por lo apretados que tenía los labios contra los dientes, era sin lugar a dudas francés. "Et bien Honoré", dijo Camille mirando a su hombrecito "nous sommes chez nous". Luego, dejando el desorden de bultos y porquerías que traía, en el recibidor, salió al parrón de la tertulia comme une grand damme française y comenzó a repartir besos europeos a diestra y siniestra: "Comment allez vous?", "Merci bien", "Ou lala mon petit" "Quelle surprise!" y todo aquello. Rubirosa con gesto preocupado bajó a la Carrascales de su falda y la empujo con suavidad y decisión hasta entregarla a ese amigo, que aprovechó la instancia, no sin enrojecer ligeramente, de enlazarla por la cintura, a lo que Alyson se opuso tenaz, enterrando un taco de su borceguí en el zapato del desvergonzado. Rubirosa esperó de pie, con las manos enlazadas en su vientre y una tensa y temerosa sonrisa dibujada a la fuerza en sus ojos y labios. Camille abrazó con especial efusión a Chérchil, y antes que este reaccionara lo besó agresivamente en la boca, y luego mirando profundo a sus ojos sorprendidos le dijo: "¡Ah! no sabes cuanto esperé este momento. Tu ne sais pas!". Estoy seguro que todos evocamos la penosa escena cuando ella, antes de irse para siempre se sentó en las rodillas de Chérchil en un último gesto desesperado. Tal vez hoy hacía lo que hubiera querido hacer entonces.

Camille giró sobre la punta de su zapato y quedó enfrentando la tensa sonrisa de Rubirosa con la suya burlona. "¡Ya estoy aquí, querido!" dijo. Honoré, compungido, miraba a los contertulios arremolinados en torno a Camille desde su aspecto delicado, junto al umbral de la puerta de salida al parrón. "¿No estabas en Nueva York?" preguntó Rubirosa, y por primera vez supe que hasta los ídolos más grandes que uno llega a tener, aquellos que son para siempre nuestros maestros, para lo bueno, lo malo y lo ridículo, llega un momento en que nos dan pena. En ese momento los bajamos de su pedestal y se hacen entrañables. Ese momento mágico de Rubirosa se lo debo a esta llegada sorpresiva de Camille.

"¿Donde piensas quedarte?" preguntó Rubirosa con infinita ingenuidad. Pensé que era tan humano y frágil como mi hijo. Y me repetí interiormente la respuesta que ella iba dando llena de certeza, sin sorpresa: "Aquí. Ésta es mi casa. Nos instalaremos con Honoré en mi dormitorio, el de la ventana que visita el zorzal. ¿Aún lo hace? ¿Todavía va a pedir sus miguitas de galleta?". "Pero éso no es posible" dijo él. "Ése es mi dormitorio" alegó mirándonos a todos, como en busca de auxilio. "Te puedes instalar en la pieza de servicio" respondió Camille sin dejar de sonreir y agregó "El estudio lo ocupare para instalar mi taller como siempre". Rubirosa calló sin saber qué decir y la tertulia quedó congelada con este centro femenino que en un santiamén absorbió todas las energías. Poco a poco todos se despidieron y se fueron. Sólo quedó Camille y Honoré, Rubirosa y Alyson Carrascales, y ese amigo que aprovechaba de intentar asir los pechos respingones de la Carrascales por debajo de su axila.

Alyson protestó, mientras daba manotazos al amigo, para defender sus pechos, alegó que jamás dormiría en la pieza del servicio doméstico. "¿Acaso no eres un hombres que no me defiendes?" le gritó a Rubirosa que miraba desconcertado la situación. Camille aprovechó, mañosamente, ese desconcierto y agarrando a Honoré de un brazo flaco, tironeó su figura francesa y esmirriada de poeta pobre y lo plantó en medio de la escena. "Bueno" dijo, "ustedes ya conocen a Honoré, ¿cierto?" y lo arrastró de nuevo hacia la entrada del recibidor. "Vamos, ayúdame a desempacar" le dijo y desapareció llevando a Honoré como si fuera un perrito. El resto del universo quedó ahí congelado.

Ésto último, que no presencié, me lo relató la Carrascales, por lo que de modo alguno lo certifico, aunque corresponde con lo que había llegado a conocer a los personajes. Rubirosa en su relato lo calla.

La vida en común no era, para ambas parejas, nada cómoda. Camille había tomado posesión de la casa toda, ordenando, retirando alfombras poniendo tapices, colgando cuadros, comprando muebles de interior y terraza, y más, de modo que Rubirosa y la Carrascales habían quedado confinados a la pieza de servicio. En las tardes, a la hora habitual de la tertulia, Camille tomaba el lugar de honor que antes ocupara el maestro, y desde ahí atendía a los escritores, muchos de los cuales antes nunca fueron aceptados en estas sesiones casi íntimas, pero que eran representados por ella. Se podía decir que la tertulia había muerto y se había transformado en su hora de audiencias. Ahora Rubirosa se sentaba en un rincón con sus más íntimos y hablaban en voz baja, casi siempre de la nueva situación que Camille producía. El único que defendía la situación de la nueva cabecilla del parrón, desde la diestra, siempre, del maestro, era aquel amigo, que contradecía a la Carrascales. Los otros casi todos callaban. A veces Rommel Miranda, sentado en su piso de siempre, descolado, suelto y con telas de arañas, se llevaba sus finas manos como de mujer a la cara sorprendido de las expresiones de ese amigo que parecían defender algún mejor derecho de Camille: "Ella es una mujer y es más desvalida" decía el amigo. Rommel entonces, tapando su cara emitía unos gemiditos suaves y nerviosos, y se golpeaba luego ambos hombros alternativamente con la barbilla gruñendo gutural algo como "¡guok guok!".

Recuerdo bien que era viernes. Muchas veces uno se entristece por como la vida nos enfrenta y fustiga. Casi siempre sucede los viernes. Casi siempre le sucede a uno mismo, pero también otras veces le sucede a quienes queremos o admiramos y resulta mucho más triste cuando nos hace ver la fragilidad de quienes en algún aspecto nos resultan ejemplares cuando en otro cualquiera los reconocemos tan desvalidos.

Mi timbre eléctrico está irremisiblemente descompuesto, de modo que tengo una campanita atada a un cordel que tintinea al llamado de quienes me visitan. Esa campanita refleja el carácter o el ánimo de los visitantes. Cuando a veces, rara vez viene Rommel Miranda a casa, la campanita apenas si tintinea, en cambio Norman Gutiérrez la hace sonar largamente y con fuerza segura. Rubirosa tocaba en alguna forma tal que se descubría siempre su prudencia, su cariño, y su sabia humildad, sin que llegara a ser un sonido tímido en modo alguno. Sin embargo era tan característico que se sabía de inmediato cuando uno tenía visita del maestro. Esta vez, en cambio, sencillamente no oí para nada la campanilla. Casi por casualidad de repente percibí más en la emoción profunda que en la propia madera, el suavísimo golpe en mi puerta. Extrañado abrí la hoja de madera para encontrar la mirada casi mendicante de Rubirosa, y el gesto derrotado de la Carrascales. "No sabía a quien recurrir" dijo él.

Camille había tomado una sirvienta, que le era según habría dicho, completamente necesaria, "de manera que no los puedo seguir teniendo en mi casa" concluyó. Cualquier instancia fue inútil. Camille me recibió cordial, incluso me hizo sugerencias íntimas recordando locuras de otros tiempos idos, sin entender que la debilidad de un día no justifica la debilidad endémica. Honoré sólo se ruborizaba apretando los labios contra los dientes sin emitir palabra, por lo que llegué a compadecerlo. Ella no cedió un punto en su decisión de impedir que Rubirosa viviera dignamente en su propia casa. "Es su obligación darme un techo" dijo, pero agregó que ella no lo tendría ni un solo momento en su casa con esa amante. Tampoco fructificó la vía legal. Entre los testigos que Camille llevaba fue fundamental ese amigo de Rubirosa. Declaró contra el maestro y su testimonio fue hostil, ante la sorpresa de todos. Sólo el propio Rubirosa quiso entenderlo: "Está muy desorientado, es que Camille lo ha convencido siempre" dijo. No por eso lo perdonaron los demás. Rubirosa perdió, para siempre, su casa, y el parrón donde, con tanto cariño, nos acogía.

Desde entonces la tertulia se hacía en un barcito de la calle Francisco Bilbao, a unas cuadras de mi casa. El propietario era un lector compulsivo de grandes autores, a los que conocía de memoria. A veces se sentaba en nuestra mesa (Casi siempre) y en ocasiones discutía con Rubirosa sobre alguna obra del maestro. El propietario citaba un pasaje del maestro, y Rubirosa lo corregía. El propietario insistía, entonces Rubirosa decía con su sonrisa afable y casi paternal de siempre: "Pero si lo escribí yo". El propietario hacía un detente con la mano y partía a la buhardilla del bar donde tenía su oficina y habitación, y volvía con algún tomo de alguna edición ajada y amarilla de tiempo, de la obra en cuestión. "Aquí está" decía triunfal, y casi casi siempre tenía razón, aunque en todo caso a veces se equivocaba en una coma o una conjunción. A este bar tenía prohibida la entrada ese amigo. Pero Rubirosa siempre insistía en dejarlo participar. "Es mi amigo. Sólo tiene un defecto" y lo llamaba y lo instalaba a su diestra. Luego lo zamarreaba por el hombro con su mano fuerte de dedos doblados por el uso persistente de la Underwood, y le decía cientos de cosas que nadie oía con su gesto casi tierno y sin palabra alguna.

Muchos años después, cuando ya Rubirosa había dejado de hablar, y sólo se sentaba en la ventana del cuartito que le di en mi casa, a alimentar en su mano a los zorzales, que cagaron el alféizar hasta que cayó con estrépito lleno de mierda de pajarito, apareció un día ese amigo de Rubirosa en mi casa y no sé por qué lo dejé pasar a ver al maestro. Tal vez creí que podría alegrarle el día, o sacarlo de su mutismo pertinaz. Así fue.

Cuando vio al amigo, dejó de alimentar a los zorzales, y les lanzó las migas al patio. El amigo se sentó frente a Rubirosa que lo miró mucho rato a los ojos moviendo suavemente la cabeza, a veces de lado a lado casi imperceptiblemente; a veces de arriba abajo del mismo modo. Finalmente con los ojos húmedos dijo: "¿Por qué?". Su voz ya muy mermada y apagada por el desuso, tuvo el efecto de un disparo en el silencio sólo por su significado, después de tantos años que esa pregunta flotó proscrita cada vez que aquel amigo aparecía. Con algo de rubor y sujetando la certeza del gesto ese amigo dijo: "No es amigo el que te protege o te halaga, sino el que te favorece con su crítica, aunque brutal, y te golpea con fuerza, si es necesario, para corregirte. Yo te hice un favor".

Trazos en el tiempo (Nacho)

Se me perdió un día, martes, no tenía nada que hacer. Existían veinticuatro horas, ochenta seis mil cuatrocientos minutos, en los que nada pude hacer para superar la barrera del tiempo, enfrascado como estaba en vivir sin pensar y pensando en como vivir, tal vez en momentos distintos.

La programación de la tele, a veces, es mi guía. El lunes echan Prison break, el martes House, el jueves Mujeres desesperadas, el viernes La película y en fin de semana la programación es tan variada que a ninguno de los días se parece. Si, era miércoles, no un miércoles señalado como podía haber sido el miércoles de ceniza o el miércoles de partido extraordinario de fútbol, que no veo nunca pero del que siempre me termino enterando. A las nueve de la noche esperaba a mi médico favorito, gruñón, obstinado, sobresaliente, listo como pocos, ácido, mordaz y brutalmente sincero. A las nueve alguien me dijo que se me perdió un día y busqué en mis bolsillos; esperaba ver la serie, el doctor desmedido y procaz, y no está, y se que he perdido un día. Habrá a quien le resulte difícil creer que alguien pueda regir su vida por los programas televisivos, hay que estar allí, en la situación y no juzgar, cuando uno está sin trabajo aparente se puede entender.

Escribo, rompo, leo, juego a que vivo. Es posible que si estuviera viendo todo el día la televisión no me quedaran juicios que emitir, pues ya lo harían ellos por mí. Es duro llegar a pensar que el que sólo espera un programa a lo largo del día, a aquel que no le interesa lo que ha de ser en el receptor el resto del tiempo, espera un programa, una ilusión de niño y se le haya perdido un día. ¿Dónde está, señores, mi día? Ustedes me lo han robado, se perdió entre las búsquedas de trabajo, los escritos poco convincentes, el estudio, el parchís, los cafés que duran horas, el destartalado pensamiento, la frugal comida y la copiosa cena. Me siento delante del ordenador con ganas de escribir y sin apenas nada que decir, sin fuerza, sin pasión, desubicado. Los cuadros de la pared me miran impertinentes, sin prisa ni gloria, he perdido un calcetín, me sobra una coma, y estoy seguro que se me escurrió un pensamiento por el lavabo a punto de partir, y mientras he perdido un día que nadie me ha sustraído. Podría decir que la vida pasa, como el poeta podría escribir los versos más tristes y no lo hizo e imaginó algo mejor, inolvidable, sabréis porque lo digo.

En el momento que me toca escribo desaliñado y mi aspecto no lo corrobora, las palabras se pierden en la curva, corrijo y encarrilo mi pensamiento ¿qué estupidez no? A veces es conveniente perder un día, equivocarse, escribir de deshecho, promediar monotonía, soltar la regencia, estirar neuronas y hacer crujir sus axones con dentritas, como el que entrelaza los dedos obligándolos a detenerse en los nudillos mientras estos chasquean. “Tenía un día tonto” decía aquel médico en una ocasión, había pedido un tac para toda la sala de maternidad, qué sinvergüenza, tic tic tic.

Me pregunto donde se hallará mi día, “he perdido cuatro minutos de mi vida, quiero que me los devuelva” gritaba aquel viejo a Apu para terminar diciendo “da igual, los hubiera desaprovechado de todas maneras”. Cuánto talento desaprovechado, en cuatro minutos uno puede escribir versos inolvidables, hacer el amor con prisas pero también con ganas, acariciar al gato con parsimonia, dar dos sorbos al café y disfrutar del silencio, vaciar una cubeta de pescado, aullar a la luna llena con brío, apaciguar el alma.

Nueve minutos es la media de lo que se tarda en fumar un cigarro, que dicen que quita diez minutos de vida, alguien le robó al cigarro su minuto de gloria. La obesidad quita veinte años –eso dicen-, y el trabajo ocho horas al día. La vida está hecha de momentos, no seré el primero que lo diga. Quien me lea puede observar conceptos, signos de demagogia, salpicados con el recelo de saberes aislados y descontextualizados, todo para llegar al famoso “el tiempo es relativo”, tic, tac, tic, tac, mi día se ha perdido, quiero que me lo devuelvan.

Volar un 14 de febrero (Erick Strand)

Observo con lentitud pasmosa

Mi profundo retroceso

Ida hacia la nada

Viaje con retraso

Equipaje perdido

Boleto extraviado

Aeródromo desconocido

Pasajero en lista de espera

Taxi en atasco que no llegará

No llegará

Salen sin mí

Otros vuelan y yo en tierra

Que es como decir

Enterrado

Esperando germinar

Hacer brotar hojas

Convertirlas en alas

Y poder por fin

Ser de aire

Un día

tal cual hoy

Muñeco de trapo (Nacho)

Sentado en el ascensor, me pregunto mecánicamente cómo pudo ser un grupo “un pingüino en mi ascensor” o cómo puede haber una situación tan extraña como “una cabra en un garaje”. Entre el decimosegundo piso y el decimotercero. Mi compañera de supuesto infortunio es una dama con falda de tubo hasta las rodillas –lo primero en que me he fijado cuando subió; a dónde le llega la falda, claro-, una blusa vaporosa con encajes ribeteados en el abotonado semiabierto, que me descubre en qué situaciones más insospechadas prevalece el instinto. La chaquetilla que cubre parcialmente los lados de esta especie de camisa sexy, se abre y se cierra con el soplo de aire que produce la carpetilla que, a modo de abanico, levanta las puntas rizadas de su caballera negra y sedosa, tironeando del fleco presto al escote. Pienso: un pingüino, nada de erecciones, un pingüino y una cabra, tres mil doscientas cuarenta y tres especies de animales, la declaración de la renta que he ido a hacer, eso es. Los zapatos, ui, las medias, no puede ser; la castración de los eunucos en el antiguo Egipto, ser profesor de historia debe servir de algo. La reunión de profesores, no, no, me acuerdo de Marta, la sexy bajita y morenita de filosofía. Hace tres meses que nada de nada, no me puede estar ocurriendo esto, pero me pasa por lelo, me lo he buscado. Levanto la rodilla izquierda y dejo que el bulto se pelee con los vaqueros y la pierna. La chica parece que nota mi mirada lasciva, la retiro como si estuviera muy interesado en el suelo de goma con protuberancias redondas; muy decorativo, si señor. Me habla:

-Es raro ¿verdad?, esto, ¿a qué piso iba?- me pregunta. Me siento estúpido, no le puedo decir que me bajaba en el tercero, y que me quedé sólo por verla un rato más, no había prisa, tenía permiso del colegio. Podía considerarlo una suerte, pero no sé que hacer.

-En realidad iba al último -digo mirándola fugazmente para volver la vista al suelo.

-A la planta quince, que suerte, ¿a qué departamento iba? -dice con interés.

-Para ser sincero –me siento el más falso del planeta- tenía intención de ver a un amigo –digo mientras invento mentalmente un nombre.

-¿Si? qué bien ¿cómo se llama?, a lo mejor lo conozco -Dios, con esas gafitas apaisadas, ese aspecto intelectual, concéntrate Juan.

-Raúl –miento, a sabiendas de que no lo conocerá.

-¿El de mantenimiento? –pregunta con una sonrisa. La miro francamente y estoy dispuesto a ser honrado, me va a pillar.

-¿De mantenimiento? me dijo que era director ejecutivo- ella se ríe con ganas, pero no dice nada más. Está preciosa, no tendría ninguna posibilidad con una chica así, pienso.

-Usted trabaja allí ¿verdad? -ella asiente. Yo continúo:- Iba a hacer la declaración, pero al final no me quedó claro en qué piso está.

-La administración está en el tercero, el decimotercero es para gestión de multas- Me alecciona. Su blusa sigue abierta, no hace nada para cubrirse, la sonrisa plantada frente a mí me la hace imaginar en la situación, levantándole la falda con la mano derecha, agarrándola con la izquierda por la cintura, haciéndole el amor allí mismo contra el ascensor. Se quita la chaqueta y menciona el calor que hace allí. Al diablo el pingüino, la cabra y la declaración, esto no le pasa a los mortales, no a mí: Tengo que intentar algo. ¿Qué le digo, dios? Se levanta y mira algo inquieta alrededor, como si pensara que el de mantenimiento acudirá más rápido porque ella esté de pie. Entrelazo las manos y las apoyo en el muslo, cubro como puedo mi vergüenza. Finalmente se dirige a mí con voz suave y dice:

-Qué situación más interesante ¿nunca se había imaginado una situación así? –sus ojos por encima de la montura de las gafas me atraviesan.

-¿A qué se refiere? –digo absurdamente a la defensiva.

-Pues atrapado con una mujer, en un ascensor, ya sabe…-el apéndice parece que me va a reventar en el pantalón. No digo nada, sólo la miro con intensidad. Pienso que se asustará, pero no retira la suya. Me levanto como un autómata, ella se queda quieta, enfrentándome, con su precioso pelo cayendo sobre los hombros, los labios brillantes de carmín rojo pasión, la falda de tubo negra de la que salen las medias con sus hermosas piernas largas. Mis brazos caen sobre mis muslos y siento mi mano derecha pesada sobre la pierna, la izquierda también la siento flácida, a plomo, palpitante, percibo la sangre como una corriente descendente hacia los nudillos, en la superficie el dorso. Me acerco, su mirar silencioso me excita. Mi visión se vuelve dispersa, los latidos cadenciosos palpitan en mis sienes. Un grito interrumpe mi avance. Desde abajo, una voz, que debe ser la del técnico de mantenimiento, nos dice que no nos acerquemos a las puertas. El ascensor está a punto de entrar en funcionamiento, le paso la mano por el pelo, veo sus mejillas aún encendidas, coge un papel y un bolígrafo, apunta un teléfono.

-Toma –dice, sin añadir nada más.

-¿Es el teléfono de tu casa? – le pregunto.

-No, el de la oficina –el ascensor sube y se para en la quince.

-¿Por qué el de la oficina? –pregunto mientras abre la puerta, y se vuelve.

-Mañana a la misma hora en el ascensor -Dice descarada con sonrisa traviesa.

-¿Cuál es tu nombre?- mis palabras se pierden cuando el ascensor se cierra. Me parece oír de fondo “Susana”. No sé que diablos voy a decir en el colegio, pero mañana estoy aquí así me echen y se acabe con mi carrera.

Bragas blancas (Anabel Consejo)

Apoyada en la ventana de la cocina, saboreaba el momento café del día, sosteniendo el tazón con las dos manos como si pesara varios kilos. El cielo no estaba despejado, panzas grises lo cubrían. “Tal vez llueva, mejor”. Estaba siendo una primavera muy calurosa; una lluvia torrencial, rápida, aliviaría el calor y dejaría un fresco olor a tierra mojada. Vio una carretilla con rastrojos a un lado de la plaza. El jardinero debía haber comenzado. En la última reunión de vecinos se acordó contratar una empresa de jardinería para solucionar la selva virgen que había invadido los parterres de la plaza comunitaria. Él salió de detrás del seto que acababa de podar. Desde su segundo piso, María pudo observar que era un hombre joven y moreno. Pelo espeso y ensortijado. Brazos musculados que se escapaban de la presión de las mangas de la camiseta sucia y sudada. Botas de militar remataban unos pantalones llenos de bolsillos de donde asomaban alguna herramienta y un pañuelo. Se agachó a recoger unas ramas y dejó su culo en una perspectiva perfecta para la contemplación a la que María se entregó. Siguió observándolo durante un buen rato, mientras le cortaba las alas a la vegetación del gran parterre de la izquierda. Había dejado un jardincillo limpio y despejado, había dado una forma perfectamente esférica al arbusto, antes amorfo. Secó su frente con el pañuelo de su pantalón, salpicado con manchas de tierra y hierba. Bragas blancas manchadas de tierra y hierba que había que limpiar antes de echarlas al saco de la ropa sucia para que mamá no sospechara. Absorbió su café lentamente, relamiéndose los recuerdos calientes. Suspiró. Rascó su pecho. Tocó su pezón, duro. Tocó el otro, también. Sonrió, abrochó la bata y se apartó de la ventana.

Los niños habían dejado la cocina hecha un asco. Ese era el primer frente que solucionar de la mañana, luego, las habitaciones, el comedor, la ropa sucia para lavar, la limpia para plegar y la seca para planchar. Rutina matinal. Después, la compra y la comida y vuelta a empezar hasta la cena. Rutina diaria.

Cerró las ventanas de los dormitorios. Ahora, estaba en la jardinera más cercana al portal de María. Podía ver las gotas de sudor resbalar por sus bíceps al tiempo que accionaba una enorme tijera. Repetía los movimientos con destreza y fuerza, rítmicamente. Volvió a abrirse la bata. Se acarició suavemente. “Estoy loca, me van a ver todos”. Ahogó sus ganas haciendo camas e imaginando que las deshacía con el podador de arbustos.

Calcetines, calzoncillos, camisetas de deporte, todo tirado por el suelo de los baños. Salió a la galería de la cocina a dejar la ropa y no quiso reprimirse: se asomó. Estaba más cerca todavía, se quitaba los guantes y repasaba visualmente su trabajo para darlo por bueno. Manos grandes, intimidatorias. “Ideales para un cuerpo a cuerpo”. En su ensimismamiento, se le cayó al suelo el suavizante. El jardinero volvió la cabeza y la vio retirarse atropelladamente hacia el interior.

Se lavó la cara con agua fría, retirándose la melena hacia atrás. Miró los ojos que se reflejaban. Ojos color miel con sacarina, apagados, rodeados de incipientes arruguitas, de trocitos de tiempo adheridos a su piel aún blanca. ¿En qué se parecían a los de hacía diez años? Ya no tenían la misma potencia, ya no reían ilusionados ante la vida que se les presentaba. Ya no, porque ya la conocían. “¿De qué sirve mortificarse?” Recogió su pelo en un moño con una pinza y se dispuso a terminar las faenas antes de ir al súper.

“Ya está la pesada de Toñi incordiando como cada mañana”. Con cara de pocos amigos abrió la puerta.

- Buenos días, perdone que le moleste. Me han dicho que usted tiene las llaves de la caja del riego.

Su primer impulso fue esconderse detrás de la tenue bata.

- ¡Ah, sí! Las llaves –lo dejó en la puerta y se dirigió al mueble de la entrada donde pensaba que su marido debía haberlas puesto-. Supongo que están aquí, las cosas de la comunidad las dejamos siempre en este cajón.

Rebuscaba sin ver, sin saber qué removía. Cayó en la cuenta de que la bata que la cubría era la más vieja, que transparentaba la única prenda que llevaba debajo: unas bragas blancas. Sintió que toda su piel se tintaba de rojo.

- ¿Las necesitas ahora? Es que no las encuentro –dijo azorada y se volvió para quedarse frente a él, rendida ante la evidencia.

La estaba mirando como ella lo había hecho momentos antes. Una leve sonrisa dejaba entrever unos dientes que aún parecían más blancos en contraste con la piel morena. Los ojos brillantes, fijos en sus pechos. La amplia frente rezumaba sudor. Los brazos colgaban a los lados de un torso amplio y fornido. Olía a tierra mojada. Diez años de matrimonio y un leve gesto en el cinturón de su bata pasaron por los dedos de María.

Cuando Juan regresó se encontró la comida sin hacer y a su mujer, mucho más guapa de lo habitual, que lavaba la tierra y las hierbas de unas bragas blancas.

Apuntes para servir el té (Eve Gil)

Para Ana García Bergua

128 años. Es el lapso propuesto por Virginia Wolf, en 1928, a través de Un cuarto propio, para que las escritoras alcancen la emancipación que les permita crear sin sobresaltos. No se refería concretamente a la conquista de un cuarto propio (algo que sigue resultando complicado, particularmente para las que somos casadas y con hijos), sino al hecho de superar el afán de lamentarnos a través de la escritura, es decir, rebasar el predominio del “yo” y “(…) la aridez que proyecta su sombra, como la del haya gigante. Nada puede crecer ahí.” Han transcurrido, al momento en que escribo esto en un café, casi ochenta años, es decir, faltan más de treinta para recapitular la profecía de Virginia, sin embargo me he permitido adelantarme un poco, sólo un poco.

De entrada haré hincapié en que hasta hace muy poco ninguna autora había continuado la discusión iniciada por Virginia sobre un cuarto propio, quizá porque tendemos a ser ingratas con las mujeres que nos han abierto camino hacia un espacio personal, aislado de nuestras obligaciones laborales y domésticas; un espacio exclusivo para pensar, para meditar, para crear, lejos de preocupaciones mundanas y muñecas olvidadas. Asumimos como natural y legítima la posesión de ese espacio, de ese tiempo, por fugaz que sea, por más que Virginia nos demuestre que hasta hace muy poco las mujeres no tenían acceso ni siquiera a eso. Quien de alguna manera continúa la discusión de Virginia, aunque saltándose la importancia del cacareado cuarto (ya volveremos a ello más tarde) es una escritora septuagenaria de nombre Elizabeth Costello, de nacionalidad australiana, que, como sin duda hubiera sido el caso de la propia Virginia de llegar a vieja, es contundente y sólida en sus convicciones, y esa convicción puede llevarla a ser impertinente… y como veremos no es lo mismo ser impertinente a los treinta y pocos que a los sesenta y muchos (lo que en un viejo es sabiduría, en una vieja es necedad, secuela de la menopausia). Hubiera sido, sí, insoportable, permitiéndose opinar sobre temas delicados, fastidiosos, incitadores de controversia, como la literatura escrita por mujeres, la importancia de una literatura autóctona, los derechos elementales de los animales, la prioridad de la cultura griega sobre la cristiana, etcétera. Elizabeth Costello nunca menciona haber echado en falta un espacio propio, pero su actitud, sus desplantes, son ni más ni menos los de una escritora ansiosa de reclusión, de silencio, de separación de un mundo que si bien aplaude y devora sus novelas (en ese orden), deplora su heterodoxa visión de los temas capitales, porque heterodoxa es necesariamente la visión de toda mujer, de toda vieja. Como mujer, como mujer anciana, suponen algunos, su hijo entre ellos (que la ama, que la odia… ¡qué más da!) debiera, como Greta Garbo, retirarse dignamente de los reflectores y guardarse sus molestas opiniones… y sin embargo es requerida una y otra vez para hablar justamente de esos temas que incomodan, que joden, que hacen sudar a sus escuchas, y ella se complace en contrariar al respetable, compuesto en su mayoría de jovencitos sabihondos con ínfulas de críticos literarios, infantes terribles que la mafia literaria adopta como mascotas y francotiradores pero decidida a no dejar de ser ella, a nunca dejar de hablar por ella, desde ella. A estas alturas, por cierto, está harta de que se le cuestione el haber reivindicado a Molly Bloom, el más célebre personaje femenino de Joyce, a través de su novela La casa de Eccles Street:

-(…) La idea de que Joyce había dado a conocer en aquel capítulo la verdadera voz de lo femenino y todo eso –le dice a la Costello, durante una entrevista radiofónica, la talentosa pero muy petulante Susan Moebius – (…) Y empecé a pensar en otras mujeres que creíamos que habían recibido su voz de escritores varones, en aras de su liberación, pero en última instancia solamente para servir a una filosofía masculina. Pienso sobre todo en las mujeres de D.H Lawrence, pero si uno va más allá puede incluir a Tess D’ Urbevilles y a Ana Karenina, por nombrar solamente a dos. Es una cuestión muy amplia, pero me pregunto si querrá usted decir algo al respecto. No solamente sobre Marion Bloom y las demás, sino también sobre el proyecto de reclamar las vidas de las mujeres en general.

A lo que Elizabeth responde lo que hubiera respondido Virginia, seguro que abriendo mucho los ojos:

-(…) para ser justos, los hombres también tendrían que rescatar a Heathcliff y a los Rochester de los estereotipos románticos, por no hablar del viejo y acartonado Casaubon. Sería un espectáculo magnífico (Elizabeth Costello, p. 22 y 23).

Elizabeth Costello se burla despiadadamente del anquilosamiento de cierto pensamiento feminista, precisamente frente a una petrificada feminista (por cierto, mucho más joven que la propia Costello, y más prejuiciosa también: más parecida a Saint Beuve que a Simone de Beauvoir) del mismo modo que ironiza sobre el provincianismo ante un escritor africano que furibundo reclama el derecho de los escritores africanos a escribir como tales (¿quién se lo impide, por Dios?), es decir, obedeciendo a una tradición oral por encima de la tradición literaria… o del marketing. Lo que, presiento, Elizabeth no expresa con la intención de fastidiar a alguien, es la comparación que establece entre los animales que desfilan rumbo al matadero y los judíos de los campos de exterminio. Apasionada defensora de los derechos de los animales, no parece considerar la posibilidad de alguien del público se sienta insultado ante semejante comparación; alguien que ha olvidado que para Hitler los judíos eran menos que animales. Finalmente, Elizabeth Costello (a quien invariablemente se le menciona junto a Christa Wolf y Doris Lessing) no ha conquistado un cuarto propio: como muchas de nosotras recurre aún al armazón de la ironía para esquivar las generalizaciones absurdas que suelen encajarse como dardos en el bajo vientre. Como “mujer-que-escribe” ha de lidiar de continuo con la cuestión de la feminidad y la masculinidad de sus personajes… ¿quién cuestiona a un escritor varón por elegir como narrador a un hombre o a una mujer? ¿A quién diablos le importa eso tratándose de un escritor? (a menos, claro, que siendo heterosexual decida darle voz a un homosexual, por ejemplo) Cuando una mujer, Costello en este caso, elige un personaje creado por otro autor, los críticos no lo llaman “homenaje” sino, como el propio hijo de la autora señala, “afán de medirse con los clásicos”. Y “los clásicos”, huelga decir, son todos varones (nadie piensa en Cristina de Pizan, Aphra Behn o George Eliot, contemporáneas respectivamente de Dante, Shakespeare y Dickens). ¿Por qué una mujer que retoma a Molly Bloom necesariamente querría pontificar acerca del derecho a la libertad sexual de las mujeres? ¿Y si todo lo que quería era divertirse? ¿Realmente Elizabeth Costello tiene por propósito crear consciencia cuando, como dice Susan Moebius, extrae del ámbito doméstico a una real gata en celo como Molly Bloom, con la que por cierto se han identificado mucho más hombres que mujeres? (yo, por ejemplo, me parezco más a Stephen Dedalus). ¿Cómo es que siendo recalcitrante feminista la Moebius, deplore el afán de autoironizarse de Elizabeth?: “Como máximo podría aceptarlo de un hombre, pero no de una mujer. Una mujer no necesita llevar esa armadura” (las cursivas son mías): ¿Estás segura, mi querida Susan? ¿Acaso la ironía es un arte exclusivamente masculino o, más bien, un arte cultivado por los oprimidos para narrarse sin resultar patéticos?

Pero el más implacable juez de Elizabeth es John Bernard, su hijo. El mismo a quien la Moebius ha seducido ¿feministamente? en un ascensor para obtener información sobre la mujer que dice admirar pero en realidad, envidia. El perpetuo lloriqueo del edípico Johnny nos hace ver hasta qué punto las mujeres, más que ganarnos el famoso cuarto, lo hemos tenido que sitiar… y no hablo de una estancia amueblada y cómoda, pues para Virginia el cuarto propio era una metáfora de la independencia económica de la mujer. Hablo de una forma de estar, de acceder al mundo, a la soledad sin culpas; hablo de un derecho a escribir sin tener que estar rindiendo cuentas de por qué preferimos un narrador masculino a uno femenino, o por qué nos tomamos el atrevimiento de reescribir a un personaje de Joyce o de Nabokov o de Dante; lo empleo también como metáfora de ya no sentirnos agobiadas de culpa por el tiempo que le arrebatamos a nuestros hijos para consagrarlo a la escritura; hablo concretamente de un cuarto propio para la escritora que es madre y esposa y puede alternar las tres facetas sin sentir que viola alguna ley divina:

“Esta mujer –diría (John Bernard) si tuviera que hablar-, en cuyas palabras confiáis como si fuera la sibila, es la misma persona que hace cuarenta años se escondía día tras día en su habitación alquilada de Hampstead, llorando a solas. Por las noches salía a las calles neblinosas para comprar el pescado frito con patatas del que se alimentaba y luego se quedaba dormida sin desvestirse. Es la misma mujer que después caminaba furiosa por la casa de Melbourne, con el pelo alborotado, y les gritaba a sus hijos: “¡Me estáis matando! ¡Me estás arrancado la piel a tiras!” (p. 38).

¿Cuánto se ha ganado en el terreno de la escritura (que no literatura) femenina desde Judith, la hipotética gemela de Shakespeare que, siendo idénticamente talentosa a su hermano termina suicidándose? La conquista material, es decir, la posibilidad de costearnos el famoso cuarto, no nos libera del fardo que dejamos fuera… y no me refiero a los hijos, sino a una sociedad incapaz de tolerar la neurosis de una escritora cuando sí comprende, incluso venera, la de un escritor. Salvo Carson McCullers, no conozco algún caso en que el comprensivo esposo retira a los niños de la sagrada puerta de la madre que escribe. Los escritores siempre tendrán a mano una señora comprensiva y enamorada que regañe a los hijos llorones que claman por el caballito (su padre); que amen lavar y planchar las camisas del hombre de letras y hasta se la beban, a ver si se les pega algo, y procuren mantener caliente la sopita del susodicho para cuando se decida dejar la reclusión, loco de hambre. Una madre recluida será siempre recordada con rencor, con enojo, no así el padre virtualmente ausente.

Hasta aquí, espero haberles hecho creer que Elizabeth Costello es una persona real, heredera de Virginia Wolf. Yo misma lo creí a pesar de que, de antemano, sabía que se trataba de un personaje ficticio, salido de la pluma de un varón, J.M Coetzee, Premio Nóbel de Literatura 2003. Este hecho, naturalmente, la mueve a una a recelar: ¿Qué es lo que trata de decirme el profesor Coetzee con todo esto? ¿Qué su heroína, probablemente suma de muchas escritoras que conoce, que incluso se sentirán aludidas, es una vieja neurótica, necia y pesada?... ¿O que los necios son quienes insisten en ver a Elizabeth Costello como una vieja ridícula? ¿Hasta qué punto (y he aquí lo más inquietante del asunto) podría exclamar Coetzee: “I’m Elizabeth Costello”?

Elizabeth Costello, para empezar, critica un ámbito intelectual dominado por hombres. Critica, sobre todo, las actitudes de ciertos intelectuales y se horroriza de sí misma cuando se descubre participante de las escaramuzas de aquellos a quienes menosprecia (que no desprecia pues en cierto modo admira a estos hombres). Nuevamente pienso en Virginia, quien a través de varios textos (pienso principalmente en Orlando, que pudiera ser leída como una demoledora crítica al medio intelectual londinense de su tiempo) nos legó un fresco literario de la podredumbre de las almas de ciertos hombres y mujeres llamados “artistas”. El poeta isabelino, Nick Greene, el mismo a quien en Un cuarto propio visualiza como el principal verdugo de la vocación artística de Judy Shakespeare, pareciera ser la suma de toda esa estulticia disfrazada de sapiencia en la que se sumerge el artista cuando sucumbe al elogio unánime, a la gloria fabricada por los dioses de este mundo, trampa en la que difícilmente caería una mujer artista dado que a ella le está vedada la gloria terrenal (¡y qué bueno!); una artista, una escritora, puede darse de santos si esos mismos críticos, en realidad coronadores de plebeyos, le brindan algún consejo para depurar su técnica, y aluden a su encanto, a su feminidad ingeniosa o a su audacia para narrar desde el punto de vista masculino (esto será visto casi siempre como el mayor logro de cualesquier autora: deslindarse de su ser femenino); o el máximo elogio para una escritora: escribe como hombre. Si ser escritora fuera lo mismo que ser escritor, no se escribirán reseñas con títulos tan burdos como La buena, la mala y la fea, donde la buena será la que obediente acate las normas que para ella han dispuesto los mini dioses; la mala, quien abiertamente se pasa por las partes pudendas dichas normas y se arroga el derecho de pensar lo que le plazca, y la fea la que va todavía más allá al exhibir un nivel de sabiduría y experimentación al que ninguno de los gurúes antedichos se había atrevido[1]: a las mujeres se nos prohíbe ser precursoras, y sin embargo ahí están, para fastidio de los críticos y académicos machistas, Ann Radcliffe, Mary Shelley, Emily Brontë, Madame de Stael, Fernán Caballero y Susan Sontag, entre muchas también muy feas.

Pero digámoslo mejor con palabras de Virginia Wolf, Vicky la fea, la más fea de todas:

“(…) si el genio, divino como es y adorable, suele alojarse en las envolturas más sórdidas y a veces, ¡ay de mí!, devora las otras facultades, de suerte que donde la Mente es mayor, el Corazón, los Sentidos, la Grandeza del Alma, la Caridad, la Tolerancia, la Buena Voluntad, y el resto casi no pueden respirar. De ahí la alta opinión que tienen de sí mismos los poetas; de ahí la tan baja que tienen de otros; de ahí las enemistades, injurias, envidias y epigramas que los atarean continuamente; de ahí la rapidez con que los reparten, de ahí su rapacidad para exigir simpatía; todo esto, lo diremos en voz baja, para que los intelectuales no se enteren, hace que servir el té sea un ejercicio más problemático, y en verdad, más arduo que lo que suele suponerse. A esto se añade (volvamos a bajar la voz para que las mujeres no se enteren) un secretito que los hombres comparten; Lord Chesterfield se lo confió a su hijo bajo el más estricto secreto: “Las mujeres no son más que niñas grandes… El hombre inteligente sólo se distrae con ellas, juega con ellas, procura no contradecirlas y la adula.” Como los niños invariablemente oyen lo que no deben y a veces llegan a ser grandes, el secreto se ha divulgado y la ceremonia de servir el té es curiosísima (Orlando, 147).

En tiempos de Doña Virginia, los hombres eran un bando y las mujeres otro. Imposible visualizar como intelectual a una señora. En español, incluso, se creó un apelativo para aquellas que presumían de serlo: marisabidilla. Pero… ¿acaso ha cambiado la cosa? ¿No es demasiado evidente que a Lizzie Costello, por ejemplo, se le ve como una curiosity más que como una verdadera intelectual? La diferencia entre Elizabeth y Virginia es que aquella no tiene que dirigirse a un público compuesto por señoras abanicándose, pero… ¿qué podemos decir de los señores que la escuchan con anticipado y franco escepticismo? No, definitivamente Elizabeth es considerada una novelista pero de modo alguno una intelectual. Ella, por su lado, no tiene una buena opinión de esa especie humana que ha dado en autodenominarse intelectuales, como veremos en este pensamiento que le inspira un antiguo amante africano con quien coincide en un barco:

“Cuando ella lo conoció todavía podía llamarse a sí mismo escritor de fama honorable. Ahora se gana la vida hablando. Sus libros existen como credenciales y nada más. Puede que sea un colega de la farándula, pero ya no es un colega escritor. Está en el circuito de las conferencias por dinero, así como por otras recompensas. Por ejemplo, el sexo (…)” (p. 60 y 61)

Elizabeth Costello llega a ser vista como una especie de monstruo de tres cabezas, particularmente por no callarse pensamientos como el anterior. Coetzee la hace reflexionar acerca de algo y posteriormente la deja expresar verbalmente sus pensamientos, e invariablemente la reacción a su alrededor será de espanto, ¡cruz, cruz!, porque es una mujer, una vieja que no sabe guardarse sus opiniones. Es decir: Elizabeth Costello se rehusa a hacer de tonta y esa es una imperdonable falta de etiqueta femenina. Justamente esa es la más amarga queja que se lee en el Diario de Virginia Woolf: el escepticismo que sus comentarios suscita entre sus interlocutores varones; el intercambio de miradas colmado de una confusa mezcla de asombro, sarcasmo e indignación. La estupidez de un varón es socialmente más tolerable que una exhibición de genio femenino (…) “Así pues, mientras los hombres, los intelectuales en este caso, se han mofado y se siguen mofando de nosotras y las mujeres hemos desarrollado una visión crítica respecto a las actitudes misóginas y machistas, así como de la desesperada necesidad de ciertos varones por reafirmar lo que ellos tienen por masculinidad.

¿Se burla Coetzee de las escritoras ancianas? Ciertamente no, aunque no se burla tampoco de los interlocutores de la Costello. Ella es una mujer inmersa en un mundo diseñado y regido por varones, que sencillamente no se siente cómoda ahí y no porque no lo comprenda, antes bien, comprende demasiado, y justo por eso preferiría estar en otra parte. Coetzee podrá no simpatizar con su heroína, podrá no sentir la mínima ternura hacia ella (no la siente), pero la entiende. Quizá porque en el fondo no es tanta la diferencia entre una escritora ermitaña y un escritor ermitaño. “(…) no hay nada más humanamente hermoso que los pechos de una mujer –escribe Elizabeth a su hermana monja-. Nada más humanamente hermoso, más humanamente misterioso que la razón por la cual los hombres quieren acariciar sin cesar, con pinceles, cinceles o manos estas bolsas de grasa extrañamente curvadas, y nada más humanamente atractivo que nuestra complicidad (me refiero a la complicidad de las mujeres) con su obsesión.”

Presupuesto (Miguel Sanchez)


Se salvan los signos

por ser signos

y las esferas por esferas

muerte de la sustancia triangular

a trompicones

abre y cierra varias veces sucesivas la noche

como prueba

unas piernas acabadas en tacón

corren

blancas y lunáticas

queda condenada la geometría desconocida

esto es un pecado

esto es una calamidad

este es mi hermano hecho objeto

por lejano

muerte de las patas traseras en las tardes

como si encerrando un viaje

no diera el largo

solo queda el plano aborigen de la música

de allí podría nacer

redención de hojas que acaban en punta

asistencia a las lenguas

que pasan hambre.



miércoles, 14 de febrero de 2007

La casa



Me gustaba aquella casa

que seguía levantándose sola

a propósito del yeso y las piedras

sin pensar en otros

motivos más líricos

por ejemplo

y a pesar de que los ejemplos los puso todos mi maestro

sostener la enredadera

los trepadores insectos

las umbrías grietas donde pende un huevo de araña

levantándose sola

copiándose a ella misma

insistiendo

contra la presión atmosférica

ignorante del principio de Arquímedes

de la mierda, de los polvos rosas, del merengue,

solo el recuerdo de esos arcos

que solo darían ahora paso al fantasma

del hombre elefante

me gustaba y me gusta

aunque solo sea para incordiar

y esas alfombras verdes volantes no identificadas

imposibles a la genuflexión

y variados olores vegetales

que no están en la enciclopedia del perfume


Miguel Sanchez

Los trofeos

1.

La mesa del salón es de madera maciza, un rectángulo longitudinal que va de un extremo del salón de trofeos al otro. Los extremos de la mesa marcan también mi campo de visión, no logro ver mucho más allá de los extremos de la mesa, si veo, en cambio, a mis compañeros de la pared de enfrente. Siempre los mismos rostros, las mismas miradas vacías y los mismos temas de conversación:

– Creo que hoy celebran un banquete -.
– Lástima que tenga seca la boca, no podré escupir en sus platos.

2.

Un día vino un señor y se me quedó mirando fijamente. Lo hacía de una manera completamente impune. Era como si estuviera viendo a la mismísima muerte enjaulada en un zoo, lejos del alcance de su guadaña pero lo suficientemente cerca como para poder darse cuenta de las grietas de su rostro y el vacío infinito de sus ojos.

3.

Lo peor es cuando vuelves a ver a tu cazador. Lo cazarías tú a él, pero no eres más que una cabeza cortada clavada a una pared.


Alexqk

Tres minutos y treinta y seis segundos (mi cenicero bajito)

Tengo un cenicero, un cenicero bajito, cuando fumo las cenizas se esparcen por igual, es mi cenicero bajito. A veces, cuando las mujeres se enmarañan en distribuir las compras que han traído del supermercado, me siento, enciendo un puro, me recuesto en el sillón con orejeras y arrastro la pieza, es mi cenicero bajito. Que tal, que salgo a la calle, voy a allí arriba donde juegan al ajedrez, y veo niños, y veo jóvenes y viejos, todos a una, jugando al ajedrez, y pienso en las compras, y en dónde encontraré mi consomé favorito, en qué armario, en que rincón, porque las mujeres lo han distribuido todo a conciencia, y en ese momento oigo “jaque”, el caballo se adelanta dos puesto y un sitio y defiende al rey; el viejo mira al joven descaradamente, piensa, fórmula, averigua preguntas y respuestas en los ojos de este chico, sus ojos castaños están veteados como rama de olivo, percibo el brillo, sabe cual es su próximo movimiento, el viejo se encuentra acorralado, tendrá que relegarse a una esquina y cuando el peón avance desafiando el alfil, el no tendrá más remedio que comer con su torre, el siguiente movimiento está pendiente. El viejo se rasca la nariz con astucia, el joven mira distraído pero hay una viveza en sus ojos que hacen pensar que es mucho más listo de lo que quiere aparentar, el viejo avanza su mano torpemente hacia el tablero, y a mitad de camino la retira y vuelve a rascarse la nariz, no está seguro, vacila, algo ha visto, yo contengo por un momento la respiración, con las manos en los bolsillos, parece que todo quedara reducido a ese momento, nada más en el mundo parece más importante, ese instante crucial en que las piezas de ajedrez representan la conquista o la muerte; ahora ya no me acuerdo de la compra que han hecho las mujeres en el mercado, ni tampoco me pregunto donde estará cada cosa, ni me lamento del desorden ordenado de las mujeres, ni de cuando quieren esconderme el tabaco o el güisqui; de todas maneras sé donde lo esconden todo, las mujeres siempre así de previsibles, en el horno, pero en esta hora no, mis ojos quietos y vibrantes esperan el siguiente movimiento, todo el mundo se colapsa, el viejo gesticula y se inclina sobre el tablero, el joven empieza a perder la paciencia, el grupo que rodea a los dos contendientes va aflorando con más cabecitas que se unen al asunto, la cuestión está determinada, el chico ganará, parece que lo sabe, una sonrisa felina atraviesa el perfil de sus labios, lo sabe, estoy seguro, está seguro, no puede fallar, todo depende del siguiente movimiento, el viejo finalmente se decide, va a errar, haga lo que haga perderá, de eso no hay duda. Nervioso me enciendo un puro, y mientras me agacho por el cansancio de estar tanto tiempo de pie, alargo la mano y busco, absurdamente, mi cenicero bajito.


Nacho


El reloj de doña Juana

Ella era una dama de linaje, hija de familia de criollos aristócratas. Su carácter fuerte la convirtió en la inteligencia en las sombras de las ambiciones políticas familiares. Nunca reconoció otra autoridad que la de su padre, que la casó a los catorce años con un hombre mayor, que no tardó en convertirla en viuda. Antes de un año, su padre la volvió a casar, cuando recién había alcanzado los diez y ocho, con un español de abolengo, que tenía un importante cargo en la auditoría de guerra de la Capitanía General del reino de Chile. Ella estaba decididamente convencida de las ideas libertarias, que inculcó a sus tres hermanos, convirtiéndolos en ejecutores de sus planes. Así fue que mantuvo un permanente conflicto con su esposo, español, conservador, realista, y varios años mayor; al punto que nunca dejó de utilizar su apellido de soltera.

Cuando decide, al terminar la patria vieja, huir a Mendoza con sus tres hermanos, le escribe a su marido, que trata de imponerle su opinión: "tú me dices que las mujeres no debemos opinar. Pero yo tengo el derecho de ejercer mi nombre". Con su marido, en definitiva, sólo compartía los cinco hijos del matrimonio.

La fuerza de su caracter convirtió al segundo de sus hermanos en jefe de gobierno, con el título de Dictador, y generalísimo del ejercito patriota.

Entre los oficiales del ejército se distinguía Bernardo, que ademas era representante por Laja en el nuevo congreso, y había puesto sus bienes al servicio de los intereses libertarios. Su ascendencia irlandesa le otorgaba una estampa varonil, y una mirada serena y bondadosa subrayada por sus ojos claros. Estas características, su personalidad decidida, y su actuar valeroso, resultaron especialmente atractivos a la dama de la patria, que hasta entonces nunca había conocido un amor verdadero.

Desgraciadamente, Bernardo era hijo bastardo del ex gobernador del reino, un ingeniero irlandés que había hecho carrera al servicio del rey de España. Su padre lo había reconocido, y había testado a su favor en su lecho de muerte, aún cuando sólo se vieron una sola vez, cuando Bernardo contaba con escasos diez años. Pero, además, ella no era libre, y la atracción que sintió al conocerlo, fue un fuego con el que no debía jugar.

Cuando su hermano, producto de fuertes desacuerdos con la junta de gobierno, tuvo que renunciar a sus cargos, ella decidió que se le otorgase el mando del ejército a Bernardo, y así se lo impuso a su hermano; generando una situación de celos equívoca, que a la larga sería fatal, y de la que, no sólo ha dado cuenta la historia, sino que ha generado rencores que perduran hasta hoy. El fin de la patria vieja, rubricado por el heroísmo de los sitiados en Rancagua, y lastimosamente ensuciado por los celos fraternales, provocó el sobrenombre despreciativo que recibió Bernardo: El guacho; y la huida de los patriotas a Mendoza, divididos en dos bandos difíciles de reconciliar. Cuando la gran mujer de la patria, y sus tres hermanos llegaron a Mendoza, Bernardo había arribado hacía una semana.

Tres años estarían los patriotas reorganizando sus fuerzas, y formando el gran ejército libertador de Los Andes. La historia da cuenta de los sucesos épicos, de los hechos políticos, de los desencuentros y las rivalidades. Pero no relata las pasiones humanas, los encuentros, o los amores. El caracter de la gran mujer, que no le quitaba ni un décimo de su tremenda femineidad, y coquetería; y su belleza, instalada en un cuerpo elegate; resultaron irresistibles para Bernardo, que había vivido, su vida joven, sumergido en el mundo flemático de los ingleses, donde las mujeres no tenían más gracia que una garza. A su vez, el interés que demostraba ella por el guacho, fue motivo de hondos celos, y de una fuerte oposición, aún cuando no era claro si estaba jugando con sus sentimientos, o si se sentía atraída por el hombre que sabía asumir el mando de los patriotas, por la claridad de sus ideas, que exponía con seguridad, y defendía con pasión.

Se dice que quien juega con fuego, termina quemado. Nunca sabremos, si la mujer mas preciosa de la patria se quemó jugando con fuego, o si el fuego sucumbió al poder de la mujer. Lo que si puedo asegurar es que el fuego de la pasión los consumió hasta la lujuria.

A comienzos de mil ochocientos deiz y siete, el Ejercito Libertador de los Andes bajó como una tromba sobre Chacabuco, comenzando el proceso irreversible de la Independencia de la patria. La gran inspiradora de nuestra independencia, bajaba tambien la cordillera, pero con rumbo a la hacienda de Longovilo, de propiedad de don Julián Bascuñán, donde vivió retirada.

Don Julián estaba casado con misia Mariquita Prieto, desde hacía más de diez y ocho años. No habían podido tener hijos, y esta situación los había entristecido desde siempre, a pesar de ser riquísimos, y tenerlo, excepto hijos, todo. Longovilo era, la mas grande de las siete haciendas y las cuatro chacras de don Julián y misia Mariquita, y el agradable clima del lugar lo había convertido en el retiro del matrimonio.

Así, lejos de la azarosa vida política y social que acostumbraba, la gran mujer, que forjó buena parte del destino de la patria, se mantuvo oculta de indiscreciones hasta el mes de septiembre de mil ochocientos diez y siete, cuando el día veinticuatro, nació la hija tardía de don Julian Bascuñán y misia Mariquita Prieto, que fue bautizada como Juana Francisca Xaviera Eudocia Rudecinda de la Virgen de los Dolores de Bascuñán y Prieto, y la visitante fue su madrina. Hacia finales de octubre, la hermosa e ilustre acompañante de la familia Bascuñán Prieto dejó la hacienda de Longovilo, y volvió, casi sin que nadie hubiera notado su ausencia, a Buenos Aires donde se habían establecido los patriotas partidarios de los hermanos Carrera, y su propio marido.

Juana creció en la hacienda de sus padres, en Longovilo, hasta cumplir los once años, cuando ya debía comenzar su educación formal. Entonces se trasladaron a Santiago, y ella, volvió entonces, a ver, y a visitar a su madrina, que a pesar del tiempo transcurrido, conservaba un especial cariño por ella, que Juanita, fácilmente, aprendió a corresponder. Además desarrolló por ella una gran admiración, y una especial afinidad, basada en rasgos de caracter muy parecidos.

Juanita tenía el pelo castaño rojizo, los ojos verdes, y una mirada felina, que a medida que crecía era más y más profunda y luminosa, hasta que a los veinte años recordaba a una pantera al acecho. Los hombres se volvian locos por ella, y ella jugaba con ellos como los felinos lo hacen con su indefensa presa. Su piel mate, y su estatura más que mediana la distinguían en todas las reuniones sociales, llegando a ser la joven más elegante y notoria de la aristocracia de la época.

La intensa vida social que desarrolló Juanita Bascuñan, fue minando lentamente, su salud, hasta que la tomo debilitada una grave enfermedad, que la llevó a las puertas de la muerte. En esta instancia tan decisiva de su vida, aparece con la fuerza que la caracterizó siempre, su luchadora madrina. En su propia casa hacía preparar la comida, que personalmente, se encargaba de hacer comer a la enferma, y un caldo especial y sustancioso, de la mejor carne, que la hacía tomar, religiosamente, cada hora, día y noche. No obstante los cuidados, la enferma no parecía mejorar, y la madrina contaba las horas que le quedaban, vigilando el hermoso reloj de esfera de alabastro, que Juanita tenía en su dormitorio frente a su cama. Lento y persistente, el enorme reloj contaba, con su tictac, el tiempo que a la joven se le escapaba inevitablemente. De tanto en tanto, el martinete, le recordaba a la madrina, al golpear melancólico el espiral, que otra hora se escapaba. Una tarde, cuando ya no había esperanzas, y la madrina esperaba junto a la enferma, el fatal desenlace, ésta abrió los ojos, tal vez, en la última lucidez, que precede a la muerte, y mirando con sus ojos que aún eran luminosos, a su bienhechora, le hablo:

- Madrina - dijo -, cada vez que despierto la veo junto a mí. Y siempre está mirando ese enorme reloj de la pared.

- Hijita - respondió ella -, no sabes cuanto quisiera que ese reloj corriera inverso sus horas llevando el tiempo hacia atrás, para vivir mejor tantos errores cometidos.

- ¿Qué quiere decir, madrina?

- Debí estar más tiempo contigo - respondió la madrina sin quitar la vista del reloj, que contó, con lentitud, siete campanadas -; y debí conocer tanto antes el amor del hombre, que vi pasar fugaz.

- No le entiendo madrina - replicó la joven.

- ¡Hijita querida! - se quebró la mujer - yo soy tu madre verdadera. El único amor que sentí en mi vida fue prohibido, y hubo de nacer muerto. Y sólo me dejó esta hija que me fue vedada, y ahora se me va - concluyó, como hablandose a sí misma, o al reloj, al que no le sacaba la vista, húmeda y desbordada.

- ¿Y, entonces, quién es mi verdadero padre? - preguntó la enferma, que no sabía si deliraba o estaba despierta.

Con un suspiro, la voz cansada, y las mejillas trazadas por sendas lineas húmedas, le respondió ya sin rencor: - El guacho Bernardo.

Ese día diez y seis de abril, por primera vez; el enorme reloj de pared, con esfera de alabastro; anduvo hacia atrás, hasta que las inversas campanadas, que se repetían insistentes, llamaron a todos los moradores de la casa, que pudieron presenciar la milagrosa mejoría de Juanita.

El secreto compartido, ahora, por ambas mujeres, las unió mucho más, y Juanita vivió desde entonces, a la vera de quien todos creían su madrina.

Más de cuatro años pasaron, y cada diez y seis de abril, de cada año, a las siete y cuarenta y tres minutos, el reloj con esfera de alabastro comenzaba a andar hacia atrás. El veinticuatro de octubre de mil ochocientos cuarenta y dos, a las once y diez y siete minutos de la mañana, frente a los ventanales del salón de su casa en Lima, el guacho Bernardo gritó con voz potente:
- ¡¡Magallanes!!.

Y su espíritu, lleno del amargo, que producen diez y nueve años de tragar exilio, e ingratitud, además del rencor de algunas personas a las que siempre amó; abandonó cansado su cuerpo.

Juanita encontró a su madre sollozando con serenidad, frente a una ventana, entonces le preguntó:

- ¿Que pasa mamita?

- Anteayer murió el guacho Bernardo, en Lima - dijo ella, sin cambiar la vista de la imagen de la Virgen que desde el San Cristobal protege a Santiago.

Entonces el reloj de esfera de alabastro comenzó a retroceder, y lo hizo así cada veinticuatro de octubre.

Pasaron todavía casi veinte años más, y el diez y ocho de agosto de mil ochcientos sesenta y dos, la madre verdadera de misia Juana Bascuñán y Prieto sufrió un ataque de apoplejía. Durante dos días misia Juana la cuidó con esmero, hasta que el veinte de agosto, cinco para las diez de la noche, el reloj con esfera de alabastro, comenzó a andar hacia atras a gran velocidad hasta que despues de dar casi infinitasl vueltas, se le cortó la cuerda; y cayó violentamente al suelo rompiéndose irreparablemente su esfera de alabastro.

Cuando murió doña Juana Bascuñán y Prieto, su reloj de esfera de alabastro continuaba colgado frente a su cama, aún cuando estaba roto, y no funcionaba, salvo cada diez y seis de abril, veinte de agosto, y veinticuatro de octubre, que con acongojados sonidos lograba retroceder algunos minutos. Su hija Carlota fue su única sobreviviente, y heredó y guardó el reloj, que era el bien más querido de su madre. Cuando ella murió se lo heredó a mi abuela, y ella a mi madre.

Hoy, el reloj de esfera de alabastro de doña Juana esta colgado en el comedor de su casa, y aún de vez en cuando, después de ciento cuarenta años de haberse roto irremisiblemente, de vez en cuando retrocede algunos minutos, con su melancólico tic tac inverso.

Kepa Uriberri

La sangría

Quino la vio a través de la cristalera, estaba de espaldas, absorbida por las luces y el soniquete de la endemoniada máquina. La llevaba buscando desde hacía horas. Se acercó despacio, respiró hondo, la sujetó por los brazos y le dijo en el tono más calmado que pudo

-Berta, no estoy contento contigo y tú lo sabes, te has vuelto a ir y me siento perdido. No puedes desaparecer sin decir nada, estás convirtiendo nuestras vidas en un caos.

Pero Berta se revolvió y consiguió desasirse. Mientras le arrojaba un desabrido –¡déjame en paz, ya!- recogió apresurada las monedas de la ranura, le empujó para apartarlo y salió a la calle.

Nunca más la volvió a ver. Pese a que siguió rastreando, investigando, indagando, volviéndose loco por recuperarla.


Durante meses fue bar tras bar, garito tras garito buscándola entre esas máquinas diabólicas que, entre frutas y luces de colores, le habían atrapado la voluntad y el alma.

Y poco a poco y casi sin darse cuenta, el cansancio y el tiempo le fueron venciendo y dejó de buscarla. Se limitaba a observar la sangría continua en su cuenta corriente, al fin y al cabo esa era la única manera que tenía de saberla viva.

Pilar A.