miércoles, 28 de febrero de 2007

Bragas blancas (Anabel Consejo)

Apoyada en la ventana de la cocina, saboreaba el momento café del día, sosteniendo el tazón con las dos manos como si pesara varios kilos. El cielo no estaba despejado, panzas grises lo cubrían. “Tal vez llueva, mejor”. Estaba siendo una primavera muy calurosa; una lluvia torrencial, rápida, aliviaría el calor y dejaría un fresco olor a tierra mojada. Vio una carretilla con rastrojos a un lado de la plaza. El jardinero debía haber comenzado. En la última reunión de vecinos se acordó contratar una empresa de jardinería para solucionar la selva virgen que había invadido los parterres de la plaza comunitaria. Él salió de detrás del seto que acababa de podar. Desde su segundo piso, María pudo observar que era un hombre joven y moreno. Pelo espeso y ensortijado. Brazos musculados que se escapaban de la presión de las mangas de la camiseta sucia y sudada. Botas de militar remataban unos pantalones llenos de bolsillos de donde asomaban alguna herramienta y un pañuelo. Se agachó a recoger unas ramas y dejó su culo en una perspectiva perfecta para la contemplación a la que María se entregó. Siguió observándolo durante un buen rato, mientras le cortaba las alas a la vegetación del gran parterre de la izquierda. Había dejado un jardincillo limpio y despejado, había dado una forma perfectamente esférica al arbusto, antes amorfo. Secó su frente con el pañuelo de su pantalón, salpicado con manchas de tierra y hierba. Bragas blancas manchadas de tierra y hierba que había que limpiar antes de echarlas al saco de la ropa sucia para que mamá no sospechara. Absorbió su café lentamente, relamiéndose los recuerdos calientes. Suspiró. Rascó su pecho. Tocó su pezón, duro. Tocó el otro, también. Sonrió, abrochó la bata y se apartó de la ventana.

Los niños habían dejado la cocina hecha un asco. Ese era el primer frente que solucionar de la mañana, luego, las habitaciones, el comedor, la ropa sucia para lavar, la limpia para plegar y la seca para planchar. Rutina matinal. Después, la compra y la comida y vuelta a empezar hasta la cena. Rutina diaria.

Cerró las ventanas de los dormitorios. Ahora, estaba en la jardinera más cercana al portal de María. Podía ver las gotas de sudor resbalar por sus bíceps al tiempo que accionaba una enorme tijera. Repetía los movimientos con destreza y fuerza, rítmicamente. Volvió a abrirse la bata. Se acarició suavemente. “Estoy loca, me van a ver todos”. Ahogó sus ganas haciendo camas e imaginando que las deshacía con el podador de arbustos.

Calcetines, calzoncillos, camisetas de deporte, todo tirado por el suelo de los baños. Salió a la galería de la cocina a dejar la ropa y no quiso reprimirse: se asomó. Estaba más cerca todavía, se quitaba los guantes y repasaba visualmente su trabajo para darlo por bueno. Manos grandes, intimidatorias. “Ideales para un cuerpo a cuerpo”. En su ensimismamiento, se le cayó al suelo el suavizante. El jardinero volvió la cabeza y la vio retirarse atropelladamente hacia el interior.

Se lavó la cara con agua fría, retirándose la melena hacia atrás. Miró los ojos que se reflejaban. Ojos color miel con sacarina, apagados, rodeados de incipientes arruguitas, de trocitos de tiempo adheridos a su piel aún blanca. ¿En qué se parecían a los de hacía diez años? Ya no tenían la misma potencia, ya no reían ilusionados ante la vida que se les presentaba. Ya no, porque ya la conocían. “¿De qué sirve mortificarse?” Recogió su pelo en un moño con una pinza y se dispuso a terminar las faenas antes de ir al súper.

“Ya está la pesada de Toñi incordiando como cada mañana”. Con cara de pocos amigos abrió la puerta.

- Buenos días, perdone que le moleste. Me han dicho que usted tiene las llaves de la caja del riego.

Su primer impulso fue esconderse detrás de la tenue bata.

- ¡Ah, sí! Las llaves –lo dejó en la puerta y se dirigió al mueble de la entrada donde pensaba que su marido debía haberlas puesto-. Supongo que están aquí, las cosas de la comunidad las dejamos siempre en este cajón.

Rebuscaba sin ver, sin saber qué removía. Cayó en la cuenta de que la bata que la cubría era la más vieja, que transparentaba la única prenda que llevaba debajo: unas bragas blancas. Sintió que toda su piel se tintaba de rojo.

- ¿Las necesitas ahora? Es que no las encuentro –dijo azorada y se volvió para quedarse frente a él, rendida ante la evidencia.

La estaba mirando como ella lo había hecho momentos antes. Una leve sonrisa dejaba entrever unos dientes que aún parecían más blancos en contraste con la piel morena. Los ojos brillantes, fijos en sus pechos. La amplia frente rezumaba sudor. Los brazos colgaban a los lados de un torso amplio y fornido. Olía a tierra mojada. Diez años de matrimonio y un leve gesto en el cinturón de su bata pasaron por los dedos de María.

Cuando Juan regresó se encontró la comida sin hacer y a su mujer, mucho más guapa de lo habitual, que lavaba la tierra y las hierbas de unas bragas blancas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanta. Me encanta y me encanta.

Es una historieta muy vista, muy tonta, pero tienes ese arte de saberlo contar de forma que te engancha. No puedes parar hasta que no has leído la última palabra.

¡¡Sigue así, mami!! jejejeje

Anónimo dijo...

Bueno, la Sandra se me adelantó, jaja
Pero bueno, nunca sobran los elogios, un beso
Maikel R.