miércoles, 28 de febrero de 2007

Muñeco de trapo (Nacho)

Sentado en el ascensor, me pregunto mecánicamente cómo pudo ser un grupo “un pingüino en mi ascensor” o cómo puede haber una situación tan extraña como “una cabra en un garaje”. Entre el decimosegundo piso y el decimotercero. Mi compañera de supuesto infortunio es una dama con falda de tubo hasta las rodillas –lo primero en que me he fijado cuando subió; a dónde le llega la falda, claro-, una blusa vaporosa con encajes ribeteados en el abotonado semiabierto, que me descubre en qué situaciones más insospechadas prevalece el instinto. La chaquetilla que cubre parcialmente los lados de esta especie de camisa sexy, se abre y se cierra con el soplo de aire que produce la carpetilla que, a modo de abanico, levanta las puntas rizadas de su caballera negra y sedosa, tironeando del fleco presto al escote. Pienso: un pingüino, nada de erecciones, un pingüino y una cabra, tres mil doscientas cuarenta y tres especies de animales, la declaración de la renta que he ido a hacer, eso es. Los zapatos, ui, las medias, no puede ser; la castración de los eunucos en el antiguo Egipto, ser profesor de historia debe servir de algo. La reunión de profesores, no, no, me acuerdo de Marta, la sexy bajita y morenita de filosofía. Hace tres meses que nada de nada, no me puede estar ocurriendo esto, pero me pasa por lelo, me lo he buscado. Levanto la rodilla izquierda y dejo que el bulto se pelee con los vaqueros y la pierna. La chica parece que nota mi mirada lasciva, la retiro como si estuviera muy interesado en el suelo de goma con protuberancias redondas; muy decorativo, si señor. Me habla:

-Es raro ¿verdad?, esto, ¿a qué piso iba?- me pregunta. Me siento estúpido, no le puedo decir que me bajaba en el tercero, y que me quedé sólo por verla un rato más, no había prisa, tenía permiso del colegio. Podía considerarlo una suerte, pero no sé que hacer.

-En realidad iba al último -digo mirándola fugazmente para volver la vista al suelo.

-A la planta quince, que suerte, ¿a qué departamento iba? -dice con interés.

-Para ser sincero –me siento el más falso del planeta- tenía intención de ver a un amigo –digo mientras invento mentalmente un nombre.

-¿Si? qué bien ¿cómo se llama?, a lo mejor lo conozco -Dios, con esas gafitas apaisadas, ese aspecto intelectual, concéntrate Juan.

-Raúl –miento, a sabiendas de que no lo conocerá.

-¿El de mantenimiento? –pregunta con una sonrisa. La miro francamente y estoy dispuesto a ser honrado, me va a pillar.

-¿De mantenimiento? me dijo que era director ejecutivo- ella se ríe con ganas, pero no dice nada más. Está preciosa, no tendría ninguna posibilidad con una chica así, pienso.

-Usted trabaja allí ¿verdad? -ella asiente. Yo continúo:- Iba a hacer la declaración, pero al final no me quedó claro en qué piso está.

-La administración está en el tercero, el decimotercero es para gestión de multas- Me alecciona. Su blusa sigue abierta, no hace nada para cubrirse, la sonrisa plantada frente a mí me la hace imaginar en la situación, levantándole la falda con la mano derecha, agarrándola con la izquierda por la cintura, haciéndole el amor allí mismo contra el ascensor. Se quita la chaqueta y menciona el calor que hace allí. Al diablo el pingüino, la cabra y la declaración, esto no le pasa a los mortales, no a mí: Tengo que intentar algo. ¿Qué le digo, dios? Se levanta y mira algo inquieta alrededor, como si pensara que el de mantenimiento acudirá más rápido porque ella esté de pie. Entrelazo las manos y las apoyo en el muslo, cubro como puedo mi vergüenza. Finalmente se dirige a mí con voz suave y dice:

-Qué situación más interesante ¿nunca se había imaginado una situación así? –sus ojos por encima de la montura de las gafas me atraviesan.

-¿A qué se refiere? –digo absurdamente a la defensiva.

-Pues atrapado con una mujer, en un ascensor, ya sabe…-el apéndice parece que me va a reventar en el pantalón. No digo nada, sólo la miro con intensidad. Pienso que se asustará, pero no retira la suya. Me levanto como un autómata, ella se queda quieta, enfrentándome, con su precioso pelo cayendo sobre los hombros, los labios brillantes de carmín rojo pasión, la falda de tubo negra de la que salen las medias con sus hermosas piernas largas. Mis brazos caen sobre mis muslos y siento mi mano derecha pesada sobre la pierna, la izquierda también la siento flácida, a plomo, palpitante, percibo la sangre como una corriente descendente hacia los nudillos, en la superficie el dorso. Me acerco, su mirar silencioso me excita. Mi visión se vuelve dispersa, los latidos cadenciosos palpitan en mis sienes. Un grito interrumpe mi avance. Desde abajo, una voz, que debe ser la del técnico de mantenimiento, nos dice que no nos acerquemos a las puertas. El ascensor está a punto de entrar en funcionamiento, le paso la mano por el pelo, veo sus mejillas aún encendidas, coge un papel y un bolígrafo, apunta un teléfono.

-Toma –dice, sin añadir nada más.

-¿Es el teléfono de tu casa? – le pregunto.

-No, el de la oficina –el ascensor sube y se para en la quince.

-¿Por qué el de la oficina? –pregunto mientras abre la puerta, y se vuelve.

-Mañana a la misma hora en el ascensor -Dice descarada con sonrisa traviesa.

-¿Cuál es tu nombre?- mis palabras se pierden cuando el ascensor se cierra. Me parece oír de fondo “Susana”. No sé que diablos voy a decir en el colegio, pero mañana estoy aquí así me echen y se acabe con mi carrera.

1 comentario:

Anabel dijo...

Te sales.

Ya llevas tres, enhorabuena.