miércoles, 28 de febrero de 2007

Ese amigo (Kepa Uriberri)

No estoy seguro si lo olvidé, o quizás no lo supe nunca, o si lo quise olvidar con toda intención. Sólo puedo decir que no lo recuerdo y que quizás ni es importante, así que le llamaré tan sólo "el amigo de Rubirosa" o "ese amigo". El mismo Rubirosa sólo lo llamaba "mi amigo". Él se sentaba siempre a su diestra, bajo aquel parrón de su casa donde se reunía la tertulia. Siempre lo recuerdo sacudiendo de sus hombros la caca de pajarito que ocasionalmente caía de las ramazones, o arrebatando de sus manos un racimo de uvas para lavarlo en la llave detrás de la columna.

Ese amigo casi nunca hablaba, y cuando lo hacía, la mayor parte de las veces contradecía a Rubirosa, o le pedía cuenta de sus actos o dichos. De este modo lograba, dentro de la tertulia, cierta simpatía ambigua entre los envidiosos que la frecuentaban moviéndose entre aguas. Era además frecuente verlo pelearse con la Carrascales, que en modo alguno le tenía simpatías, pero que tenía que entenderse siempre con él desde que este amigo permanecía a la diestra de Rubirosa ostentando cierta preeminencia.

Cuando Rubirosa fue detenido, y denigrado por la prensa, desapareció de la tertulia, tanto como todos los otros, pero con el tiempo todos comenzaron a volver. Ese amigo, sin embargo, fue el último, pero como siempre y según se debe, se había vuelto a instalar a la derecha del maestro y poco a poco volvía a sacudirle las cacas de jilguero y a lavarle las uvas. También solía llegar con regalos aparatosos aunque de escaso valor. Por eso me había extrañado que no quisiera participar cuando buscamos un abogado para que defendiera a Rubirosa y sólo dijo "Si lo hizo es necesario que pague su culpa" y se marginó.

Había quienes murmuraban, burlonamente, que rondaba en torno al maestro no por su influencia, ni por que lo admirara, y ni siquiera por respetarlo, aún cuando estaba atento a servirle vino, a preparar refrigerios para él, a cortar el queso y hacer rollitos de fiambre para el aperitivo; sino por la Carrascales, con la que reñía como una forma de castigarla por su preferencia por Rubirosa. Alguien contó, cierta vez, que había presenciado una odiosa discusión entre Rubirosa y este sujeto, en la que había intervenido Ályson, por supuesto a favor del maestro, a lo cual el amigo la había enfrentado amargamente preguntándole: "¿Tú, Alys, de parte de quien estás?". La Carrascales se habría burlado de él y le habría dicho que por supuesto estaba ahí por el maestro y no por nadie más. Me parece que esta anécdota la refirió Norman Gutiérrez, y a mi, que no estuve en todo caso presente en la ocasión que la relató Rubirosa, me la relató Rommel Miranda, quien creo que la oyó de Norman pues tampoco él la habría presenciado. Digo ésto, entonces, como un deber de veracidad ya que pudiera ser el caso que no hubiera ocurrido jamás, aunque tiendo a creer que es cierta por los antecedentes que he recogido y que tal vez aclaren la situación, o la pongan de manifiesto en el curso de este relato, aunque finalmente será un asunto más apreciativo que certero.

Por esa época fue que volvió Camille, la mujer de Rubirosa, de Avignon, donde se había enriquecido diseñando vestidos de novia y representando poetas y escritores de primer nivel. Cuando ella se fue sólo llevaba sus agujas de bordar y sus bastidores. Tal vez algún tisú. Estuvo una semana en París pero según dijo después: "No soporté el aroma de su glamour" y se estableció en Avignon en la esquina de la Rue De La Croix con la Rue De L'Oriflamme. Desde ahí gestionó una gran industria del punto cruz y el bolillo, del encaje y el canesú, además de buscar editor para las obras de Rubirosa, que ella misma tradujo a un mal francés, llenándolas de éxito, tanto en ese idioma como en castellano al cual siempre era necesario recurrir como referencia. El éxito con Rubirosa fue fructificando lentamente, de modo que hubo muchos valores jóvenes y promisorios que se acercaron a ella para que los representara, hasta que llegó a ser la principal manejadora de escritores de toda Europa. Con los años llegaría a aburrirse de tanto poeta postmoderno y tanto narrador de vanguardia, y huyó de Europa, supuestamente a Nueva York, con un poeta de estilo romántico que venía mejor con su sentido musical de la poesía.

Un once de mayo, cuando el sol atravesó por última vez, según dijo después Rubirosa, las desnudas ramazones del parrón de su patio de tertulias, terminó el mito de Camille y su poeta en Nueva York. Apareció en el recibidor de la casa llena de maletas, baules, paquetes y bultos de distintos tamaños y formas. Junto a un maniquí sin cabeza, y de ominoso busto, había un hombrecito de dudoso aspecto, que por lo apretados que tenía los labios contra los dientes, era sin lugar a dudas francés. "Et bien Honoré", dijo Camille mirando a su hombrecito "nous sommes chez nous". Luego, dejando el desorden de bultos y porquerías que traía, en el recibidor, salió al parrón de la tertulia comme une grand damme française y comenzó a repartir besos europeos a diestra y siniestra: "Comment allez vous?", "Merci bien", "Ou lala mon petit" "Quelle surprise!" y todo aquello. Rubirosa con gesto preocupado bajó a la Carrascales de su falda y la empujo con suavidad y decisión hasta entregarla a ese amigo, que aprovechó la instancia, no sin enrojecer ligeramente, de enlazarla por la cintura, a lo que Alyson se opuso tenaz, enterrando un taco de su borceguí en el zapato del desvergonzado. Rubirosa esperó de pie, con las manos enlazadas en su vientre y una tensa y temerosa sonrisa dibujada a la fuerza en sus ojos y labios. Camille abrazó con especial efusión a Chérchil, y antes que este reaccionara lo besó agresivamente en la boca, y luego mirando profundo a sus ojos sorprendidos le dijo: "¡Ah! no sabes cuanto esperé este momento. Tu ne sais pas!". Estoy seguro que todos evocamos la penosa escena cuando ella, antes de irse para siempre se sentó en las rodillas de Chérchil en un último gesto desesperado. Tal vez hoy hacía lo que hubiera querido hacer entonces.

Camille giró sobre la punta de su zapato y quedó enfrentando la tensa sonrisa de Rubirosa con la suya burlona. "¡Ya estoy aquí, querido!" dijo. Honoré, compungido, miraba a los contertulios arremolinados en torno a Camille desde su aspecto delicado, junto al umbral de la puerta de salida al parrón. "¿No estabas en Nueva York?" preguntó Rubirosa, y por primera vez supe que hasta los ídolos más grandes que uno llega a tener, aquellos que son para siempre nuestros maestros, para lo bueno, lo malo y lo ridículo, llega un momento en que nos dan pena. En ese momento los bajamos de su pedestal y se hacen entrañables. Ese momento mágico de Rubirosa se lo debo a esta llegada sorpresiva de Camille.

"¿Donde piensas quedarte?" preguntó Rubirosa con infinita ingenuidad. Pensé que era tan humano y frágil como mi hijo. Y me repetí interiormente la respuesta que ella iba dando llena de certeza, sin sorpresa: "Aquí. Ésta es mi casa. Nos instalaremos con Honoré en mi dormitorio, el de la ventana que visita el zorzal. ¿Aún lo hace? ¿Todavía va a pedir sus miguitas de galleta?". "Pero éso no es posible" dijo él. "Ése es mi dormitorio" alegó mirándonos a todos, como en busca de auxilio. "Te puedes instalar en la pieza de servicio" respondió Camille sin dejar de sonreir y agregó "El estudio lo ocupare para instalar mi taller como siempre". Rubirosa calló sin saber qué decir y la tertulia quedó congelada con este centro femenino que en un santiamén absorbió todas las energías. Poco a poco todos se despidieron y se fueron. Sólo quedó Camille y Honoré, Rubirosa y Alyson Carrascales, y ese amigo que aprovechaba de intentar asir los pechos respingones de la Carrascales por debajo de su axila.

Alyson protestó, mientras daba manotazos al amigo, para defender sus pechos, alegó que jamás dormiría en la pieza del servicio doméstico. "¿Acaso no eres un hombres que no me defiendes?" le gritó a Rubirosa que miraba desconcertado la situación. Camille aprovechó, mañosamente, ese desconcierto y agarrando a Honoré de un brazo flaco, tironeó su figura francesa y esmirriada de poeta pobre y lo plantó en medio de la escena. "Bueno" dijo, "ustedes ya conocen a Honoré, ¿cierto?" y lo arrastró de nuevo hacia la entrada del recibidor. "Vamos, ayúdame a desempacar" le dijo y desapareció llevando a Honoré como si fuera un perrito. El resto del universo quedó ahí congelado.

Ésto último, que no presencié, me lo relató la Carrascales, por lo que de modo alguno lo certifico, aunque corresponde con lo que había llegado a conocer a los personajes. Rubirosa en su relato lo calla.

La vida en común no era, para ambas parejas, nada cómoda. Camille había tomado posesión de la casa toda, ordenando, retirando alfombras poniendo tapices, colgando cuadros, comprando muebles de interior y terraza, y más, de modo que Rubirosa y la Carrascales habían quedado confinados a la pieza de servicio. En las tardes, a la hora habitual de la tertulia, Camille tomaba el lugar de honor que antes ocupara el maestro, y desde ahí atendía a los escritores, muchos de los cuales antes nunca fueron aceptados en estas sesiones casi íntimas, pero que eran representados por ella. Se podía decir que la tertulia había muerto y se había transformado en su hora de audiencias. Ahora Rubirosa se sentaba en un rincón con sus más íntimos y hablaban en voz baja, casi siempre de la nueva situación que Camille producía. El único que defendía la situación de la nueva cabecilla del parrón, desde la diestra, siempre, del maestro, era aquel amigo, que contradecía a la Carrascales. Los otros casi todos callaban. A veces Rommel Miranda, sentado en su piso de siempre, descolado, suelto y con telas de arañas, se llevaba sus finas manos como de mujer a la cara sorprendido de las expresiones de ese amigo que parecían defender algún mejor derecho de Camille: "Ella es una mujer y es más desvalida" decía el amigo. Rommel entonces, tapando su cara emitía unos gemiditos suaves y nerviosos, y se golpeaba luego ambos hombros alternativamente con la barbilla gruñendo gutural algo como "¡guok guok!".

Recuerdo bien que era viernes. Muchas veces uno se entristece por como la vida nos enfrenta y fustiga. Casi siempre sucede los viernes. Casi siempre le sucede a uno mismo, pero también otras veces le sucede a quienes queremos o admiramos y resulta mucho más triste cuando nos hace ver la fragilidad de quienes en algún aspecto nos resultan ejemplares cuando en otro cualquiera los reconocemos tan desvalidos.

Mi timbre eléctrico está irremisiblemente descompuesto, de modo que tengo una campanita atada a un cordel que tintinea al llamado de quienes me visitan. Esa campanita refleja el carácter o el ánimo de los visitantes. Cuando a veces, rara vez viene Rommel Miranda a casa, la campanita apenas si tintinea, en cambio Norman Gutiérrez la hace sonar largamente y con fuerza segura. Rubirosa tocaba en alguna forma tal que se descubría siempre su prudencia, su cariño, y su sabia humildad, sin que llegara a ser un sonido tímido en modo alguno. Sin embargo era tan característico que se sabía de inmediato cuando uno tenía visita del maestro. Esta vez, en cambio, sencillamente no oí para nada la campanilla. Casi por casualidad de repente percibí más en la emoción profunda que en la propia madera, el suavísimo golpe en mi puerta. Extrañado abrí la hoja de madera para encontrar la mirada casi mendicante de Rubirosa, y el gesto derrotado de la Carrascales. "No sabía a quien recurrir" dijo él.

Camille había tomado una sirvienta, que le era según habría dicho, completamente necesaria, "de manera que no los puedo seguir teniendo en mi casa" concluyó. Cualquier instancia fue inútil. Camille me recibió cordial, incluso me hizo sugerencias íntimas recordando locuras de otros tiempos idos, sin entender que la debilidad de un día no justifica la debilidad endémica. Honoré sólo se ruborizaba apretando los labios contra los dientes sin emitir palabra, por lo que llegué a compadecerlo. Ella no cedió un punto en su decisión de impedir que Rubirosa viviera dignamente en su propia casa. "Es su obligación darme un techo" dijo, pero agregó que ella no lo tendría ni un solo momento en su casa con esa amante. Tampoco fructificó la vía legal. Entre los testigos que Camille llevaba fue fundamental ese amigo de Rubirosa. Declaró contra el maestro y su testimonio fue hostil, ante la sorpresa de todos. Sólo el propio Rubirosa quiso entenderlo: "Está muy desorientado, es que Camille lo ha convencido siempre" dijo. No por eso lo perdonaron los demás. Rubirosa perdió, para siempre, su casa, y el parrón donde, con tanto cariño, nos acogía.

Desde entonces la tertulia se hacía en un barcito de la calle Francisco Bilbao, a unas cuadras de mi casa. El propietario era un lector compulsivo de grandes autores, a los que conocía de memoria. A veces se sentaba en nuestra mesa (Casi siempre) y en ocasiones discutía con Rubirosa sobre alguna obra del maestro. El propietario citaba un pasaje del maestro, y Rubirosa lo corregía. El propietario insistía, entonces Rubirosa decía con su sonrisa afable y casi paternal de siempre: "Pero si lo escribí yo". El propietario hacía un detente con la mano y partía a la buhardilla del bar donde tenía su oficina y habitación, y volvía con algún tomo de alguna edición ajada y amarilla de tiempo, de la obra en cuestión. "Aquí está" decía triunfal, y casi casi siempre tenía razón, aunque en todo caso a veces se equivocaba en una coma o una conjunción. A este bar tenía prohibida la entrada ese amigo. Pero Rubirosa siempre insistía en dejarlo participar. "Es mi amigo. Sólo tiene un defecto" y lo llamaba y lo instalaba a su diestra. Luego lo zamarreaba por el hombro con su mano fuerte de dedos doblados por el uso persistente de la Underwood, y le decía cientos de cosas que nadie oía con su gesto casi tierno y sin palabra alguna.

Muchos años después, cuando ya Rubirosa había dejado de hablar, y sólo se sentaba en la ventana del cuartito que le di en mi casa, a alimentar en su mano a los zorzales, que cagaron el alféizar hasta que cayó con estrépito lleno de mierda de pajarito, apareció un día ese amigo de Rubirosa en mi casa y no sé por qué lo dejé pasar a ver al maestro. Tal vez creí que podría alegrarle el día, o sacarlo de su mutismo pertinaz. Así fue.

Cuando vio al amigo, dejó de alimentar a los zorzales, y les lanzó las migas al patio. El amigo se sentó frente a Rubirosa que lo miró mucho rato a los ojos moviendo suavemente la cabeza, a veces de lado a lado casi imperceptiblemente; a veces de arriba abajo del mismo modo. Finalmente con los ojos húmedos dijo: "¿Por qué?". Su voz ya muy mermada y apagada por el desuso, tuvo el efecto de un disparo en el silencio sólo por su significado, después de tantos años que esa pregunta flotó proscrita cada vez que aquel amigo aparecía. Con algo de rubor y sujetando la certeza del gesto ese amigo dijo: "No es amigo el que te protege o te halaga, sino el que te favorece con su crítica, aunque brutal, y te golpea con fuerza, si es necesario, para corregirte. Yo te hice un favor".

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