viernes, 30 de noviembre de 2007

Suspiro (Constans Khurry)

Cuál es ese sabor genuino
que te trae a mis sueños
cuándo lo único se detuvo
y no pude volver la mirada

Quién se acerca en silencio
y se introduce con su aroma
por qué al encontrarme con tus ojos
trasciendo lo que se ve

Qué fue lo que escuché
cuando dormiste las palabras
y cuánto tiempo estuviste
contemplando ese vacío

Dónde se ha ido tu sed
y cuándo se evaporó mi humedad
mis pies descalzos regresan
preguntando a las huellas por ti

Ahora es calma infinita
exploro y te veo en todo
tu reflejo viaja dentro de mis ojos
nunca te fuiste o yo me quedé

Psicodrama: La añoranza (Kepa Uriberri)

Nada asegura que el psicodrama aporte sanación. Más aun, quienes veneran la magia ancestral, abominan de esta técnica absolutamente moderna. Sin embargo, no habría garantía ninguna.
Siempre llevaba sal en los bolsillos. La arrojaba hacia atrás y la miraba caer. Había quienes decían que por eso usaba siempre esa boina, bajo la cual escapaban, desgreñadas canas blancas y pelo negro enredado. "Es sólo costumbre, por mi ancestro griego" decía él, para justificar la toca. En realidad era frecuente que en sus conversaciones argumentara con arcaizasgos.
En cierta ocasión Pedreros me confidenció que tenía pánico del futuro, de lo nuevo, del paso del tiempo. "Por eso arroja sal" dijo. "Es pánico". Siempre añoraba antiguas revoluciones, experiencias consolidadas, lo establecido, pero sólo aquello que en su momento había sido doloroso, heroico, épico. Vive predicando el pasado para el futuro, es un iconodulo recalcitrante. Ama lo que sea imagen, siempre que en su propio alcance haya tenido vida. No es consecuencia lo que busca es a la esposa de Lot. "¿Has visto que no tiene nombre, sino sólo un lema?". Era cierto. Nadie sabía su nombre, aunque a veces hablaba de antiguos vecinos, de un poeta que fue su pariente o de otra gente. En ocasiones mencionaba lugares, pero solían ser vagos y distantes, siempre ancestrales.
Cuando postulaba a ser nuestro maestro, nos mostraba colecciones de recortes. Todos arcaicos. Hablaban de antiguas hazañas de héroes idos, o envejecidos, que ya nadie veneraba. Pedreros le preguntó, cierta vez, quien había sido ese Rebolledo que vestía casi como él mismo, de boina, barbas lacias, y miraba con cierta torpeza hacia un cielo que no existía en la ilustración. Ese día habló durante siete horas del pasado, de la gloria de Rebolledo, que había combatido a la oligarquía republicana en algún período histórico ido, en el que no había triunfado de modo alguno, sino sólo había llegado a ser generosa comparsa de los grandes revolucionarios de su entonces. De tiempo en tiempo encontraba ocasión de predicar aquellos tiempos idos, esos tiempos de niñez crecida, esos tiempos, tiempos, antiguos tiempos, pasados, que no vuelven más. Rebolledo había luchado en un tiempo también ido, en una república lejana y desconocida. Tal vez era sólo imaginara, extraída de alguna obra griega arcaica: El nombre de Rebolledo así lo hacía sospechar. Más aun el lema.
Insistía en llevarnos a su casa. No era una casa propiamente. Sólo su dormitorio en una casa antiquísima, donde lo tenían gratis pues la madre había sido intérprete de griego del patrón. Quedaba la casona, en el barrio estación, entre otras muchas casonas conquistadas al olvido de antiguas aristocracias que las habitaron en los tiempos verdaderos. "Aquí vivió Rebolledo durante seis días, cuando era niño" dijo Pedreros, que habría relatado. "Ese fue su tambor" habría dicho, y mostraba un tamborcito de lata atado con una cuerda trenzada, roja, que lo sostenía colgado en un rincón de aquella "su casa". La casa consistía, según recuerdo y sé, en una habitación, que más llamaría despensa grande, sin ventanas, desde luego ("Me herirían la vista" habría confesado a Pedreros). En la casa había solo un camastro, con un delgado jergón de aspecto muy manchado por el tiempo pertinaz, y el sudor corporal. A veces, mientras él revolvía sus recortes, recuerda Pedreros, se entretenía buscando figuras en las manchas del jergón. Enumeró más de ciento veinte imágenes, entre las que se puede contar una mujer con los pechos desnudos y cuatro faldas de lana, que ostentaba un moño muy apretado en la nuca. Una batalla entre una morsa y un oso blanco. El acto sexual entre Ishtar y Mollok que dio origen a todas las culturas, también una antigua reunión de doce poetas helénicos nunca superados, la muerte de Rolando tercero rey de Umbría, y muchas otras de difícil enumeración. El techo era bajo y en declive. De su parte más alta colgaba de un cable duro de color azul piedra, un zoquete café muy oscuro que despedía olores a pez y orines al encender la lámpara. Sostenía, no sin dejar buena parte de la rosca al aire, una bombilla de cuarenta Watts, en la que nunca era posible leer la marca, aun cuando se sabía que había sido "Mollhoffer" por su forma especial y propia. De todas las paredes colgaban, a muy baja altura, como para ser observados por un enano, una innumerable cantidad de diplomas de universidades inexistentes o verdaderas, que certificaban su experiencia en ciencias antiguas, y añorables. Todos tenían el color amarillo del tiempo, salvo uno que se mantenía blanco, bajo un vidrio sucio, que certificaba su militancia en el Partido de la Revuelta. Sólo a Pedreros le habría confidenciado que era falso, y que lo renovaba cada mes de mayo, cuando un hombre cojo los vendía y llenaba a pedido, en la Plaza de los Constituyentes, bajo la estatua del prócer de la patria. Tras la puerta, clavado con chinches, un manifiesto que habría permanecido doblado por mucho tiempo, tanto que en el doblez horizontal ya presentaba una extensa rajadura deshilachada, tenía el manifiesto de sus propios principios, los que sabía además de memoria y según recuerda Pedreros, les hacía recitar frecuentemente. Había ahí preceptos como "Nunca el más nuevo tendrá privilegios que no se haya otorgado al más antiguo", o también: "El presente fue construido sobre el pasado, por lo tanto éste siempre será más valioso que aquél". "El futuro nunca existirá" decía otro. Algunas admoniciones peregrinas también se sustentaban en aquel manifiesto: "Nunca cambies lo antiguo por lo mozo, aquél es cierto y éste, dudoso", y así muchos otros. En la otra pared, junto al camastro, y a la altura de la vista del que se acostare en aquel lecho inmundo, había infinidad de fotos del circo. Pedreros creyó verlo en varias de ellas, y circulaban rumores que amaba el circo pues representaba la niñez, que era el pasado recóndito de todo ser. Durante mucho tiempo él se negó a dejar la niñez, hasta que el circo lo expulsó por haberse enamorado de la malabarista, con quien mantenía prácticas impúdicas ancestrales, copiadas de los antiguos caldeos, y mantenidas por los gitanos. Entonces, contra su propia voluntad creció y vivía añorando el pasado. Pedreros asegura que a veces, estando solo, las revive en largos monólogos que parecen oraciones. Sobre la cabecera del camastro, escrito con letra trémula, sobre la tapa de cartón de una vieja caja, se lee "Toda imagen es sacra porque refleja el pasado. Todo espejo es odioso pues refleja el presente".
Todos estos preceptos nos los enseñó, y abominaba de quienes no los aprendían. Cualquiera que no pensare como él mismo, era desdeñable, y lo llenaba de furia y amargo.
En su casa, como llamaba a su cuchitril, tenía un viejo reloj, que lo ataba al tiempo según este adquiría valor, cayendo al pasado. Después de años cansando la cinta metálica que lo mantenía, penosamente, persiguiendo las horas, al darle cuerda, un veintitrés de mayo, ésta se cortó. Cuenta Pedreros que entonces se negó a ir más allá del tiempo señalado por aquel reloj, y no volvió a levantarse hasta que murió repitiendo su lema fundamental que hablaba de equilibrio sobre el eje del tiempo.

Polvo de amor (Fanny G Jaretón)

Por la carretera
de tu cuerpo
deja sus huellas el mío.
Histeria de perderme
en la ruta
cuando pienso en tus pies.
Caminas hacia mí
como un lobo itinerante.
Polvo donde me envuelves
para hacerme cómplice
de tu territorio febril.

NUEVO ELOGIO DE LA LOCURA (Gocho Versolari)

Donde vive la locura
allì me dirijo;
en un caballo pardo
con toques de verde grana.
Allì me dirijo
Con una sombra de guitarra
entre los ojos,
con pieles de silencio
allì me dirijo
Cuesta el atardecer: una montaña
silenciosa y cuadrada.
Cuesta trepar sus paredes verticales
Hacia la madre de todas las plomadas
allì me dirijo
La locura se arrastra;
ya la veo
mezcla de serpiente y pan
guardàndose en su cueva laberìntica
ocultando el grano de maìz,
la pizca de sal,
el hornero de oro.

Me dirijo entonces al crepùsculo
donde termina el juego de abalorios
que durò cincuenta y tres jornadas
que durò cincuenta y tres auroras
y otros tantos albores
hasta llegar a la hondonada
donde quedemos solos
la locura y yo.

Rojo sobre Azul (Aanabel)

La habitación estaba cubierta por un salpullido rojo intenso sobre el azul cielo del papel de las paredes y el sepia de los cuadros con dibujos de bailarinas. Era un dormitorio de clase alta, con sus muebles de madera maciza y telas de calidad, nada de las fibras sintéticas que acababan de salir nuevas al mercado. De esos detalles, que para otros detectives pasaban desapercibidos, el detective Newman había aprendido, en sus casi quince años de servicio, que obtenía mucha información. Le gustaba observar las escenas de los crímenes tras la cortina de humo de su cigarrillo. Esa impresión de irrealidad, de distorsión de la imagen, le proporcionaba la distancia necesaria para poder afrontar el caso con la mayor objetividad posible. Se acercó a la cama. El desafortunado Paul Templeton estaba desnudo tendido boca abajo. Newman ladeó su sombrero para poder estudiar mejor la posición del cuerpo. Tenía las manos y los pies atados a la cama con cintas de raso rosa. Le habían ligado demasiado fuerte ya que tenía unos incipientes moratones en las muñecas y los tobillos. Se había dejado atar: se habían entretenido en sujetarlo enérgicamente y en hacer unas bonitas lazadas en cada extremidad. Contó las incisiones que había sobre el cuerpo ensangrentado. Una, dos, tres, cuatro… hasta doce. Toda la espalda y las nalgas estaban cubiertas de unas brechas de unos cuatro centímetros por las que había brotado mucha sangre. El arma debía tener un buen filo y una hoja bastante grande.
- Detective, mire.
El agente había encontrado debajo de la cama un cuchillo cebollero con una cuchilla de la medida exacta de los cortes impregnado de sangre.
- Compruebe si falta algún cuchillo en la cocina. Cuidado con las huellas.
- Sí, señor.
El agente de policía obedeció raudo las órdenes dadas por el detective. Newman sacó las manos de los bolsillos de la gabardina y cogió la foto de bodas que estaba sobre la mesilla. Allí pudo observar a Paul vestido de frac, gordinflón y sonrosado, cincuenta años, contento, parecía un hombre afable, al lado de su bella y joven esposa. Rubia, melena ondulada tapándole la mitad de la cara y dejando al descubierto un ojo hipnotizador en verde y unos labios carnosos en rojo sangre. No parecía contenta ni triste, su rostro era frío como el hielo, pero atraía como un imán. Se dirigió hacia el secreter e intentó abrirlo. Como no encontraba la llave, sacó un pequeño ganchillo de un estuche de piel que guardaba en el bolsillo de la gabardina y lo abrió. Ojeó las cartas, las facturas, las libretas de los bancos… Desde luego las empresas de la construcción daban pingües beneficios, el difunto señor Templeton estaba forrado. Abrió la agenda y repasó la última semana. Las mayúsculas MP habían llamado poderosamente su atención ya que aparecían repetidas veces y a diferentes horas, incluso en ese mismo día a las 13’30. Dejó todo sin ordenar en el mueble, dio otro vistazo general a la habitación y salió.
Mientras bajaba las escaleras, escribió en su block de notas garabatos ilegibles para cualquier otro. Apagó lo que quedaba de su cigarro en un cenicero del hall y se fue directo al salón donde la serena viuda estaba sentada en un enorme sofá con estampado de flores rodeada de agentes. La luz de una lámpara de pie al lado del sofá alumbraba únicamente a la mujer vestida con un salto de cama azul, azul cielo. Se quitó el sombrero y se acercó hacia ella. La señora Templeton le miró fijamente, sin parpadear, no le impresionaba en absoluto el detective más reconocido de toda la comisaria sexta del distrito norte de New York. ¿Por qué había de impresionarle? Fue ella quien llamó a la policía.
- Señora Templeton, ¿puedo hacerle unas preguntas antes de ir a la comisaria?
Le mantenía la mirada. No había ni un rastro de lágrimas en su rostro, ni de dolor, ni de arrepentimiento, de nada, era un busto marmóreo.
- Por supuesto, capitán, haga lo que tenga que hacer.
- Detective, señora, soy el detective Charles Newman. ¿Fuma?
Asintió con la cabeza. Charles sacó su cajetilla de tabaco, le ofreció uno, se puso otro en la boca, encendió un fósforo y se lo acerco al pulido mármol. Sólo entonces ella bajó la mirada hacia el cigarrillo, cerró los ojos, absorbió el fuego que se comía el cigarrillo, inclinó la cabeza con su dorada melena hacia atrás y expulsó el humo lentamente. Sus dedos índice y pulgar de la mano derecha recogieron una pequeña mota de tabaco que había quedado en su lengua, está sí, húmeda.
- ¿Supongo que mi compañero le explicó que tiene derecho a un abogado y que todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra?
- Sí, lo sé, pero no quiero abogado.
- Tal vez debe pensarlo, es un delito muy grave.
- Pregunte lo que quiera señor Newman, no quiero abogado, soy culpable.
- Usted llamó a las dos de la madrugada a la policía para decir que había matado a su esposo; al agente que la entrevistó antes le dijo que lo había matado porque le era infiel –la señora Templeton asentía con la cabeza-. ¿Fue ese el motivo?
- Dilapidaba nuestro dinero en prostíbulos, no pude soportar su deslealtad, su falta de respeto.
- ¿Planeó usted lo que iba a hacer?
- Sí, hoy era nuestro aniversario de bodas. Le dije que no quería ir a ningún sitio, que me apetecía quedarme en casa. Preparé una cena como a él le gustaba: pastel de verduras, pavo relleno, confitura de arándanos, puré de patata y tarta de manzana. Cuando acabó de cenar, deberían ser las diez y media, estaba un poco bebido. Así que fue sencillo convencerlo para que se tumbara boca abajo en la cama y se dejara atar. A él le gustaban este tipo de juegos –hizo una pausa, volvió a darle una intensa calada al cigarrillo y devolvió los ojos a los del detective-. El resto ya lo sabe.
- No, señora, no lo sé. Dígamelo usted, necesito que me lo cuente.
- Ya antes había dejado el cuchillo de cocina debajo de la cama y, una vez atado, me puse encima de él a horcajadas y empecé a acuchillarlo una vez tras otra –ni un músculo se movió en la cara de Sara Templeton al pronunciar estas palabras.
- ¿Cuántas veces?
- No lo recuerdo.
- ¿A qué hora?
- No lo sé, perdí la noción del tiempo. Acabé exhausta y no sé cuánto tarde en llamarles.
- ¿Me puede enseñar las manos, señora?
Sara se colocó el cilindro humeante en los labios y le extendió las manos al detective Newman. Eran manos blancas como su bello rostro, a juego con toda la anatomía: uñas arregladas, largas, pintadas de un granate intenso, ni una sola estaba rota o desconchada; las palmas limpias; la parte del envés de las uñas no tenían ni una mota de polvo, ni un nimio tono de rojo; manos impolutas, alargadas, sensuales y delicadas.
- Tiene usted mucha fuerza para atar así a su marido, señora Templeton, y para atestarle tantas puñaladas seguidas.
La señora no contestó, volvió a absorber el humo con avidez y expulsarlo de tal manera que al detective Newman le pareció el gesto más sensual del mundo.
- ¿Puede decirme qué significan para usted las iníciales MP?
Sara Templeton tardó un par de segundos en contestar.
- No, no tengo ni idea.
Esta vez ocultó sus ojos tras una larga bocanada de humo.
- ¿Quiere cambiar su declaración, señora?
- No.
- ¿Sabe que le pueden condenar a cadena perpetua?
- Sí.
Newman hizo un gesto y todos se pusieron en marcha: había que irse a la comisaría con la detenida. Se le hizo muy difícil sentir el suave tacto de la piel de la señora Templeton al ponerle las esposas.
II
Newman había pasado tres días de intenso trabajo. Había hablado con familiares, amigos y empleados de los Templeton. Todos coincidían que formaban una pareja extraña, que no pegaban, pero su actitud en los dos años que llevaban casados y en el barrio siempre había sido educada y amable. El señor Templeton era un buen jefe y sus empleados estaban muy contentos con él. No parecían tener enemigos. Paul Templeton no tenía más familia que su mujer. Había sido hijo único y sus padres murieron hacía muchos años; mantenía en una residencia para la tercera edad a una tía, hermana de su madre, muy anciana. La señora Templeton tenía un hermano al que le unía una fuerte relación. Un accidente de tráfico segó la vida de los padres de Mathew y Sara Straight. Mathew tenía dieciocho años y se quedó al cargo de su hermana de cuatro; dejó sus estudios y se puso a trabajar para proporcionarle una esmerada educación y todos los caprichos que una niña pudiera desear. Parecía un tanto inexplicable la atracción de una hermosa joven de veinticinco años hacia un hombre poco agraciado y que le doblaba la edad. Newman pensó que tal vez la cuenta corriente era lo que más pudo cautivarla, para acabar con la dependencia de su hermano y devolverle así los desvelos que había tenido que soportar por ella.
Respecto a la declaración de la señora Templeton, Newman no pudo comprobar que su marido fuera un asiduo cliente de ningún prostíbulo de la ciudad, pero a uno de sus soplones sí le sonaba la “cara de ese gordito” a la entrada de locales muy selectos de admisión muy restringida, vigilada por matones. Las secretarias de la empresa declararon que le desconocían una relación con ese tipo de mujeres y que no podían imaginarse al señor Templeton yendo de putas, esto acompañado de risitas ahogadas tras una tos. No había sido la única inexactitud en la declaración de la señora Templeton, la hora de la muerte no coincidía con su relato. Según el forense el cadáver tenía una temperatura de 22’5 grados, lo que situaba la hora de la muerte a las 15, no alrededor de la una o dos de la madrugada como atestigua la viuda. ¿Por qué mentía la dama?
Después de un largo interrogatorio en la comisaria, antes de ser trasladada al penal como preventiva, Newman no había conseguido hacer cambiar la declaración de Sara Templeton ni que ésta accediera a ser defendida por un abogado. El detective rehusó volver a entrevistarla hasta no tener más pruebas. Además, esa mirada gélida y glauca se había colado en sus sueños, no se sentía seguro teniéndola tan cerca.
Hoy volvía a hablar con Mathew. La primera vez que lo entrevistó, el día de después del asesinato, estaba demasiado conmocionado como para poder realizar una entrevista en condiciones, por lo que Newman decidió posponerla. Había buscado las partidas de nacimiento de los Straight y el historial escolar de Sara para comprobar que, al menos, los datos respecto a su vida antes del matrimonio fueran ciertos. Esperaba que ya se hubiera tranquilizado, tenía temas muy interesantes que tratar con él.
Mathew Straight llegó puntual e impecable. Traje cruzado azul marino, con botones dorados, camisa blanca y, al cuello, un pañuelo de seda rosa; pelo hacia atrás engominado y cejas peinadas; estrecha línea negra casi recta sobre el labio superior. Fumaba con boquilla larga, como las mujeres. Tras unos minutos, el detective le pidió que le contara su vida y la de Sara. Él confirmó el accidente de los padres y la delicada situación en la que quedaron ellos dos para salir adelante. Trabajó como camarero, dependiente en una tienda de recambios, en supermercado, repartidor… Hasta que se colocó como vendedor en la constructora del señor Templeton. Cuatro años atrás, las ventas que hizo durante el verano fueron espectaculares y el señor Templeton se interesó por él. Un año después, le ofreció el puesto de jefe de ventas de la zona de Manhattan y comenzó una relación más estrecha. Fue entonces cuando conoció a Sara y se quedó prendado de ella. Un año después se casaron.
- Sara nunca estuvo enamorada de él, pero entendió que era su oportunidad para ser libre, para dejar de depender de mí y devolverme la deuda que ella sentía que tenía conmigo. Le dije que se lo pensara, pero ella es muy tozuda, detective.
- Aja. Entiendo. ¿Usted sabía que su cuñado era un cliente asiduo en los prostíbulos?
Mathew puso un gesto de escandalizado, se tapó la boca con las manos portadoras de manicura y exclamó.
- ¡Por Dios, qué vergüenza! Me lo dijo mi hermana, yo no lo podía creer.
- ¿Cuándo se lo dijo?
- Pues, no sé, no recuerdo, pero hacía unas semanas, puede ser –propinó una estentórea calada a la boquilla que chocó contra sus dientes amarillos haciendo un ruido que sonaba a mentira…
- ¿Dónde estaba usted el día de los hechos a las 13’30, señor Straight?
- Pues, a esas horas suelo comer, creo que ese día estaba en casa.
- Pero usted no suele comer en su casa ¿no es cierto?
- Está en lo cierto, detective, pero aquel día me dolía enormemente la cabeza y me tuve que ir a mi apartamento.
- ¿Le suenan las iníciales MP?
A Mathew empezaba a temblarle la delgada boquilla en aquellos dedos tan largos como los de su hermana.
- No, no, no sé qué pueden significar.
- Yo creo que sí que lo sabe, lo sabe muy bien.
Esta vez, con el tembleque, la boquilla se le cayó al suelo.
- Vaya, qué torpe soy.
- ¿Quiere un cigarrillo?
- No, no, gracias, hoy se me cae todo de las manos –y una sonrisita nerviosa se le escapó entre los dientes.
Newman se encendió un pitillo. Hacía ya unas horas que tenía claro lo sucedido, pero quería saborear el momento. Detrás del tenue visillo del humo, Mathew Straight ya no podía ocultar su malestar.
- ¿Cómo se llama, señor Straight?
- ¡Qué pregunta, detective! Usted ya lo sabe.
- Dígame su nombre completo, por favor.
- Mathew Philip Straigt –dijo como un niño contrariado que ha de repetir la frase.
- ¿Se veía a menudo con su cuñado?
- Por supuesto, además de mi cuñado era mi jefe y cada domingo iba a comer a su casa. ¿Qué hay de anormal en eso?
- Nada, absolutamente nada. Lo que yo quería decir es si se veía con él fuera de esas ocasiones.
Mathew se puso completamente colorado, la boquilla no temblaba pues estaba sobre la mesa tan huérfana como los hermanos Straight, pero el resto de su cuerpo era una masa de gelatina en plena agitación acompañada de gotas de sudor. El detective sacó de su dossier la agenda del señor Templeton y leyó en voz alta todas las citas que el muerto había tenido con MP en el último mes, incluida la del día del crimen. Mathew sudaba mucho.
- ¿Sabe, señor Straight? He estado dándole vueltas al tema y he llegado a la conclusión de que su hermana no me ha mentido del todo. Su marido no iba a prostíbulos, pero iba a locales de… como lo podríamos llamar –y dio una calada a su cigarro esperando ver en los ojos del que tenía delante verdadero pánico- de “ambiente”. Es decir, por si no lo entiende, su cuñado era homosexual.
Mathew se había quedado blanco, mudo, si no hubiera estado sentado se hubiera caído al suelo.
- Seguiré. Su hermana lo sabía, pero, como usted bien ha dicho, la señorita Sara se siente en deuda con su hermano. Así que, a pesar de todo, decide casarse con un hombre que no la ama, que no la puede amar, que no la amará. Todo por aparentar. Pero me da la sensación, soy un hombre muy intuitivo, señor Straight, aunque no lo parezca, de que el señor Templeton sí se casó, sí que el día que lo asesinaron estaba celebrando su boda, pero no con Sara: se casó, en secreto, de forma velada, con usted.
Straight se arrancó el pañuelo del cuello y empezó a secarse la frente.
- Quiero un abogado. Hasta ahora he accedido a todo de buena fe, ahora exijo un abogado.
- ¿Un abogado, cabrón? ¿Cómo puede ser tan egoísta? Piense en su hermana, en lo que le puede caer por encubrirle.
- ¿Qué dice? No sabe nada, no son más que conjeturas…
- Déjeme, déjeme que siga con mis conjeturas. Ese día ustedes dos celebraban el aniversario durante la comida, alrededor de las 13’30 horas, supongo que la pobre Sara debió marcharse a comprar para dejarlos tranquilos. Pero usted tenía otra cosa que celebrar. Se había enterado de que desde hacía más de un mes, Paul iba a un local muy exclusivo donde ricos homosexuales se encontraban con otras parejas. Y eso era superior a sus fuerzas, no soportó que le gustaran los chicos jóvenes, que pagara por un placer que usted podía satisfacer perfectamente.
- ¿Qué está diciendo…? –el hilo de voz que aún le quedaba se le agotó en la última palabra.
- Y la pobre y abnegada Sara aguantando los dos años de su matrimonio ficticio, disimulando, ocultando la verdad, sólo por usted, sólo por usted ella renunció a poder tener una pareja, a tener su propia vida, siempre dependiente de usted y de su amante.
Mathew Straight hizo el ademán de levantarse, pero el detective le propinó un buen empujón en los hombros que lo volvió a dejar pegado a la silla.
- ¿Sabe? Su hermana no tiene la fuerza suficiente en esas manos para atar como usted ató a su amante en la cama, con unos bonitos lazos, sí, señor; tampoco tiene la fuerza de propinar doce puñaladas tan profundas, una detrás de otra; y a su hermana nunca se le hubiera ocurrido asestarle la última en el ano. Su hermana no hubiera hecho eso nunca. ¿Qué va a hacer por su hermana ahora? ¿Va a permitir que se pudra en la cárcel por el resto de sus días? Ella está dispuesta a hacerlo y ¿usted?
Un ataque de nervios y llanto hizo aflorar el remordimiento y la culpa de Mathew. Tras unos minutos de histerismo y una copa de coñac, Mathew Straight corroboró los hechos y firmó su culpabilidad.
III
Ese mismo día, a las diez de la noche, Sara Templeton salió de la cárcel. Afuera, un destartalado Chevrolet rojo la estaba esperando. Un denso humo salía de la ventanilla bajada, debajo de un sombrero ladeado. Taconeando lentamente, Sara se dirigió hacia él.
- ¿Le llevo a algún sitio, señorita Straight?
- Una copa me sentaría bien.
Se subió al coche, Newman le encendió un cigarrillo y se lo pasó.
- No, gracias, no fumo.
El detective se echó hacia atrás el sombrero para poder observar mejor la cara de la rubia y comprobar que no lo volvía a engañar. Con la melena cogida en un moño alto, sus ojos verdes iluminaban la cabina y su amarga sonrisa lucía unos dientes perfectos, antesala a la concavidad donde esperaba poder penetrar no muy tarde.
- Creo que he de dejar de mentirte de ahora en adelante.
Newman puso el cigarro en los labios y colocó su sombrero con una sonrisa complaciente. Arrancó el coche en dirección al resto de su vida.

Nitzscheana Iluminista (Alejandro Rosales)

¿Es verdad que ha muerto?
Pero no sus herederos ni su clero
que lo han convertido en objeto de consumo.
Tal vez resucitó al tercer día
y regresó con más fuerza.

Muerto, muerto el pensamiento
Pero, ¿acaso la fe?
Su fe en sí mismo, ¿tal vez?
Y quien busca ya nada encuentra
sino la banal satisfacción
de perder el tiempo.
Es más, otros, ni siquiera buscan.

Lo cierto es que sus herederos
son quienes lo han matado
y disfrutan asesinándolo cada vez que resucita.
Todos. No importa su nombre, todos.
Los que lo alaban y los que lo niegan.

O será que disfruta con sus muertes
y se divierte con sus esclavos y sirvientes
como buen señor burgués que es.

¿En verdad ha muerto?
Muerto en suicidio colectivo

Irremediable (Eva Maria Salinas)

Noche insomne
oscurecido fantasma
aclamando los pasos del alma
que reconoce en su interior
un espacio muerto penetrado por ecos

Sopla el viento
y un instante se eterniza en los silbidos
/hondos, mordaces/
que acogen las inquietudes con que nombro
cada día
la existencia que me lleva.

Gira el mundo y me encuentro
hechada en la orilla de la consciencia
esperando
expectante
que el ángel gire sobre mi
me tome en sus brazos
y eleve
s u b l i m e
s u t i l
hasta su nido

SAM/MAS (Erick Strand)

Marta Nava odia los diálogos iniciales. Empezamos mal. Mi novela comienza con un diálogo. Pensé en eliminarlo; conociendo a la Nava y sus extravagancias, es una temeridad presentar algo así al Ferreras. Pero es que si lo cambio, cambia el sentido de la novela y lo que es peor, cambia el sentido del por qué me presenté otra vez al Ferreras.

Van seis, coño, año con año. Lo mío no sé si es perseverancia u obcecación. Tenacidad o necedad. Constancia o sodomía. Porque es que me vienen haciendo lo mismo año con año. Ni un accésit, ni una mención. Y eso que sabía que estaría Marta, que no es que tenga yo nada contra ella ¿verdad? pero de que tiene sus cosas, tiene sus cosas. Y un diálogo inicial, justo al comienzo, conociendo sus airadas declaraciones en la radio, es una temeridad. "Un diálogo es una indecisión" Eso dijo. Así, rotunda, contundente, convencida. Como si me hubiera hecho una radiografía y me pusiera una etiqueta, una capucha, un San Benito antes de atizar la hoguera. Y se me cayó el alma a los pies. A vosotros puedo confesároslo. Porque ya tenía el diálogo inicial: él y el otro él –que al final lo mata, claro- porque es la otra parte de él que quiere acabar consigo mismo. Un alter ego que no puede comunicarse sino es matando al protagonista que en definitiva es él en sí mismo, un suicida. Pero a ver: si no se hablan ¿cómo pueden comunicarse?. Entonces ¿Empiezo hablando de un florero?
Pues no. Para matar a Sam hay que dar vida a Sam y si Sam no habla está muerto, no existe. Y si empiezo con el florero, la gente pensará que la novela es acerca de los floreros y yo quiero mostrar a Sam, desde el principio, hablando con Mas, que es, es… Mas es su reflejo en el espejo bajo el cual está el florero con el agua podrida de unas flores inclinadas que se resisten a inclinarse ante Marta porque viven en Amstelveen y tienen derecho a estar tristes viendo cómo se miran Sam y Mas que hace tanto tiempo que no se hablaban porque sienten vergüenza de sí mismos. Porque siendo hermanos marcaron sus distancias y ya ni se acuerdan del por qué, solo saben a ciencia cierta que no se hablan y cuando se miran a los ojos marchitan todo lo que hay a su alrededor, como las flores, que decidieron oler mal para no ser molestadas. Entonces, Mas le dice a Sam, hermano, perdemos el tiempo de la edad y de las cosas.
A mí me contrataron para poner un guión de diálogo delante y un acento en algún lugar indefinido. Como puedo hacer lo que yo quiera, hago que Sam y Mas se reconcilien. Que Sam le cambie el agua al florero y que sonría un día más sabiendo que será el último día. Así que mi novela debe comenzar así, no es negociable:

- Hermano, perdemos el tiempo de la edad y de las cosas

Que sería el inicio perfecto si no fuera por la Nava, que cuando vea un guión al inicio de la novela no deseará seguir leyendo y yo seré el Imbécil del Ferreras por ir de kamikaze otro año más.

Sonsiente endero ncé (AlaraxZ)

Abebéa, abebea, prece de ce
sigue ce orirí bem queno quedrá
uúle crit fraewe drufurígrá
meréque uúrudi fiestelesé

Abebéa, abebea, prece de ce
marzobio defrela umbiglo terá
ararafí raráfi cusdiregrá
despára afío poeque no tasé

Sedeé sedeé sonoridana
sedeé sedeé locomirurí
vueltéme san compasiante lamodú

Sísere sidené le corodana
perduridé tanticue turiamurí
dam lapocána délo kemén aytú