miércoles, 29 de agosto de 2007

Edición de Verano

Amigos todos:
Con inmenso placer llego hasta sus ventanas para anunciarles que hay un nuevo número de nuestro Blog MILACENTOS en la red. Luego de culminar mis vacaciones y haber resuelto un serio problema con mi ordenador, he reunido algunos de los últimos trabajos enviados a nuestra lista (Escritura Creativa) para conformar esa Edición de Verano. A partir del próximo mes seguiremos brindando nuestras ediciones a partir de ahora con carácter mensual con el objetivo de buscar variedad y tener mayor número de textos. Saludos cordiales
Maikel Riggs
http://milacentos.blogspot.com/

Anotación para Argumento (Erick Strand)

Ansel recibe la visita de una vecina que no le cae muy bien. Vamos, para acabar pronto, que no le cae nada bien. Ella es una mujer sola en busca de un hombre que la acompañe más que la mantenga, pero en realidad sus atenciones no tienen la intención de seducir, sino de complacer a cambio de un gesto, una sonrisa, una buena palabra, una limosna de cariño. Echarse un cigarro juntos ya es mucho. Quiere conversar, de lo que sea. No se da el lujo de pensar que pudiera echarse nada más que un cigarrillo o hablar de trivialidades, con tal de hablar. Una vez sí se lo imaginó. Hizo cosas imaginándose con Ansel. Pero eso es secreto.
A Anselmo nunca le han gustado las fresas, ni las gilipolleces, ni mucho menos las atenciones de las vecinas sin invitación, pero acepta el obsequio con un gesto amable. Es educado, pero le jode que le toquen la puerta un sábado por la tarde. Está intentando dejar de fumar. Para Lety, Leticia Rey, es más de lo que podía esperar mientras dudaba entre si le llevaba las fresas o no. El paquete pasa un largo tiempo en el congelador. Tanto, que Anselmo se acostumbra a verlo en el mismo lugar al punto de que olvida qué es, quién se lo dio, el cuándo y el por qué. Simplemente permanece ahí por meses, ocupando un lugar preferente en la puerta del congelador. Un bote envuelto en un papel de periódico y a su vez metido en una bolsa de plástico transparente, anudada por arriba.
A Anselmo nunca le ha gustado su nombre. Se le hace ordinario, campesino, anticuado. Se lo pusieron por su bisabuelo. Si alguien llegara a saber que se llama Anselmo Héctor Jaime, buscaría la muerte por su propia mano. A Dios gracias, una vez tuvo una novia finlandesa. Fueron a una exposición de fotografía y ahí conoció a Ansel Adams. No en vida ¿verdad? pero fue suficiente. Bonitas fotos. Desde entonces se hace llamar Ansel. Sabe que nunca podrá ser un maestro de la luz, ni apretar el botón de una cámara, pero el apócope le conforta. Es una manera de salir de la vulgaridad. Ansel.
Inger fue una manera de salir de cualquier cosa conocida. Las finlandesas son fuego en la cama. Quién diría. Muy guarras. Será por el frío. Pero tanto follar por follar llega a cansar a cualquiera. Cuando has hecho de todo buscas algo más.
Un buen día… Corrijo: un mal día, con un terrible aguacero, para terminar de joder se va la electricidad. Anselmo se ocupa de lo más obvio: colocar unas velas aquí y allá, desconectar la tele y el ordenador para que no los reviente la vuelta de la energía, porque eso fijo no lo cubre el seguro… pero olvida el refrigerador. A la mañana siguiente, aún sin luz eléctrica, un charco verdoso anuncia el olvido. Todo lo que había dentro está echado a perder: el jamón de york inflado, la fruta podrida, los yogures agrios y los restos de la cena en el tupperware, apestosos. Cuando abre el congelador, los cubitos de hielo son diminutos icebergs flotando en su charquito individual de la cubitera. Un paquete de pechugas de pollo que nunca le apetecieron está de color naranja y con un reguero de sangre. El elegante helado holandés de vainilla con almendra amarga es una sopa amarilla con burbujas, irreconocible. Un asco.
El paquete envuelto en papel de periódico con el bote de fresas está humedecido en la puerta del congelador. Parece el menos afectado por el desastre. Anselmo lo saca y lo coloca sobre la barra de la cocina. Tira a la basura los cadáveres de todo lo que encuentra en la morgue en que se ha convertido su nevera. Sin luz, se ve todavía más tétrica. Intenta ignorar los olores y casi lo consigue, pues todo huele a lo mismo: a nevera. Ese olor pegajoso que resume, iguala e impregna todos los olores de lo muerto.
Abre una cerveza al tiempo, casi tibia, y le da un trago. Ya sabía que no le iba a gustar. No sabe por qué lo hace. Sí, sí sabe por qué lo hace. Lo hace para maldecir la mala suerte de que se ha ido la luz y no hay tele, ni música, ni Internet, ni cerveza fría. Afuera, no para de llover. A lo mejor el teléfono funciona, pero no quiere hablar con nadie. Quiere disfrutar la mala suerte de que es sábado y no hay servicio ni nadie que venga a arreglar esto. Que mañana es domingo y, pues menos aún ¿no?. Y que el lunes será la putada de todos los lunes, saliendo del trabajo a las diez, con suerte, y quién va a ocuparse de que en casa no hay luz y de que no pude hablar con Elena en el Messenger y seguro va a encabronar, que es su especialidad. Pero en realidad el móvil si funcionaba aunque prefiero decirle que lo estaba cargando cuando se fue la luz y no pude hablar con ella. Paso en picada. Soy un antiguo, pero paso de ti, belleza.
Las fresas eran un bloque de hielo compacto cuando las saqué del congelador. Ha sido un día de mierda, para variar. No sé por qué en la oficina hay luz, y red y de todo…y en casa… ¿Habrá ido hoy Doña Luz a la casa? ¿O habrá hecho San Lunes? Ahora que me doy cuenta, se llama, Luz. Tiene que ser una sincronicidad. Ya no se dice casualidad. Se les llama "causalidades" o "sincronicidades". Es curioso que el destino nunca se causaliza, ni se fengshuiza para que me saque la Primi o se sincroniza para tirarme a la amiga de Elena. Es que, Elena, eres buena chica; me gustas; un poco coñazo a veces. Pero Clau… Claudita, maldita seas, qué ganas te tengo. No es guapa, pero se le marcan los pezones bajo la blusa. Con areolas muy grandes. Como fresones. Me pones, Clau. Te imagino a oscuras donde no te veo y puedo tocarte a mis anchas. ¿Quieres?. Te como, Clau.
Volvamos a las fresas ¿Ya dije que no me gustan las fresas? Pues llego a casa y sigo sin luz. Maldigo en inglés, que es más cool. Es que tuve una reunión con los gringos y me aguante 45 minutos las ganas de mentarles la madre. Llego a casa y me suelto. Fuck you twice bad motherf… Enciendo las velas y ahí está el bote que dejé sobre la mesita de la cocina. Ya hizo su charquito alrededor y el papel de periódico está empapado. Abro la bolsa de plástico . Retiro el papel y lo dejo a un lado. Hago un inciso para ir a al baño con una velita. Mear y sujetar la vela es todo un arte. No me vaya a caer la cera caliente precisamente ahí. Ya, lo que me quedaba.
Saco una fresa gorda y reluciente del bote. Nos miramos el uno al otro. Ella tiesa e insultante. Yo, que odio las fresas, dominando la situación. Aprisiono el borde frío con los labios mientras ojeo el periódico mojado. No entiendo nada. Es un diario chileno. La noticia habla de una farmacéutica que recibió por error una nevera portátil con órganos para un trasplante. Me entra una risa tonta. Hablo solo, como cuando estoy solo.
Soy un degenerado: no me gustan las fresas. No las muerdo. Sólo las chupo. Siento a la vez la suavidad roja y unos leves granitos. Están heladas. Se me duerme la lengua. Esta soledad sin ruido. Clau. Miro la vela. Me estoy calentando.

Dura de roer (Anabel)

Lascivia. Lujuria. La había mirado tantas veces desde esa perspectiva.
Intentaba adivinar, coreado por Tomás y Rafa, si su culo sería tan estupendo como los pantalones vaqueros dejaban entrever; si sus pechos serían tan espectaculares como los bultos sin complejos que sobresalían de cualquier jersey por gordo que fuera. En eso consistía su primera faena todas las mañanas.
Esperaba junto con el resto de obreros en el aparcamiento de la fábrica a que llegara Marisol. Ella era la secretaría del jefe y la encargada de abrir y cerrar, casi siempre, la nave. Era puntual, siempre: a las ocho en punto su llave abría el portón dejando pasar la luz matinal hasta las adormecidas máquinas y a los obreros legañosos que seguían las indicaciones de sus pantalones sin rechistar. Codiciamos lo que vemos cada día, la máxima de Hannibal Lecter se cumplía a la perfección: todos y cada uno de ellos se había masturbado alguna vez pensando en ella. Luís no era la excepción. Sabía que Marisol era casada y madre de dos hijos, que estaba más cerca de los 45 que de 40 y que sus ojos eran una maravilla. Le excitaba su cuerpo, pero sus ojos le hacían olvidar que trabajaba en una sucia fábrica de productos de plástico. Desde regaderas a orinales, cualquier cosa pasaba por sus manos, cualquier cosa menos los ojos de Marisol. Verdes y profundos, con más fondo que cualquier embudo de los que acababa de empaquetar. Ella bajaba detrás de sus imponentes pechos a decir cuántas cajas de ensaladeras azules había que producir o cuántos juegos de cubiertos había que registrar o cuántos manteles del tipo 143 había que marcar. Ella era la que mandaba a un grupo de trabajadores con monos verdes y cremalleras hasta el cuello, ella era la que descendía las escaleras de una oficina prefabricada con vistas a un mar de hombres uniformados y cintas de transporte repletas de objetos de plástico. Hasta el jefe confiaba en ella más que en ningún otro empleado. Y hacía bien, Marisol era la mejor contable, directiva y secretaria que jamás hubiera encontrado por el sueldo que recibía. Ella era la que dirigía la fábrica. La única mujer de toda la planta, la única persona no uniformada que sólo repetía los mismos pechos y el mismo culo cada día, todos los días.
Algún que otro compañero había tenido la osadía de invitarla a un café y había sido rechazada la oferta como si se le hubiera ofrecido un viaje a los sótanos de la tortura. Ella no había sucumbido nunca, ni a los encantos de Óscar, el jefe de sección número 7. Era un hombre que compensaba sus cortedades intelectuales con un cuerpo de vértigo, un hombre de 30 años que le hubiera encantado hacer una muesca en la culata de su revólver tras un polvo con Marisol, la cuarentona. Cualquier otra fémina de su edad se hubiera sentido halagada, satisfecha por la proposición, pero ella no, ella era incorruptible, seria, responsable; el trabajo era el trabajo y nada más. Y todos lo habían entendido, todos la respetaban, aunque eso no impidiera que su imaginación volara muy cerca de ella.
- Luís, hoy de ensaladeras, 100. Después haremos escurridores hasta 500, para el pedido de Valencia –y le miraba a los ojos.
Hija de puta, lo sabes, sabes que me ponen tus ojos todavía más que tus tetas, se decía Luís. Pero su cuerpo no delataba sus pensamientos, hacía un ademán de conformidad, daba las órdenes, programaba el ordenador y continuaba su trabajo ya en los mismos tonos que el iris de Marisol. Llegaba a su casa, cenaba, escuchaba la rutina de su mujer y jugaba un rato con los gemelos, pero en la cama se acostaba con Marisol, abrazaba a Marisol, follaba a Marisol. Era como un mago, un mago capaz de disfrazar sus pensamientos y sus deseos. En eso consistía su rutina diaria.
Verano, calor, mucho calor. El aire acondicionado de la fábrica se había estropeado, los monos estaban abiertos hasta la línea de los calzoncillos. El aire acondicionado de la oficina de Marisol era independiente al de la planta y, al entrar en ella, la agradable temperatura daba la oportunidad de respirar.
- Marisol, guapa, ¿qué pasa con nuestro aire acondicionado? Porque tú estás como una reina, pero nosotros nos estamos asando.
Marisol giró su silla hacia Luís y con sus pechos dentro de una camiseta naranja de tirantes le miró a los ojos, hija puta, sabes cómo me ponen tus ojos, y con mucha seguridad le dijo:
- Ya he llamado dos veces al técnico, no da abasto; hasta la una no va a poder venir, ya os lo he dicho. ¿Qué quieres que haga?
En una de las pocas veces que Luís miraba hacía otro lado que hacía la anatomía de Marisol, observó que la pantalla de ordenador tenía abierta una página de Internet que poco tenía que ver con el trabajo.
- Y esa página ¿de qué es?
Marisol se sintió atrapada, y en un acto reflejo, minimizó la página.
- Nada, no es nada –dijo turbada.
Luís, en un arranque, se abalanzó sobre el ratón y maximizó dicha página.
- ¿Qué haces? ¿Eres tonto o qué? ¿A ti qué te importa?
Para cuando Marisol pudo arrebatarle el ratón, Luís ya se había enterado de qué trataba el foro.
- No me digas que escribes. No me lo puedo creer, eres de un foro de poesía. Ya verás cuando lo cuente allá abajo.
- No tienes derecho a decir nada, además, a ti qué te importa lo que yo hago. Si escribo poesía ¿qué? –dijo retadora y segura de sí misma.
- Nada, a mí no me importa nada –dijo Luís observando cómo sus pechos parecían más erguidos por la indignación de su dueña- pero a don Julio igual sí le interesa, saber que su mano derecha pierde el tiempo en Internet, en escribir poesía… Bueno, ya conoces a don Julio, no creo que le haga mucha gracia –y exhibió la mejor sonrisa que jamás haya podido lucir.
Marisol cerró los ojos, pareció que se había desvanecido la luz de los fluorescentes. Luís se arrepintió en el instante de haber dicho eso, él no la iba a delatar, nunca lo hubiera hecho.
- ¡Eh! Tranquila, que ha sido una broma, que no iba en serio. ¿Me crees capaz de chivarme de una cosa así a don Julio? Por favor, Marisol, que hace ocho años que nos conocemos…
-Por eso sé que a don Julio igual no se lo cuentas, pero a los demás… Os vais a hacer un hartón de reír a mi costa.
Luís respiró hondo, sabía que la tenía en sus manos; sabía que la rentabilidad que podía sacar a ese instante nunca jamás se le volvería a presentar; sabía que era su momento, que la providencia, por una vez, se había puesto de su lado; sabía que lo iba a aprovechar, lo sabía.
- ¿Qué tipo te crees que soy? Marisol, por favor. Yo no voy a ir por ahí con chismes. De verdad, me ofendes, parece mentira –y la miró a los ojos sin parpadear, sin dejar entrever sus verdaderas intenciones.
- ¿No se lo vas a contar a los demás?
- ¿Lo dudas?
- Sí, claro que lo dudo.
- Marisol, yo también escribo poesía, te entiendo perfectamente. ¿Cómo iba a ser tan sádico de delatarte?
Ante semejante declaración, ella abrió los ojos de par en par, asombrada, incrédula de lo que acababa de oír, pero Luís no parpadeaba, le aguantó la mirada hasta que ella pudo pronunciar:
- ¿Lo dices en serio? ¿Tú escribes poesía?
Luís, como un consagrado actor, puso los ojos en blanco, se sentó sobre la mesa del escritorio y, acercándose mucho, le dijo en voz baja:
- Sí, escribo poesía desde los 14 años. Nadie lo sabe, pero es mi afición secreta. No he estudiado ni nada, pero no lo puedo remediar, cada día encuentro motivos para escribir, lo que sea, cualquier ocasión es buena para expresar los sentimientos.
Marisol lo escuchaba con unos ojos tan abiertos, tan profundos, tan infinitos que Luís casi se mareó, que casi pudo componer los únicos versos de su vida perdiéndose en ellos.
- Nunca lo hubiera imaginado –exclamó Marisol completamente convencida.
- Tú sabes que los poetas no mostramos lo que somos, tú lo sabes mejor que nadie.
Marisol sonrió y escondió su rostro girando tímidamente la cabeza. Se sentía estúpida por no haber reconocido a un poeta con tan solo mirarlo.
- Sí, tienes razón: los poetas no llevamos un letrero, más bien nos escondemos por vergüenza, por miedo a que se burlen de nuestra sensibilidad. No nos entienden.
Luís echó todo sus triunfos y faroles sobre la mesa y cogió las manos de Marisol.
- Lo sé, cariño, lo sé. ¿Cuántos de los que hay allí abajo te crees que saben que me gustan los versos?
Se hizo un silencio en el que los movimientos ascendentes y descendentes de los pechos de Marisol delataban su excitada respiración.
- Nadie, Marisol, nadie, ni tan sólo mi mujer.


- Joder, joder con Luisito, que te la vas a tirar. Serás maricón, ni siquiera Óscar lo ha conseguido y vas a ser tú. Cágate lorito, ¿quién lo iba a decir? –dijo Tomás con cierto tono de envidia varonil.
Luís acabó de un trago su cerveza. Esperó unos segundos, alargados a conciencia, antes de contestar a sus expectantes amigos.
- Sólo hemos quedado para tomar unas cañas e intercambiar poesías y esas cosas. Nada más. Marisol es dura de roer, no creo que vaya a ser fácil. Pero qué duda cabe que lo intentaré. ¡Otra ronda, camarero! -y todos se echaron a reír-.
- Nos lo contarás, ¿verdad, cabrón? Porque si tu follas, todos follamos, ya sabes –exclamó Tomás.
- Con pelos y señales –continuó Rafa.
- No os preocupéis, si me la tiro os lo cuento todo ipso facto.
Ninguno entendió muy bien la última expresión, pero intuyeron que si había rollo, iban a ser informados exhaustivamente. De hecho, sólo les faltó cronometrar los relojes antes de dejar ir a ducharse a Luís.
- Y ya sabéis, si os llama mi mujer, me he ido de cena con vosotros. Si no me tapáis, no os contaré nada, cabrones –y de nuevo se volvió a escuchar la risa de los tres.

Lascivia. Lujuria. Allí estaba, radiante, vestida y arreglada como no lo había hecho para su marido en mucho tiempo. Y Luís lo sabía, tanto como ella sabía que le ponían sus ojos, hija puta, cómo lo sabes.
- ¡Vaya! ¡Qué guapa estás! Menos mal que no te pones así para ir a trabajar, no íbamos a dar pie con bola.
Marisol sonrió y Luís tuvo la certeza de que ya lo tenía todo hecho, era cuestión de tiempo, sólo tenía que esperar, que saber manejar las manecillas del reloj que jugaban a su favor. Y ya ella no pudo aguantarle la mirada.

Lascivia. Lujuria. Tendida sobre la cama de un hotel de medio pelo. Abierta de par en par como una rosa madura, a punto de que sus pétalos comiencen a caer; con el olor penetrante, casi ácido pero todavía dulce; con el máximo rojo antes de apagarse, granate encendido, antes de delatar el inicio del final. Maravillosa. Se había dado a él como ninguna otra mujer en su vida: entera y pasional; ajena a lo que le rodeaba, inmersa en esa cama que le pertenecía más que la suya propia. Dormía, su respiración era fuerte, pero rítmica, acompasada, como una música silbante. Ni siquiera el maltrecho maquillaje afeaba la imagen que Marisol regalaba a Luís: qué mujer, se le llenaba la boca al pensarlo y lo volvía a repetir, qué mujer; pechos grandes, levemente caídos pero espléndidos; vientre decorado con alguna estría, redondeado como una manzana con un gracioso agujero en medio; caderas majestuosas, increíblemente libres de celulitis; culo esplendoroso, magnífico asidero donde depositar un placer impetuoso. Abrió los ojos, cómo me gustan tus ojos, hija de puta, y le sonrió, abrió los ojos, Dios mío, qué ojos, y la luz se hizo en la habitación. La besó, la besó como no lo había hecho en toda la noche.

- ¿Qué? No nos llamaste, cabrón. ¿Qué pasa?, ¿te da vergüenza reconocer que no te la has tirado?- le increparon sus amigos.
Luís sonrió, una sonrisa de medio lado que dejaba escapar un brillo agridulce en su mirada. Abrió la boca, la volvió a cerrar y, tras encender el primer cigarrillo de la mañana, contestó:
-Nada, con Marisol no hay nada que hacer. Es dura de roer.

Averías (Maikel Riggs)

Ángeles y demonios
pernoctando en mi habitación
sacudiendo la arena de sus alas añejadas
sobre las sábanas blancas
de mi sosiego
desdibujando los espacios
donde habitan mis aguas calmas

Hamacados en mis hombros
redactan la discorde sinfonía
que interpretan mis pasos
y sus lánguidos susurros
encuentran eco en mis labios
restándome los amigos
provocando este naufragio

Flores trémulas de invierno
engranajes de nervios oxidados
averías en la mente
de un amasijo de huesos tumefactos

La larga marcha (msq)

en la larga marcha
desde la butaca
a la cocina
voy pasando por las diferentes etapas del desarrollo evolutivo del hombre
hasta el queso fermentado en azul
que aburrimiento dios mío
ojos azules y pies hinchados
en larga autopista de baldosas grises
animal sedente orante de alabastro
gafas de concha de carey
australopithecus autoimpulsado por oxígeno
cerdito rupestre
desplazamiento analógico por el dial de frecuencias controladas
moduladas al vaivén de las caderas
rebobinaje replay pista 2:
largo viaje desde
la butaca al cuarto de aseo para
evacuación intestina de los excrementos benditos por el licor estomacal
fabricado por los frailes del convento abierto a
turistas en horas convenidas
antes sesteando en sillón
ahora levantando el zapato marrón en su
primer paso en dirección
al vulgarmente llamado retrete
una sola plaza
ojos negros andar de garduña pernada estirada antes
ahora compungido en un pequeño
nudo de intervalos
camisa a rallas que
prolongándose por debajo del cinturón llegan
a morir al final del esternón
en tiempos de los romanos
algún emperador lloraba
en una copita
antes o después de haber meado horas y horas
barrigudo semisubmarino
en sus propias termas
rebobinaje replay pista 3:
en el punto de arranque del sillón ocupado
no hay extremidad superior porque
su brazo no tiene mano
otra cosa es que el ocupante se levante
y queriendo ir a algún sitio
alargue el brazo como iniciando la marcha querer quiere
saber sabe
no hay pena más grande que ser almohadón
cabeza de campana de pana
bola de sebo oída solo por las ranas
asesino se impone levantarse
mata el segundo ratatatatá y sale disparado a otra cosa
la siguiente baldosa
va hacia el frigorífico donde está escondida la cornucopia afeitada
muere del susto
arrastra con él otros muertos.
rebobinaje replay pista 4:
como por simpatía
naciendo de la misma obligación
le nacen manos a los brazos del sillón
reposa allí indolente en su igualdad
el cuerpo etéreo del doble astral, un personaje innoble
disfruta el doble
y gasta la mitad y su condición es fluida
a la deriva
al alimón entre lo que es él y lo que fuera yo
no presenta bolsas debajo de los ojos
y hablando de bolsas
se levanta camino de un asunto después de
pararse en un punto.
Se han de sacar las bolsas de basura que hay en un rincón
piensa con ligereza
-una gentileza de la memoria flotante-
le asiste al instante
experto que es en nudos marineros ata de las bolsas el cuello y
se tira con ellas por el balcón.

Mentiras que he conversado con mi hijo (Kepa Uriberri)

Elegimos comer frutas de postre. Mi hijo JP y yo pelamos unos plátanos. Le doy un par de mordidas al mío y veo que tiene unos hilos. Los tiro con cuidado y los arranco hasta la raíz del fruto hacia el fin de la cáscara.
- Papá - dice mi hijo: - ¿Qué son esos hilos que le sacaste al plátano? -. Nunca me hice esa pregunta de modo que no sé lo que sean, aparte de algo propio de los plátanos, pero aventuro una respuesta completamente falsa que no puedo retener. Mi defecto es la fábula y la ficción. Le digo:
- Son los estambres de la flor.
- ¿Flor? - dice -. ¿Qué flor?.
- Bueno - empiezo con mi mentira -, en el árbol de plátano, que es el segundo más grande después del baobab, en estado salvaje, porque en los platanales agrícolas no les permiten crecer; en los racimos, al término de la maduración esto que nosotros vemos como cáscara, revienta y los trozos se enroscan hacia atrás, pero al revés que como nosotros lo pelamos, convertidos en pétalos de color morado intenso y esos hilos, que tú me preguntas, son los estambres de cada flor, de modo que el racimo se llena de flores fragantes y coloridas. La pulpa se ha convertido en polen y néctar de color amarillo intenso. De los agujeros del tronco del árbol aparecen, entonces, unos animalitos pequeños, tan pequeños que cabrían en la palma de la mano, como unos murciélagos pero sin alas, llamados musarañas, y devoran el néctar sabroso y dulce de la flor. En este proceso quedan llenos de polen en todo el cuerpo. Aparecen, luego, al atardecer, unas mariposas tan grandes como una mano del abuelo, que en las alas tienen dibujado un diseño de calavera humana para espantar a las serpientes. Ellas se introducen entre los pistilos azules y quedan llenas de néctar en las patas y de polen en las alas. Las musarañas saltan sobre estas mariposas y las cazan cuando están dentro de la flor del plátano, sin embargo en ocasiones caen de la flor y fertilizan el suelo al despedazarse en su caída que puede alcanzar hasta los mil doscientos metros. Cuando la musaraña logra cazar a la mariposa, su pelaje queda lleno de polen.
- Los platanares se fertilizan de este modo en el desafío de la mariposa calavera y las musarañas, llegando a producir enormes bosques de plátanos, mientras que un plátano de cultivo productivo no suele alcanzar más de un metro veinte de altura y sus racimos, que de otro modo se convertirían en bellas flores, son arrancados aun verdes y vendidos en cajas refrigeradas como frutas en el mundo entero - concluyo.
- Yo creía - dice JP - que los plátanos crecían a ras de suelo, y eran como las alcachofas, unas plantas chicas de puro plátano.
- Bueno, ya puedes ver cómo se equivoca uno cuando hace suposiciones. En Madagascar los bosques de plátanos y los de baobábs compiten en altura y extensión. Los baobab son tan altos y grandes que en la antigüedad el hombre, amenazado por los depredadores, vivía en lo alto de estos árboles y llegaba incluso a construir ciudades enteras en la copa de un solo baobab. Por las tardes las gentes se juntaban a la orilla del árbol, en las ramas más altas, a contemplar las batallas entre las musarañas y las mariposas, que en su vuelo y la lucha feroz hacían volar el polen multicolor y los pétalos de las flores, que contra los rayos del sol poniente asemejaban fuegos de artificio. De aquí, tan antiguo, viene el dicho de "Estar mirando las musarañas" cuando alguien está muy distraído.
JP maravillado con estas historias me pregunta:
- Papá: ¿Cómo es que sabes tanto de todas las cosas?.
- Mira hijo -, le respondo - cuando tú hayas vivido tanto como yo, verás que todo esto que yo sé es apenas nada. En aquel entonces yo ya no estaré aquí sobre los baobábs contándote estas cosas, sino quizás las haya olvidado y ya no tenga claro ni tu nombre. En ese tiempo tú estarás aquí arriba contando a tus hijos aquellas cosas que yo te he contado y ellos creerán en tu enorme sabiduría. Por mi parte, todo esto que te cuento yo lo he llegado a saber porque nunca tuve oportunidad de estudiar nada. Fue de ese modo que debí ocupar mi capacidad en prestar mucha atención a todas las cosas, y fijarme en cada realidad, sin dejar escapar ninguna, para no caer de las altas arboledas cuando vinieron aquellos hombres que cortaron todos los bosques. Cuando eso sucedió pudimos ver que los baobábs, que tenían el tronco, a veces tan grueso como un edificio de cuarenta pisos, estaban en su interior llenos de agua, por lo que resistían las largas sequías que se producían en esa época. Cuando aquello ocurría, en la medida que el árbol consumía su agua interior su tronco adelgazaba, a veces tanto, que su envergadura no superaba unos pocos centímetros. Entonces el árbol se doblaba con el peso de las ciudades construidas en su copa y todos caíamos al suelo y era necesario defenderse de los depredadores salvajes. En la sequía grande, que hubo antes del diluvio el hombre dejó definitivamente de vivir sobre los árboles pues se había hecho insostenible. Cuando aquello pasó, el hombre comenzó a hacer agujeros en el tronco de los árboles para abastecerse de agua, pero la que manaba primero, de la parte más superficial del tronco era tan espesa, que con ella se hacía utensilios de ebonita, galelita y baquelita. El ser humano progresó mucho gracias a eso, hasta que llegó a construir juguetes de plasticina, el primer teléfono de galelita y el primer neumático de caucho, que luego dio origen al automóvil que ha sido nuestra perdición.
Después de mirarme fijo a los ojos durante un rato, con el rostro lleno de sorpresa y admiración, mi hijo JP me dice, con cierta sonrisa:
- Papá: ¿Me estái hueviando?[*].
- Sí, hijo. Tú sabes que sí.
- Sí - me responde -. Yo sé que sí, pero aprendo mucho cuando nos cuentas estas mentiras.

Me Valgo (Alicia Raquel)

Me valgo de tu sonrisa, cual escalera
escrupulosa, de diáfanos deleites
que me conduce al cielo.
De la tempestad de tu boca que
prodiga trémulas estrellas
titilantes y peperinas refrescando mi cuerpo.
En volutas turbulentas,
donde se pierde mi angustia,
y se sacia mi ansia
de aprendiz de gaviota.
Me valgo de tus brazos que abarcan
la circunferencia vaga de mi ausencia
y me retienen toda sin sostenerse a nada;
haciéndose eco de una voz sin sostenidos ni bemoles
- Mi gemido que no arenga-,
que las multitudes reconocen
como el desvarío obsesionado de la
enamorada que te ama a solas.
Me valgo de tus muslos plateados
como suaves montes hacia el camino de tus besos,
y hacia el desatado huracán de mi amor sin cadenas,
me valgo de tu sonrisa, cual escalera…