sábado, 31 de marzo de 2007

El vestido (Sara Tege)

Cuando se la llevaron, Mara seguía pensando que lo que menos quería era casarse con Simón.
Lo había estudiado de reojo con su mirada de niña, el día que sus padres se lo presentaron. Era demasiado obeso para caminar junto a su pequeño cuerpecito por las Galerías de Miraflores. ¿ Qué iba a decir la gente? El saco apenas prendido debajo de ese vientre espeso, artificial, como el de un payaso de circo. Ella sabía que una de sus obligaciones después de la boda sería dormir con él, soportar caricias y otorgarlas. Imaginó su mano pasando sobre el conjunto de pelos que le asomaban en el pecho a través del cuello de la camisa y apretó la muñeca que le regalara su abuela contra sí. Lo único bueno que le encontró a Simón fueron los modales; pero al cabo de un rato, los interrumpieron estridentes carcajadas que brotaron desde el fondo de su garganta. ¿ Por qué la obligaban a casarse con ese hombre?
Durante semanas los sueños se trasformaron en insomnio y, al llegar la madrugada, las pupilas encendidas en la oscuridad, acompañaban la obsesión de interrumpir aquel casamiento. Habló con su madre, pero sus argumentos cayeron en saco roto. "El amor... querida Mara. Veinte años más que vos, ¡qué son veinte años! Sé lo que te digo: con el dinero que tiene, rápido consolará tu angustia."
Hizo intentos con su padre pero él, con el ceño fruncido, contestó que lejos estaba de ella, el poder de aquella decisión.
Los preparativos ocuparon por completo los días siguientes. Mara continuaba con los insomnios, comía poco y hablaba menos. Más de uno notó que sus nervios estaban algo desordenados. La madre solía encontrarla al lado de la ventana, con la vista perdida. "¿Qué mirás", le preguntaba. Ella contestaba siempre lo mismo: "¡Qué larga es la calle, madre, y en cuántos caminos se pierde".
Aquella tardecita de marzo, después de la última prueba, la modista prometió volver por la mañana a vestirla para la ceremonia. El vestido quedó sobre el sofá de la habitación. Blanco, vaporoso, inquietante.
La noche cayó serena. La luna picaba el espejo, desmembrándose en pálidos haces que irisaban el vestido. Mara lo miraba sin renunciar a su idea fija.
Nadie la escuchó bajar la escalera. Ni vieron la filosa sombra que deambuló por las maderas enceradas de la habitación. Tampoco, los cortes que destrozaron, junto a la lentitud de las horas, cada brote de encaje que se desprendía del vestido.
Dicen que cuando se la llevaron, sonreía como jamás había sonreído.

Dónde te busco (Maikel Riggs)

Dónde te busco

por las mañanas

estrella fugaz

que intento atrapar

a deshoras

con mi anzuelo poesía

y te escurres

súbitamente

entre la ranura imperfecta

de unos torpes (por enamorados)

dedos

Quisiera (Eva Maria Salinas)

Quisiera encontrar las sinrazones
reconocer las absurdas obsesiones
que gobiernan mis manos
las ansias que se ocultan
tras quimeras
el espacio impenetrable donde la luna
se hizo sombra
Quisiera empezar
las crónicas de mi muerte
escarbarme paso a paso
conocer los rincones
donde mi esperanza
cayó derrumbada
donde la brújula
bufoneó a mi norte
alzarme en paz hasta mi tumba
Quisiera aniquilar
la temible inquietud de hallarte
la bruma pasajera del mar
cuando no es mío

Quisiera desnudar
de sinceridad los pensamientos
los sentidos de mis pasos
las palabras que te nombren
la brisa sutil que despierta cuando te evoco
Quisiera hallarte
y escapas
fantasma escurridizo
incertidumbre / desvelo
misterioso espejismo mis manos

A Cristina Peri Rossi (Kepa Uriberri)

Ajadas, tantas primaveras
vagan
en el vietre, pleno
de inconmensurables flores.
Son esferas donde bogan
vagarosas en la espuma
del lodo antiguo
apolilladas
luciérnagas.
Caracolas en su baba.
El vaho de los pájaros
crece de su vientre
como últimas mieses.

Base por altura de un escrito (msq)


El ángel cobrizo (Anabel)

Maikel corre por El Malecón. La espuma del alborotado mar le moja la cara, la camisa abierta, el pantalón vaquero cortado a la altura de las rodillas, las sandalias. Empapado, con su brillante pelo negro parece un ángel moreno que fuera en busca de las alas olvidadas en algún rincón después de besar unos labios ardientes. Y es que Maikel es un despistado, un joven estudiante con muchas ideas en la cabeza y pocas horas en el día. No le gustan las premuras, se declara abiertamente pacífico, amante de la vida sencilla y de las mujeres capaces de dar sin esperar. Él les regala su cariño para llenarlas de vida, para que no olviden que un ángel bronceado estuvo en su cama. Y no lo olvidan. Pero hoy Maikel tiene prisa, más que prisa, urgencia que le aprieta el corazón. Y corre, corre por El Malecón. Siente como su sangre empuja las venas de sus sienes y su sudor se mezcla con el agua salada. No quiere pensar, sólo correr.
Atrás ha quedado El Malecón y se adentra por las desconchadas calles de La Habana, por las que tantas veces ha paseado su grandes ojos en busca de otros ojos donde posarse, donde mostrar sus poéticas ocurrencias que tanto éxito tienen, que tanto calor le proporcionan. Pero hoy las miradas no encuentran respuesta, los ojos de Maikel miran hacia delante con desespero; hoy el aroma a ron de los soportales de las casas que tan bien conoce no le estira de los brazos impidiéndole retirarse a estudiar.
Nunca había pasado tan veloz por el Vedado, la calle 21 se niega a aparecer. Por fin, la fachada blanca del ISLA (*) se deja ver y Maikel atraviesa la verja casi sin aliento. Se dirige hacia el salón donde los únicos adornos de las múltiples mesas son los dameros y los trebejos que habitan en ellos. Rodeado de un grupo de gente, acostado sobre uno de los sofás, José Raúl respira con dificultad. Al ver a Maikel, el niño alza la mano. Maikel intenta secar la suya en las ropas pero éstas están mojadas también. La siente fría, fría y pequeña. Mano que con magistrales movimientos ha ganado a los mejores jugadores de Cuba, entre ellos al propio Maikel. Pero José Raúl sabe que a Maikel le derrotó más que a los demás.
- No es tan importante ser el mejor. Yo siempre envidié cómo te ligabas a las chicas, nadie sabe hacerlo como tú –una leve sonrisa intentó mantenerse en los macilentos labios del niño-. Sigue jugando, sigue amando, sigue haciendo lo que te guste. Si has de destacar en algún arte, el arte te encontrará a ti, y será sin avisar.
Parecía que el niño hubiera hablado por inspiración divina, pero así era José Raúl: espléndido en sus afirmaciones, expeditivo en su juego, fulminante en su muerte. Todos creían que tenía un gran don; todos creerán que ese gran don fue la causa de su temprana marcha.
Sintió su mano todavía más fría, más pequeña y escurridiza. Se le escapó y cayó sobre el pecho del muchacho emitiendo un sonido hueco.
Las lágrimas de Maikel se mezclan ahora con su sudor y con el agua del mar. Sal sobre sal. Cabizbajo, se dirige a La Habana Vieja. No podrá olvidarse nunca de su mayor adversario de ajedrez: un niño de doce años con nombre de campeón mundial, que se convirtió en su gran maestro entregándole una magnífica lección sobre la vida.
Poco a poco, la música y la visión de cuerpos bailando el son le hacen latir más rápido el corazón. Vuelve a encontrar ojos abiertos de par en par, unos conocidos, otros por descubrir, y siente que las alas le vuelven a elevar unos centímetros por encima del suelo demostrando al mundo que es el ángel cobrizo de La Habana.
(*) ISLA: Instituto Superior Latinoamericano de Ajedrez

Siempre sin título (C. Dolores)

Más allá
tira de ti.
Tu nombre
todo a un tiempo
nace súbito.
Pero pronuncia el nombre
de quien odias o amas.
La caza de existir.
Tu nombre por el otro,
la única posibilidad.

Donde hubo y ya no queda (Erick Strand)

Masticar duda a Norte perdido
Donde hubo entonces ya no queda
Roto el rumbo, quebrada la vereda
Por donde paseaba yo contigo
Hojarasca empeñada en cubrir rastros
De éstos que eran uno

Es más, nadie nos recuerda
De nuestros pasos acompasados
Ninguno dejó huella
Ni puedo ya encontrar ese camino

Vuelvo el rostro a veces
Intento encontrar la muchacha enamorada
Y el viento remueve la hojarasca
Me trae un aroma que intenta ser tú
Parece que vuelvo a sentir por un instante
Tu mano diciéndome de nuevo siempre juntos
Y algo se me mete en los ojos
Me hace llorar y maldecir
Y ver borroso
Como se ven los recuerdos más felices

Arrecia el viento y se lleva todo
Incluida mi bufanda
La que anudaba al cuello en memoria de tus brazos
Y recuerdo con un esbozo de sonrisa
El apunte de calor que dejó un beso en mi cuello
Y que hasta ahora perdura

En la ventana (Alexqk)

Llego a casa, abro la persiana de mi habitación y lo veo allí en su ventana, mirándome. Es como si me estuviera esperando. Está con los brazos cruzados y puedo sentir sus ojos en los míos. Me aparto enseguida del cristal y me he lío un cigarrillo – cada día me salen peor -, mientras fumo vuelvo a mirar y sigue allí en la misma postura. Me vuelvo a apartar y termino el cigarrillo intranquilo. Luego me asomo de nuevo pensando en que ya se habrá marchado pero sigue allí de brazos cruzados, sin apartar la mirada, así que lo miro fijamente yo también, cruzo los brazos y estamos así unas cuantas horas hasta que el cansancio –él- me vence y desisto. Me aparto de la ventana, pero esta vez con una profunda sensación de derrota. Creo que nunca he conocido a nadie tan terco.
He decidido grabarlo con una pequeña cámara digital de vídeo, así que esta mañana antes de ir a trabajar compruebo si él sigue allí. Sigue, de hecho da la sensación de que no se ha movido en toda la noche. - Será cabezón -, pienso para mí mientras coloco la cámara y la dejo grabando. Mi intención es tener material suficiente para entrenar antes de que decida enfrentarme de nuevo a él. Podría entrenar frente a un espejo pero yo no soy él, mi mirada no es tan incisiva, por otro lado, entre su ventana y la mía hay una calle bulliciosa con miles de estímulos cada minuto, y el duelo implica mirarse a los ojos, clavar los ojos en los del otro sin que medie un autobús o el conflicto de dos conductores en el semáforo.
Llego a casa bastante cansado, como algo rápido y voy a retirar la cámara, él sigue allí, - es increíble, jamás podré vencerlo -, voy al salón, conecto la cámara al televisor y reproduzco lo que la cámara ha grabado mientras tomo una cerveza y tengo grandes dificultades para liar un cigarro que luego pueda fumar sin quedarme con el filtro entre los labios al retirar el cigarro de mi boca. El video me revela que no se ha movido de la ventana en al menos todo el tiempo en que la cámara ha estado grabando. Me mira desde la grabación fijamente y no puedo evitar imaginarlo en la ventana mirando en esos mismos instantes. Trato de concentrarme en la grabación, de pie, enfrente del televisor con los brazos cruzados me centro en su mirada grabación tras grabación, él en el video nunca cede y eso me sirve para fortalecerme, como un boxeador que golpea incansable al saco sin lograr tumbarlo directo tras directo.

Dedico tres o cuatro semanas a mirar el video hasta que un día decido enfrentarme a él de verdad, no a su imagen. Salgo a la ventana y está allí, nuestras miradas se enzarzan la una con la otra como si en la calle dos automóviles trataran de aparcar en el mismo hueco libre. Tras unas cuantas horas noto como comienza a ceder, al principio es un leve parpadeo, luego aparta la mirada durante un par de segundos, yo me crezco, abro la ventana sin apartar mis ojos de los suyos, apoyo los codos en el alfeizar y saco un poco mi cuerpo como para acercarme más, como para golpearle más fuerte. Vuelve a apartar la mirada un leve instante pero persiste. Sé que lo tengo, que es cuestión de tiempo el que ceda, lo sé porque me mira sin apenas convicción y yo puedo sentir las llamas brotando de mi nervio óptico. Finalmente cede, aparta sus ojos de los míos y se retira de la ventana con expresión apesadumbrada. Lo he vencido, por fin. Todavía estoy un par de horas mirando su ventana vacía como si él continuara allí, mis ojos saborean el triunfo escudriñando su habitación, como si quisieran atravesar los tabiques y el ladrillo. Creo que si durante esas dos horas - de la victoria - hubiera salido de nuevo habría podido radiografiar hasta el rincón más oscuro de su alma. Pero no vuelve a salir así que me retiro yo también. Decido celebrarlo con una cerveza fría y esta vez me lío un cigarrillo perfecto. Voy a por otra cerveza y a través de la ventana de la cocina, que da a un patio interior veo a una vecina en su cocina, decido acercarme a la ventana y mirarla. Ella me ve y primero retira sus ojos de los míos, pero luego vuelve a mirar para ver si continúo mirándola, y esta vez ya no se retira.

Lluvia (Eva Maria Salinas)

Cada gota
que moja tu cuerpo
esta noche
se desviste para amarte
te acaricia y recorre
te abraza y se derrama
tibiamente
hasta fundirse en tus manos

Cada gota
es el misterio
que mis ansias reclaman
la sed
que duele en mis labios
el amor
que abre sus alas
tímidamente
en tu cielo.

La sopa de piedras y la obra literaria (Kepa Uriberri)

Recuerdo, en este momento, como ejemplo de una historia que habrá sido narrada de miles de maneras diferentes, la de la sopa de piedras. Es un relato que pertenece al folclor y que refleja la picardía del hombre humilde de los pueblos hispanoamericanos. Intentaré hacer un reseña breve para que se me entienda mejor.
Por ese tiempo Pedro Urdemales estaba tan arruinado que había tenido que caer en la mendicidad. De este modo, golpea la puerta de una casa y le dice a la patrona: "Señora; sería su merced tan generosa que me llenara este tarrito con agua para prepararme una sopita de piedras, mire que tengo tanto hambre". La mujer, sorprendida, le pregunta: "¿Cómo es eso de preparar una sopa de piedras?". Urdemales explica que elige tres piedras de buen tamaño, ni muy grandes, ni demasiado pequeñas y se cuecen a fuego lento hasta que sueltan el caldo. "Entonces se toma bien caliente" concluye. No sin muchas dudas la mujer le llena el tarro con agua y se queda mirando cómo Pedro prepara la sopa. Éste selecciona tres piedras, las limpia bien limpias y las echa al agua. Como la mujer lo está observando, le dice: "Señora; sería usted tan bondadosa de convidarme, si le sobraran, unas dos papitas para ponerle a la sopa, para que quede un poco más enjundiosa". La mujer conmovida de la pobreza del hombre y lo magro de su almuerzo, le convida dos papas que él añade a la sopa de piedras. Antes de poner al fuego el tarro de sopa el hombre mira con ojos lastimosos a la mujer y le pide: "¿Y no tendría por ahí una zanahoria vieja que me sirviera para dar color a la sopa?". La mujer le convida la zanahoria y también, del mismo modo un trozo de zapallo. Con el mismo artilugio Urdemales consigue media cebolla, un puñado de arroz, y hasta tiene la desvergüenza de pedir un hueso viejo.
"Si tuviera, mi señora linda, un huesito de esos que le tiran al perro, nada más que para la consistencia, que me pudiera facilitar y después se lo devuelvo". La mujer conmovida le da, por supuesto, un trozo de carne. "Señora" dice por último el pícaro, "¿No me haría la bondad de ponerme al fuego mi tarro de sopa hasta que las piedras suelten el caldo?". "¡Como no!, buen hombre" dice la dueña y le cocina la sopa de piedras a Urdemales. Cuando ésta está lista, el hombre se sienta a la sombra de un árbol y con extremo cuidado saca las tres piedras y las bota a un lado antes de tomarse su magnífica cazuela con un estupendo trozo de carne, ante la mirada atónita de la patrona.
Esta historia me hace pensar, y quienes sepan de cocina pueden estar en acuerdo u opinar en un sentido completamente diverso, que muchas veces el elemento central de un plato resulta casi sobrante en el contexto de este. Podría dar como ejemplo la paella o arroz a la valenciana, donde el arroz, por sí mismo tiene tan poca gracia, que aliñando y aliñando el plato con un marisco y otro, con chorizos y carnes, azafrán para el color y tanto otro, lo que hace sabor al plato y gusta, no es el arroz que sólo sirve de volumen, sino todos los otros adobos y acompañamientos. Es también así, casi siempre con ciertas ensaladas verdes, a las que quitamos el sabor a pasto con aceite de oliva, limón o vinagre, talvez mayonesa, queso rayado, salsa de soya, algo de picante, trocitos de aceitunas y cuanto más. La salsa añadida llega a ser tan sabrosa que uno termina por pensar que por qué mejor no sacarle el pasto que no le hace mérito alguno.
Casi siempre el narrador inexperto, tal vez sea lo mismo con el poeta novato, busca para construir una historia o un poema, un hecho fundamental, sorpresivo o impactante o en poesía un sentimiento de intensa profundidad. A falta de ello a veces se estruja la imaginación hasta las más bizarras fantasías que llegan a rayar la puerilidad. No obstante si uno analiza muchas grandes obras literarias, su contenido es de una sencillez increíble: Un niño que no quiso crecer, cuya voz tan aguda rompía los vidrios, o un novio que devuelve a la novia porque no es virgen, desatando un asesinato brutal ejecutado con una ingenuidad infinita, o el largo periplo de una familia para enterrar a la madre, que concluye en la compra de un fonógrafo y una nueva mujer. Cuantas veces ese centro de la historia es casi una disculpa para un relato riquísimo, lleno de eventos y elementos que son los que traen aparejados el interés del lector y componen el verdadero valor narrativo. Muchas veces parecería que las mejores obras literarias son como una sopa de piedras, donde la disculpa para interrumpir al lector y capturar su atención es el garlito de las piedras que luego se sacan y se botan, dejándonos una sabrosa cazuela.
Después de mucho tiempo tejiendo historias, sin demasiada aptitud para lo sorpresivo, sino más bien interesado en la reflexión que se va enredando en el relato, puedo decir que como en la cocina, casi siempre el encanto de la obra literaria lo hacen los aliños y las salsas más que el arroz o las piedras. Talvez por eso la poesía nunca abandone el lirismo y la narrativa no llegue jamás a ser lineal y sorpresiva.

Solos (msq)

solos
frente
a
globos sonda solo
los que vienen
dados a conocerse
como
pasteles de merengue celestes
solo globos
en la garganta
tragan
burbujas aéreas
en el azul líquido que pasó a sólido como un cristal levantado del mar
y en el centro
tarta volante identificante edulcorante
globo volante

miércoles, 14 de marzo de 2007

A Canadá (Pilar A.)

He estado fuera -en comisión de servicios le llaman- una larga semana. Ya estoy otra vez en mi despacho, en mi rutina, en el automatismo, en el rito, en el hábito. He vuelto a mi mesa llena de asuntos por resolver, a los aburridos saludos de compromiso, a las explicaciones absurdas, a los comentarios innecesarios, a los chismes que no me interesan ... el tedio llama otra vez a mi puerta.

Tengo que sacar tiempo para escribir y escaparme... tal vez a Canadá. Porque sabed que cuando era muy pequeña me regalaron una caja de galletas en la que había dibujado un policía con una guerrera roja montado a caballo, detrás de ellos unas montañas nevadas, un lago con una llanura de árboles y una casita con una chimenea humeante y un perro en la puerta. Mi madre me dijo que aquello era Canadá. Yo me quedé mirando la caja sin querer abrirla, sin importarme lo que había dentro. Recorté la imagen y la guardé entre mis cuentos, han pasado tres vidas y todavía la guardo entre los apuntes de la universidad, una carta de amor anónima que recibí cuando tenía treinta años, con dibujos de nubes y girasoles; mi vieja colección de discos de vinilo y un muñeco “Tumbelino” que me trajeron los Reyes Magos el año en el que yo iba a cumplir los ocho.

Cuando sueño con huir siempre fantaseo con hacerlo a Canadá, a esa casita junto al lago, a ese paraíso idílico de la caja de galletas...

Me llevaré mi portátil para seguir en contacto con vosotros, que no os quepa la menor duda.

Besos a repartir.

Ausente por gracia (Kepa Uriberri)

Me planteo el misterio. Existe tantos misterios: El de la vida, el del amor, el de mi origen y el suyo, el de su destino y el mío. Alguien habla del espacio ilimitado y de todo aquello que no ocupa espacio. Entonces me pregunto: ¿Qué ocupa lo que no ocupa espacio?. Es que algo ha de ocupar si no es espacio, así como ha de haber cosas que ocupen tiempo, como de hecho nuestra vida lo hace. ¿Y después?. Sí. Cuando la vida ya no es, cuando sólo dejamos pellejo y hueso, sangre seca y nervio muerto: ¿La vida; a donde va? ¿A donde vuelve?. Yo ya casi no creo en nada me dijo, muy seguro, y miró el suelo.
Yo ya casi creo en todo, quise responder, mirando al cielo, pero no sabía en qué. ¿En qué todo creo?. Creo que no siempre existí, creo que no siempre existiré, y creo para todas las cosas que así fue. Pero entonces tengo dudas y miro el suelo. Pregunto: ¿Y quien existió primero?. Alguien me susurra, pero rebelde, entonces respondo: "¡No, no, no!. Ése no". Es que en realidad no lo creo, o mejor, no quiero creer. Cualquier causa ha de ser de frío hielo. Y me susurran: ¿Y cual la causa del frío hielo?.
Creo en el estallido imperecedero, que dio origen a las luminosas estrellas del cielo. Creo que antes sólo la nada flotaba con su eterno celo. Creo en su lento enfriamiento, y que ocuparon el espacio entero: Hidrógeno, oxígeno, y hierro, carbón y estaño en la luna de enero. En ese orden creo. Creo en la vida surgida de ellos creo que no hay caos sino sólo lo que no comprendo, y así en sus inmanentes leyes se llamó universo, y fue orden y fue progreso, hasta que uno fue expulsado de su inocencia, creado de esos mismos elementos. Creo que por eso no creo, se que soy sólo verbo por eso en verbo no creo. No hay acción sino reposo eterno. Y si no lo hay es sólo lo que es.
Me opongo. Es en Dios en quien no creo. Así pues si no le puedo poner un nombre, entonces no creo. Le llamo Cosa y hace mucho se llamó tan sólo "El que es": ¿Pero Dios?; Dios ¡jamás!. Ése ya no existe pues ese es el dictador de todo, o un nombre vacío. ¿Le llamaré Causa?, ¿Origen?, ¿Destino?, ¿Caos?. Le llamaré Todo, o Perfección. Quiero llamarle Bondad y cortarle la otra mitad: ¡Qué soberbia!: O te dejas crear o no eres el creador. Entiende al fin que todo retorna y saborea el infinito sabor de su cola; y cuando así sea tal vez te llame "Yo", ya que fui quien te creó, y me dejé crear por ti.
Creo ser tu único juez, nacido virgen de error: Creo que soy tu señor, de ti nacido, y de ti creador. Me creaste de tu naturaleza: bueno y malo, magnánimo y vengativo, odio y amor, y así también te cree yo, para disfrutar del bien y el perdón, de la caridad y del amor. Padecí del mal, y del poder, por eso te asesiné, te privé de nombre y me privé, así pues vivo en mi propio infierno hace tres largos días y sólo resucitaré cuando te ponga nombre otra vez: Pero Dios; ¡Dios jamás!.

El arcón (Alexqk)

Hacía varias semanas que Luis no descansaba bien. Era extraño ya que él siempre había sido de buen dormir. Un día se levantó con la espalda dolorida, como si su colchón hubiera pasado de lo mullido a lo arisco por arte de magia. Se miró al espejo y unas ojeras delataron su mala noche. Luego preparó café y mientras bajó a por la prensa. Ya de vuelta tomó el café bien cargado mientras ojeaba los titulares. Cuando terminó se sentó a escribir. Trabajaba en una novela policíaca en la que un detective, Núñez, - cuya vida era un tormento desde que por accidente matara a un compañero al confundirlo con un criminal en un oscuro almacén -, investigaba la muerte de varias prostitutas de bolso y acera. Era una trama oscura que giraba alrededor de los tormentos personales de Núñez y la violencia entre seres humanos, todo ello en el marco de la decadencia de los bajos fondos y aderezado con toques de sexo y escenas de los crímenes descritas de manera bastante explícita.

Luis sólo llevaba varias semanas escribiendo, aunque trabajando en la novela llevaba años. Durante largos periodos había torneado lentamente a Núñez – del que tenía más páginas escritas que de la propia novela -, torneó y torneó hasta que logró imaginarse con soltura y naturalidad - sin ni siquiera pestañear -, ver a Núñez en infinidad de situaciones: rodeado de prostitutas descuartizadas, visitando a un pariente enfermo en el hospital, en una cena con compañeros del cuerpo, haciendo el amor con alguna relación esporádica e incluso leyendo en el baño. Eran como pequeños “role playings” a los que Luis se sometía en cualquier momento o situación. Haciendo la compra de la semana, entre los puestos del mercado de abastos Luis se planteaba: ¿te imaginas a Núñez comprando verdura fresca? Luego llegaba a casa y escribía pequeñas historias con Núñez de compras o Núñez de paseo.

Luis nunca hubiera sospechado que la causa de que repentinamente durmiera mal por las noches fuera el hecho de comenzar a escribir su novela, salvo porque una mañana, al despertar con bastante mal cuerpo, recordó que había tenido inquietantes sueños en torno a Núñez. Recordó en su sueño verse a sí mismo durmiendo en su cama pero en mitad de un enorme almacén oscuro, era el mismo almacén en el que él había imaginado que Núñez mataba a su compañero por error. La cama estaba en mitad del almacén y a unos cinco metros había un arcón frigorífico blanco. Luego Luis escuchaba pasos afuera y alguien abría la puerta del almacén de un empellón, él instintivamente se encogía entre las sábanas y se hacía el dormido como para pasar desapercibido – o por alguien dormido que no va a ver nada -, pero entreabriendo los ojos, podía ver una silueta que se recortaba en la claridad que penetraba por la puerta. Podía escuchar su respiración jadeante e imaginarse su mirada escrutadora. Luego podía verlo avanzar, lentamente, expectante ante cualquier contratiempo, y pistola en mano se acercaba al arcón, lo abría y la estancia se iluminaba con la luz blanquecina que brotaba de su interior, y entonces Luis podía ver el rostro de Núñez mirando en el interior y como sus ojeras enmarcaban una auténtica mirada de horror.

Esa fue la primera vez en que Núñez se le apareció a Luis en sueños, pero a partir de entonces, además de la sensación de no haber descansado o el dolor de espalda, al despertar por la mañana, a Luis le quedaba dentro una profunda desazón por lo soñado la noche anterior. Conocía cada surco, cada arruga, cada rasgo de la cara de Núñez – lo había creado él – pero no lograba imaginar qué es lo que podía provocar en Núñez tal expresión de horror al abrir el arcón frigorífico. El rostro de Núñez nunca había desprendido tanto horror, ni siquiera cuando se dio cuenta de que había cosido a balazos a su compañero en el almacén.

Pasaron varios meses en los que el sueño del almacén y la cara de horror de Núñez al abrir el arcón fue recurrente, noche tras noche, Luis retornaba con cama y todo a aquel almacén, y día tras día trataba de rebuscar en su interior, de ponerse en la piel de su atormentado detective de los bajos fondos, que se movía entre asesinatos de prostitutas buscando al asesino, sin lograr encontrar explicación a la expresión de horror de Núñez, ni de ser capaz de descubrir lo que se hallaba en el interior del arcón. Hasta que una noche tuvo un sueño diferente. Esta vez Luis se vio a sí mismo durmiendo en su cama en mitad del enorme almacén oscuro, en el almacén estaba el arcón, inerte y cerrado, pero esta vez había un hombre que no era Núñez y al que Luis reconoció como el compañero al que Núñez mató por error. Parecía dispuesto a abrir el arcón cuando alguien dio un empellón a la puerta del almacén y entró pistola en mano. El compañero de Núñez, sobresaltado, preguntó: - ¿Núñez, eres tú? –, pero el otro hombre no respondió, tan sólo avanzó varios pasos apuntando al compañero de Núñez con su pistola y disparó hiriéndolo en el estómago. El sonido del disparo retumbó en el interior del almacén vacío y Luis se asustó tanto que se escondió bajo las mantas como si estas pudieran protegerlo ante nuevos disparos. Luego Luis escuchó como los pasos del pistolero se acercaron desde la puerta. Se acercaron hacía los gorjeos que emitía la garganta del compañero de Núñez, que parecía querer vomitar sangre. Luis escuchó cómo abría el arcón, como agarraba al compañero de Núñez por los pies y lo arrastraba hasta el arcón, y como, no sin esfuerzo lo metía dentro y vaciaba el cargador sobre la masa gorjeante. Luego cerró el arcón y caminó en dirección a la puerta. Luis logró vencer el miedo y salió de debajo de las sábanas para mirar al frío asesino, lo vio caminar de espaldas pero no tuvo duda de que era la manera de caminar de Núñez.
Aquella mañana Luis se levantó descansado pero sin novela. Su personaje lo había engañado. Durante años había forjado el perfil de un tipo un tanto bronco pero siempre dentro de los límites de la ley, pero su último sueño le había hecho volver a la realidad como un mazazo. Se había estado equivocando - engañando a sí mismo - con Núñez. Era tarde para el giro, no había columna que sustentara lo narrado en aquel sueño dentro de la novela, pero había sido tan real, tan nítido que tampoco había otro camino más que continuar escribiendo sobre Núñez en la dirección del que traiciona todo y a todos por los que se ha dejado la piel durante toda una vida. Los pensamientos de Luis en torno a este nuevo hilo lo inquietaban, había algo en el fondo, muy en el fondo, que continuaba sin encajar, y era la mirada de horror de Núñez al ver lo que había en el interior del arcón, ¿tanto se horrorizaría Núñez por algo que había cometido él mismo? No le encajaba. Decidió darse un descanso. Preparó la cafetera y bajó a por la prensa. Cuando subió el café ya lo esperaba negro, humeante. Se sirvió una taza, abrió la nevera y sacó la leche del frigorífico. Fue entonces cuando Luis vio en su nevera una larga pantorrilla de piel blanquecina que terminaba en un finísimo pie calzado con un zapato de tacón rojo, estaba dentro de una bolsa de plástico para almacenar alimentos al vació. Y entonces lo comprendió todo.

Recién lavada (Erick Strand)

A qué negarlo: creo que la miré directa y descaradamente al escote. Luego, mucho más tiempo después de lo cortés, a los ojos. O estaba acostumbrada, o se dio cuenta y se sintió halagada.
Llevaba yo ya casi dos semanas solo y sin perro que me ladrara. Mi esposa y las niñas en la playa, esperando que llegara el mes de agosto para pasar con ellas unos días y luego regresar de nuevo a la oficina. Todos los veranos lo mismo: un calor de mil demonios y la ciudad vacía. Pero yo tengo que quedarme, para eso soy el nuevo y flamante Gerente Divisional. No me puedo tomar ahora las vacaciones que me deben y decepcionar al Consejo, que ha puesto en mí todas sus expectativas. Claro que ellos sí se han ido fuera. Organigrama manda. Cuando sea Socio Ejecutivo, me iré yo con Tere y las niñas a Bali y dejaré a algún pringao recién ascendido, "con toda una carrera por delante", encargado de todo. Y cuando vuelva, con un excelente tono de piel, le enseñaré las fotos del viaje, para que también quiera ascender a socio y el mundo siga girando. Así funciona esto.
En la oficina Karen filtra el café, las llamadas y los chismes. Es normalita, pero tiene su aquél. Las tetas chiquitas, apenas dos puntitos bajo la blusa, pero firme de nalgas. Alguna vez imaginé llevármela a casa después del trabajo, con cualquier excusa increíble. A lo mejor me decía que sí sin demasiada insistencia. Pero no, claro. Sería un escándalo. Podría costarme el puesto y un divorcio. Paso las noches en el onanismo aburrido de imaginar a mi joven secretaria encima, o debajo, o de rodillas. Ni siquiera me gusta. Al menos en la oficina hay aire acondicionado. En casa hace un calor insoportable. Veo la tele un rato, cambio al canal de adultos ahora que no están las niñas, acabo viendo un documental sobre insectos. Ceno cualquier cosa intentando que no se apilen demasiados cacharros en el fregadero. Ya los lavaré. Se me está acabando la ropa planchada que me dejó Tere antes de irse. "Un Gerente Divisional tiene que ir de punta en blanco", me insistía, mientras me ajustaba la corbata y me daba un beso. Del viernes no pasa que lleve todo eso a la lavandería.
Salí pronto del trabajo con la ficción de alargar unas horas el fin de semana. Llegando al departamento me quité la corbata y la chaqueta y las lancé sobre el sofá. Si me ve Tere… me mata. Ella, tan ordenada. Metí todo junto en una amplia bolsa de deportes y caminé las dos cuadras y luego media más a la derecha que separaban mi portal de la dirección que me había dejado en la tarjeta. Era un localito de fachada estrecha y blanca, pero que se alargaba en una fila monótona de lavadoras hasta perderse en un cuarto más amplio al fondo. Sonó una campanilla al abrir la puerta. No había nadie. Claro, a las cuatro de la tarde quién va a andar por la calle con este sol de justicia. Las máquinas hacían un run-run monótono y constante mientras los montones de ropa ajena rodaban hasta alcanzar la vertical y caían sobre sí mismos revolviéndose una vez con otra sin esperar detenerse. En esas circunstancias era fácil caer en el hipnotismo giratorio de todo lo que en el pequeño lugar daba vueltas sin cesar.
Entonces apareció de la trastienda. Era una señora. Una hermosa señora de dientes blancos y hermosos pechos que se arrullaban en el sujetador como las prendas en las máquinas. Así debí imaginarlo.

- Enseguida lo atiendo, póngame ahí sus cosas.

Me sentí incómodo al sacar mi ropa interior y las camisas sudadas sobre el mostrador, mostrando mi impudicia, mi aspecto maloliente, lo feo de mí, mi suciedad. Eso me hizo sentir desnudo e indefenso. Ahora sí, salió arreglándose la larga melena negra, arrojándola hacia atrás con un movimiento de cabeza.

- ¿Hay algo que destiña?- preguntó con su resplandeciente sonrisa.
- ¿Cómo dice?- respondí totalmente ignorante a los misterios del arte del lavado.
- Que si trae ropa de color, porque le va a manchar los blancos.
- ¡Ah! No sé, la verdad…- confesé distraído mientras contemplaba a cámara lenta cada uno de sus movimientos.
- Bueno, póngamelo todo en ese cesto- dijo.

Mientras se inclinaba a preparar mi nota pude detenerme más en todo el resto de su cuerpo: caderas grandes y compactas. Cintura esbelta y sin faja para sus cuarenta y muchos. Los senos voluminosos amenazando saltar del escote. Las piernas duras de estar de pie todo el santo día. Los brazos firmes de cargar la pesada ropa. Los movimientos, repetidos una y mil veces día a día en el estrecho espacio del local tenían, no obstante, una gracia similar a un paso de baile ensayado hasta la maestría.
- Aquí tiene. Son cincuenta y siete pesos -Rompió el hechizo por un segundo– Puede pasar después de las ocho, pero no se tarde, cerramos a las ocho y media en punto- Me tendió la nota con la misma adorable sonrisa.
Maquiné. Pasé toda la tarde urdiendo un plan para encerrarme con ella en la lavandería. Pensé en pasar justo a la hora del cierre. Bajar la reja con estruendo, estrepitosamente, como una declaración, un manifiesto de que a partir de ése momento ahí no entra ya más nadie. Bajarle el sujetador con igual energía y propósito, pero en silencio. Dejar al aire y movimiento sus redondos y grandes y morenos pechos mientras la beso con los ojos abiertos. Lamerle el cuello sin darle tiempo a reaccionar, a decir palabra alguna que no sea un leve quejido. Hundir mi rostro en la hendidura del busto. Frotar sus pezones grandes y oscuros con la palma de mano llevándola a una locura momentánea y progresiva. Usar mis malas artes aprendidas en la adolescencia y perfeccionadas por los siglos de los siglos para embravecer con mi lengua a una hembra incandescente y ponerla a hervir al blanco vivo.
Imaginé derribarla como en un ardid de tango sobre el montón de ropa sucia y arrancarle la suya entre caricias forzadas y labios mordidos con besos reales, sinceros, desbocados. Oler su olor de hembra en celo mezclado con el olor de todos impregnado en la ropa en que nos sumergíamos, como si las mangas de las camisas tuvieran brazos que nos tocaban, revolcándonos en sábanas donde hicieron el amor otros amantes, prendas íntimas de mujer, encajes delicados, telas burdas, vestidos buenos, prendas de oferta y paños caros impregnados del sudor del trabajo, del llanto del abandono, del efluvio del sexo. Corbatas ejecutivas, calcetines escolares, pret a porter fuera de temporada y montones, montones de otras cosas suaves o mullidas con esencias de hombre y de mujer sobre las que destilábamos nuestro propio perfume acalorado y transpirado de piel.
Sudamos al calor y al ritmo y al sonido revolvente de las máquinas. Inmersos en aquel olor a limpio tan poco creíble del jabón en seco o lo que quiera que sea eso a lo que huele a lavanda la lavandería. La sujeté del pelo largo y suelto mientras la poseía con furia, con deseo, vengando mi masculinidad revivida una y otra vez en su cuerpo sudoroso y tenso, sin paciencia, con la premura y el placer indescriptible de lo socialmente indebido, moralmente inadecuado, sexualmente perfecto.
La sentí moverse debajo de mí, anudándome con sus piernas agradecidas por el coito inesperado y rudo. Sin permiso ni presentaciones. Mojando y manchando más el rededor. La tuve encima rugiendo como fiera en cautiverio clavándose contra mí. Sudando a chorro y resbalando piel a piel contra la mía. Nos revolvíamos en un cuerpo a cuerpo sin respiro, sin pausa. Oyendo los latidos acelerados hasta la locura sobre los músculos tensos, brillantes, lascivos.
Sus pechos danzando en libertad total frente a mi boca. Mordidos levemente al borde del dolor intenso y masoquista. Gritábamos barbaridades irrepetibles acalladas por el fragor de la ropa en lucha consigo misma girando en las grandes lavadoras.
Al rato, más tiempo del que razonablemente quiero presumir, cayó como ropa lavada y suavizada sobre mí. Nos quedamos así varios minutos. Jadeantes, vaciados, sucios, saciados.
Entonces se levantó y por primera vez la vi desnuda, enteramente desnuda, desprovista, descatada, luciendo cada curva firme y madurada al vapor, cada vello, cada relieve, cada defecto hermoso e irrepetible que la hacía única y gloriosa.
-Ven, amor- Me dijo sin palabras
Y caminando unos metros más allá, donde había un poco más de luz, se tiró y se abrió como una orquídea en la mañana sobre el montón de la ropa limpia, recién lavada.

Fuera de contexto (msq)

en esto estábamos
es decir
dentro del texto pero fuera de contexto
cuando de pronto
fss fss fss fss
una especie de escobillas
nos barrieron
a esto que está donde
estamos

apañaos
bebimos aceite
y dejaremos mancha
has begut oli, que diría un catalán
entonces vamos al supermercado
el palacio de los géneros
mas veinte por ciento
de presencia

Espacios (Eva Maria Salinas)

Espacios


Diluidos los espacios
todo queda en la nada
floto como hoja en el viento
y deposito mis ojos
en lo más alto de las cumbres

Todo queda en la nada
cuando los límites imprecisos
gobiernan mis sentidos
cuando te busco
y desapareces
nube espumosa
en mi cielo.

viernes, 2 de marzo de 2007

El pibe y el viejo (Victor Barrionuevo)

Las curvas del camino de Piedra Blanca hacia la capital de la provincia conservaban la neblina de la noche anterior. El Pibe se había despedido de la abuela Simona y dejado la casona de los Jaime un poco antes de las ocho de la mañana. Manejaba su jeep colorado con mucho cuidado, siempre podía aparecer de golpe un jinete o un chango en bicicleta. Había quedado de encontrarse con Daniel Unzaga para ver unos artículos que quería publicar en La Unión del domingo.
De pronto, tuvo que clavar los frenos para no chocarse contra una jardinera que estaba parada, a unos cinco metros, con el hombre que la manejaba y el caballo, ambos inmóviles, con la mirada perdida en algún lugar indefinido hacia el lado de las montañas. El Pibe era muy tranquilo, pero se había asustado y le gritó al hombre que se moviera, que no podía pasar. Pero el hombre no pestañeó siquiera y ambos, animal y conductor se quedaron tan duros como estaban antes de la llegada del Pibe a la curva. Este salió con el jeep a la banquina y se estrechó contra las cercas de "huevos de gallo", hasta poder pasar al lado de la jardinera inmóvil.
En la curva siguiente, a unos veinte metros, uno de los camiones de los Jaime estaba atravesado casi de un lado al otro de la pista. Otro bocinazo y de nuevo la sorpresa de ver que Julio Jaime, su primo, seguía muy quieto, duro en el volante. El Pibe se bajó a ver qué pasaba, pero allí mismo notó que otros dos coches, a menos de cien metros de allí, estaban también parados, estáticos, con sus choferes inmóviles y callados.
El Pibe llegó hasta el camión de Julio, se subió en el estribo y se quedó helado al ver que el primo seguía con la vista fija en el horizonte, un poco levantado el mentón hacia el espejo retrovisor, pero duro, mudo y sin respiración. Lo tocó, pensando en un síncope, un paro cardíaco, un derrame cerebral repentino. Pero no, Julio estaba con el cuerpo tibio, ni caliente de fiebre, ni frío como un muerto. Simplemente parecía un hombre dormido, sólo que en medio del camino, con el camión cruzado de punta a punta del asfalto. El Pibe se volvió rápido hacia la jardinera, ¡ y el hombre seguía igual!. Corrió hasta el caballo y el conductor del vehículo: ambos estaban rígidos como Julio Jaime. El caballo tenía la cabeza ligeramente girada hacia atrás, pero los ojos estaban duros, el hocico sin respiración, y el cuerpo tibio, como si ambos, el caballo y el conductor de la jardinera hubieran acabado de morir sin caerse, sin perder el hombre sus colores, igual que Julio, como si estuvieran muy simplemente dormidos, pero con los ojos abiertos.
El Pibe empezó a desesperarse, no pasaba una viva alma y ya eran las ocho y veinte de la mañana. Todos los vecinos deberían estar levantados hacía más de dos horas, llevando leche a las casas, empezando sus trabajos, o en medio de las labores del tambo y de las quintas.
Pero no, no había tráfico de coches, ni el ómnibus de las 8 y cuarto había pasado. El Pibe corrió unos noventa metros hacia los otros autos que seguían parados, y lo vio un poco más de lo mismo: en uno, una pareja de vecinos de La Falda, los dos muy rubios y con caras de gringos - el Pibe no los conocía, debía ser gente nueva- estaban como conversando el uno con la otra; pero estaban mudos y quietos, como Julio Jaime y como el hombre y su caballo en la jardinera.
El Pibe sintió un frío en el espinazo. No quiso saber si el otro coche estaba en las mismas condiciones, pero desde lejos veía que adentro había un gordo que tampoco se movía. Corrió hasta el jeep, se subió y arrancó a todo lo que la calzada, obstruida de vehículos parados le permitía, y en algunos trechos tuvo que subirse a la vereda. Manejó hasta la policía caminera en Tres Puentes, se bajó para dar parte de lo que ya era una constatación de la realidad horripilante que había contemplado a lo largo de seis kilómetros de pavor: todos los coches, y el ómnibus de las ocho estaban detenidos, con los motores prendidos y sus choferes y pasajeros duros y callados. No había señales de accidentes ni de nada inusual, ¡a nos ser las más de veinte personas que había visto convertidas en estatuas, los caballos y vacas que parecían muñecos de cera y cientos de pájaros y mariposas —también vio dos murciélagos y tres cuises — tirados por el suelo pero, como las personas, sin una gota de sangre derramada.
El Pibe casi se muere del susto cuando halló, a la puerta del destacamento, a Jorgito Ávalos —el policía caminero, nieto del florista que tenía un vivero al lado de los Ovejero- duro como un maniquí, todavía con una linterna para disipar la niebla matinal encendida en la mano derecha y la izquierda extendida hacia arriba, como en señal de pedirle a algun coche o camión que parase, o que bajara la velocidad.
Su hijo Fabián y la Beba, su mujer, habían estado contándole algunos detalles minuciosos acerca de una serie norteamericana - "Twilight Zone"- que habían visto én la televisión el año anterior, en un viaje a Egipto, ocasión en que Beba había tratado de entrevistar a Nasser. El Pibe pensó que los cuentos de su mujer y su hijo iban a terminar sugestionándolo algún día, tanto le hablaban de H.G. Wells y su Máquina del Tiempo y de la serie Más allá de la Imaginación. Pero esto que estaba viviendo ya era demasiado.
Salió corriendo del destacamento y cubrió los dos kilómetros y medio que le faltaban para llegar a la ciudad en más de veinticinco minutos, tal era el embotellamiento de coches, camiones y ómnibus mal estacionados en medio de la ruta de acceso a Catamarca. La Cacorba y la Chevalier habían largado dos grandes micros interprovinciales cruzados un poco antes del puente y otro en el Hospital de Niños. El Pibe se bajó del jeep y fue a buscar un teléfono público. No funcionó ninguno de los tres aparatos que habían cerca de la escuela Fray Mamerto Esquiú.
Desesperado, gambeteó con el jeep todos los cuerpos inmóviles que parecían haber querido cruzar la calle San Martín en algún momento. Sorteó los coches y ómnibus dejados en medio de las calzadas y manejó hasta la Plaza. Pero lo que vio era todo igual. No lo pensó dos veces y se metió en la primera estación de servicio y llenó el tanque, y todavía se llevó dos bidones de veinte litros cada uno con nafta -no había nadie en movimiento que lo impidiera, y tampoco hubo a quién pagarle- antes de emprender una loca carrera hacia el sur, hasta Córdoba o Buenos Aires, o hasta donde hallara un ser humano que hablara, que se moviera, y que pudiera contarle qué había pasado...
Ya en las Salinas Grandes, y a lo largo de la ruta, no se había cruzado con nadie a no ser un coche parado, también con tres personas duras y mudas adentro.
Al llegar al cruce de Chumbicha, un cóndor en posición de querer levantar vuelo, pero duro sobre el asfalto, le impedía el paso y tuvo que bajarse a la banquina. Al lado del cóndor, una valija abierta en medio de la ruta, le llamó la atención. Se bajó del jeep, se secó la transpiración y se limpió el polvo del camino. Con el sol llegando al cenit, el Pibe calculó que harían unos 45 grados centígrados, por lo menos.
Debajo de un arbusto espinoso, casi sin sombras al rayo del sol salvaje del mediodía, un viejito de barbas largas y un bastón nudoso lo miraba. No estaba duro ni parecía dormido, pero el Pibe no pudo sacarle ni una sola palabra. Adentro de la valija, un tubo de aluminio le atrajo la curiosidad. Lo abrió, junto con dos billetes descoloridos de un verde aguado, de cien dólares, un pergamino o un papel cartulina lo dejó más curioso y pensativo. En letras rojas, una frase:
"Llegará el día en que los falsos profetas, sus falsas monedas y sus dichos mentirosos harten los oídos de todos, y todos se enmudezcan, se queden quietos, duros petrificados, soñando con girasoles, con campos amarillos y anaranjados, donde la codicia de los poderosos no los afecten".
Una voz casi inaudible salió en ese instante de la boca del viejito de bastón y barbas largas. El Pibe se agachó para oírlo mejor, y el viejo repitió algo que no se entendía; y fue cerrando lentamente los ojos hasta quedar inmóvil y mudo, tal cual y como las multitudes de maniquíes que había visto por toda la ciudad. El Pibe se puso en cuclillas y le preguntó:
-¿Está dormido o se siente mal?-
-Estoy dormido, pero me estoy muriendo- le contestó el viejo con un débil susurro.
-¿Qué fue lo que le pasó a toda esa gente dura y muda?. Y Ud. ¿se siente bien?- insistía el Pibe.
-¡Estoy dormido, no me despierte, déjeme morir así!- le replicó el viejo, soltando el bastón largo y nudoso, que al Pibe le recordó el cayado de Abraham que había visto en una Biblia ilustrada que la Beba le trajo de regalo de Jerusalén.
-¿Siente algún dolor?- seguía insistiendo el Pibe.
-No siento nada, estoy dormido y me siento bien, no hay dolor. Pero estoy muriéndome- contestó el viejo, cada vez más pálido, a pesar de su tez mate muy quemada por el sol del Chumbicha y los fríos del invierno en las Salinas.
-Contésteme señor, ¿qué les pasó a todos?¿Qué le pasó a Ud.?¿Por qué estaba bien hasta ahora, y ahora está muriéndose?- seguía el Pibe.
-Estoy bien- y la voz del viejo pasó de un susurro inaudible a un sonido cavernoso, grueso, retumbante, que lo hizo estremecerse y le puso los pelos de punta y la piel de gallina al Pibe.
-¿Está despierto o duerme? - dijo el Pibe , reponiéndose de su terror.
-Estaba durmiendo, Ud. Me despertó, pero ahora estoy... muerto- y la voz, cada vez más áspera y fuerte, hueca, retumbante del viejo, le hacían erizar todos los pelos de la nuca al Pibe.
La voz del viejo, que había sido débil e inaudible, parecía ahora llegar desde muy lejos, como desde una caverna en las profundidades de la tierra. El Pibe, un hombre fuerte y corajudo, no pudo reprimir un casi desvanecimiento causado por el pavor que la voz de ultratumba le provocaba.
Dejó al viejo en su posición de cuclillas, pero luego se arrepintió; volvió y lo estiró sobre el pasto ralo y salitroso. El cuerpo del anciano seguía tibio y sin la rigidez creciente de un cadáver que ya era. Un coche pasó a una velocidad superior a los ciento ochenta por hora, y el Pibe tardó en darse cuenta que era ésa la única señal de vida activa, aparte del viejo y de él mismo, claro, que había notado en las últimas cinco horas.
Le pareció recordar, antes de volver al jeep rojo y seguir camino al sur, rumbo a Córdoba o Buenos Aires que, pintado en el baúl del coche que había pasado, se veía un girasol amarillo. Es lo último de lo que se acuerda antes de desmayarse.