miércoles, 14 de febrero de 2007

El reloj de doña Juana

Ella era una dama de linaje, hija de familia de criollos aristócratas. Su carácter fuerte la convirtió en la inteligencia en las sombras de las ambiciones políticas familiares. Nunca reconoció otra autoridad que la de su padre, que la casó a los catorce años con un hombre mayor, que no tardó en convertirla en viuda. Antes de un año, su padre la volvió a casar, cuando recién había alcanzado los diez y ocho, con un español de abolengo, que tenía un importante cargo en la auditoría de guerra de la Capitanía General del reino de Chile. Ella estaba decididamente convencida de las ideas libertarias, que inculcó a sus tres hermanos, convirtiéndolos en ejecutores de sus planes. Así fue que mantuvo un permanente conflicto con su esposo, español, conservador, realista, y varios años mayor; al punto que nunca dejó de utilizar su apellido de soltera.

Cuando decide, al terminar la patria vieja, huir a Mendoza con sus tres hermanos, le escribe a su marido, que trata de imponerle su opinión: "tú me dices que las mujeres no debemos opinar. Pero yo tengo el derecho de ejercer mi nombre". Con su marido, en definitiva, sólo compartía los cinco hijos del matrimonio.

La fuerza de su caracter convirtió al segundo de sus hermanos en jefe de gobierno, con el título de Dictador, y generalísimo del ejercito patriota.

Entre los oficiales del ejército se distinguía Bernardo, que ademas era representante por Laja en el nuevo congreso, y había puesto sus bienes al servicio de los intereses libertarios. Su ascendencia irlandesa le otorgaba una estampa varonil, y una mirada serena y bondadosa subrayada por sus ojos claros. Estas características, su personalidad decidida, y su actuar valeroso, resultaron especialmente atractivos a la dama de la patria, que hasta entonces nunca había conocido un amor verdadero.

Desgraciadamente, Bernardo era hijo bastardo del ex gobernador del reino, un ingeniero irlandés que había hecho carrera al servicio del rey de España. Su padre lo había reconocido, y había testado a su favor en su lecho de muerte, aún cuando sólo se vieron una sola vez, cuando Bernardo contaba con escasos diez años. Pero, además, ella no era libre, y la atracción que sintió al conocerlo, fue un fuego con el que no debía jugar.

Cuando su hermano, producto de fuertes desacuerdos con la junta de gobierno, tuvo que renunciar a sus cargos, ella decidió que se le otorgase el mando del ejército a Bernardo, y así se lo impuso a su hermano; generando una situación de celos equívoca, que a la larga sería fatal, y de la que, no sólo ha dado cuenta la historia, sino que ha generado rencores que perduran hasta hoy. El fin de la patria vieja, rubricado por el heroísmo de los sitiados en Rancagua, y lastimosamente ensuciado por los celos fraternales, provocó el sobrenombre despreciativo que recibió Bernardo: El guacho; y la huida de los patriotas a Mendoza, divididos en dos bandos difíciles de reconciliar. Cuando la gran mujer de la patria, y sus tres hermanos llegaron a Mendoza, Bernardo había arribado hacía una semana.

Tres años estarían los patriotas reorganizando sus fuerzas, y formando el gran ejército libertador de Los Andes. La historia da cuenta de los sucesos épicos, de los hechos políticos, de los desencuentros y las rivalidades. Pero no relata las pasiones humanas, los encuentros, o los amores. El caracter de la gran mujer, que no le quitaba ni un décimo de su tremenda femineidad, y coquetería; y su belleza, instalada en un cuerpo elegate; resultaron irresistibles para Bernardo, que había vivido, su vida joven, sumergido en el mundo flemático de los ingleses, donde las mujeres no tenían más gracia que una garza. A su vez, el interés que demostraba ella por el guacho, fue motivo de hondos celos, y de una fuerte oposición, aún cuando no era claro si estaba jugando con sus sentimientos, o si se sentía atraída por el hombre que sabía asumir el mando de los patriotas, por la claridad de sus ideas, que exponía con seguridad, y defendía con pasión.

Se dice que quien juega con fuego, termina quemado. Nunca sabremos, si la mujer mas preciosa de la patria se quemó jugando con fuego, o si el fuego sucumbió al poder de la mujer. Lo que si puedo asegurar es que el fuego de la pasión los consumió hasta la lujuria.

A comienzos de mil ochocientos deiz y siete, el Ejercito Libertador de los Andes bajó como una tromba sobre Chacabuco, comenzando el proceso irreversible de la Independencia de la patria. La gran inspiradora de nuestra independencia, bajaba tambien la cordillera, pero con rumbo a la hacienda de Longovilo, de propiedad de don Julián Bascuñán, donde vivió retirada.

Don Julián estaba casado con misia Mariquita Prieto, desde hacía más de diez y ocho años. No habían podido tener hijos, y esta situación los había entristecido desde siempre, a pesar de ser riquísimos, y tenerlo, excepto hijos, todo. Longovilo era, la mas grande de las siete haciendas y las cuatro chacras de don Julián y misia Mariquita, y el agradable clima del lugar lo había convertido en el retiro del matrimonio.

Así, lejos de la azarosa vida política y social que acostumbraba, la gran mujer, que forjó buena parte del destino de la patria, se mantuvo oculta de indiscreciones hasta el mes de septiembre de mil ochocientos diez y siete, cuando el día veinticuatro, nació la hija tardía de don Julian Bascuñán y misia Mariquita Prieto, que fue bautizada como Juana Francisca Xaviera Eudocia Rudecinda de la Virgen de los Dolores de Bascuñán y Prieto, y la visitante fue su madrina. Hacia finales de octubre, la hermosa e ilustre acompañante de la familia Bascuñán Prieto dejó la hacienda de Longovilo, y volvió, casi sin que nadie hubiera notado su ausencia, a Buenos Aires donde se habían establecido los patriotas partidarios de los hermanos Carrera, y su propio marido.

Juana creció en la hacienda de sus padres, en Longovilo, hasta cumplir los once años, cuando ya debía comenzar su educación formal. Entonces se trasladaron a Santiago, y ella, volvió entonces, a ver, y a visitar a su madrina, que a pesar del tiempo transcurrido, conservaba un especial cariño por ella, que Juanita, fácilmente, aprendió a corresponder. Además desarrolló por ella una gran admiración, y una especial afinidad, basada en rasgos de caracter muy parecidos.

Juanita tenía el pelo castaño rojizo, los ojos verdes, y una mirada felina, que a medida que crecía era más y más profunda y luminosa, hasta que a los veinte años recordaba a una pantera al acecho. Los hombres se volvian locos por ella, y ella jugaba con ellos como los felinos lo hacen con su indefensa presa. Su piel mate, y su estatura más que mediana la distinguían en todas las reuniones sociales, llegando a ser la joven más elegante y notoria de la aristocracia de la época.

La intensa vida social que desarrolló Juanita Bascuñan, fue minando lentamente, su salud, hasta que la tomo debilitada una grave enfermedad, que la llevó a las puertas de la muerte. En esta instancia tan decisiva de su vida, aparece con la fuerza que la caracterizó siempre, su luchadora madrina. En su propia casa hacía preparar la comida, que personalmente, se encargaba de hacer comer a la enferma, y un caldo especial y sustancioso, de la mejor carne, que la hacía tomar, religiosamente, cada hora, día y noche. No obstante los cuidados, la enferma no parecía mejorar, y la madrina contaba las horas que le quedaban, vigilando el hermoso reloj de esfera de alabastro, que Juanita tenía en su dormitorio frente a su cama. Lento y persistente, el enorme reloj contaba, con su tictac, el tiempo que a la joven se le escapaba inevitablemente. De tanto en tanto, el martinete, le recordaba a la madrina, al golpear melancólico el espiral, que otra hora se escapaba. Una tarde, cuando ya no había esperanzas, y la madrina esperaba junto a la enferma, el fatal desenlace, ésta abrió los ojos, tal vez, en la última lucidez, que precede a la muerte, y mirando con sus ojos que aún eran luminosos, a su bienhechora, le hablo:

- Madrina - dijo -, cada vez que despierto la veo junto a mí. Y siempre está mirando ese enorme reloj de la pared.

- Hijita - respondió ella -, no sabes cuanto quisiera que ese reloj corriera inverso sus horas llevando el tiempo hacia atrás, para vivir mejor tantos errores cometidos.

- ¿Qué quiere decir, madrina?

- Debí estar más tiempo contigo - respondió la madrina sin quitar la vista del reloj, que contó, con lentitud, siete campanadas -; y debí conocer tanto antes el amor del hombre, que vi pasar fugaz.

- No le entiendo madrina - replicó la joven.

- ¡Hijita querida! - se quebró la mujer - yo soy tu madre verdadera. El único amor que sentí en mi vida fue prohibido, y hubo de nacer muerto. Y sólo me dejó esta hija que me fue vedada, y ahora se me va - concluyó, como hablandose a sí misma, o al reloj, al que no le sacaba la vista, húmeda y desbordada.

- ¿Y, entonces, quién es mi verdadero padre? - preguntó la enferma, que no sabía si deliraba o estaba despierta.

Con un suspiro, la voz cansada, y las mejillas trazadas por sendas lineas húmedas, le respondió ya sin rencor: - El guacho Bernardo.

Ese día diez y seis de abril, por primera vez; el enorme reloj de pared, con esfera de alabastro; anduvo hacia atrás, hasta que las inversas campanadas, que se repetían insistentes, llamaron a todos los moradores de la casa, que pudieron presenciar la milagrosa mejoría de Juanita.

El secreto compartido, ahora, por ambas mujeres, las unió mucho más, y Juanita vivió desde entonces, a la vera de quien todos creían su madrina.

Más de cuatro años pasaron, y cada diez y seis de abril, de cada año, a las siete y cuarenta y tres minutos, el reloj con esfera de alabastro comenzaba a andar hacia atrás. El veinticuatro de octubre de mil ochocientos cuarenta y dos, a las once y diez y siete minutos de la mañana, frente a los ventanales del salón de su casa en Lima, el guacho Bernardo gritó con voz potente:
- ¡¡Magallanes!!.

Y su espíritu, lleno del amargo, que producen diez y nueve años de tragar exilio, e ingratitud, además del rencor de algunas personas a las que siempre amó; abandonó cansado su cuerpo.

Juanita encontró a su madre sollozando con serenidad, frente a una ventana, entonces le preguntó:

- ¿Que pasa mamita?

- Anteayer murió el guacho Bernardo, en Lima - dijo ella, sin cambiar la vista de la imagen de la Virgen que desde el San Cristobal protege a Santiago.

Entonces el reloj de esfera de alabastro comenzó a retroceder, y lo hizo así cada veinticuatro de octubre.

Pasaron todavía casi veinte años más, y el diez y ocho de agosto de mil ochcientos sesenta y dos, la madre verdadera de misia Juana Bascuñán y Prieto sufrió un ataque de apoplejía. Durante dos días misia Juana la cuidó con esmero, hasta que el veinte de agosto, cinco para las diez de la noche, el reloj con esfera de alabastro, comenzó a andar hacia atras a gran velocidad hasta que despues de dar casi infinitasl vueltas, se le cortó la cuerda; y cayó violentamente al suelo rompiéndose irreparablemente su esfera de alabastro.

Cuando murió doña Juana Bascuñán y Prieto, su reloj de esfera de alabastro continuaba colgado frente a su cama, aún cuando estaba roto, y no funcionaba, salvo cada diez y seis de abril, veinte de agosto, y veinticuatro de octubre, que con acongojados sonidos lograba retroceder algunos minutos. Su hija Carlota fue su única sobreviviente, y heredó y guardó el reloj, que era el bien más querido de su madre. Cuando ella murió se lo heredó a mi abuela, y ella a mi madre.

Hoy, el reloj de esfera de alabastro de doña Juana esta colgado en el comedor de su casa, y aún de vez en cuando, después de ciento cuarenta años de haberse roto irremisiblemente, de vez en cuando retrocede algunos minutos, con su melancólico tic tac inverso.

Kepa Uriberri

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gustó mucho la historia.
Eres chilena?
Yo soy chilena y también escribo.
Mi mail es escritorax2001@yahoo.com

xime

Unknown dijo...

Yo soy descendiente de Juana Bascuñán Prieto y me gustaría saber si esta historia es cierta.