miércoles, 14 de febrero de 2007

La sangría

Quino la vio a través de la cristalera, estaba de espaldas, absorbida por las luces y el soniquete de la endemoniada máquina. La llevaba buscando desde hacía horas. Se acercó despacio, respiró hondo, la sujetó por los brazos y le dijo en el tono más calmado que pudo

-Berta, no estoy contento contigo y tú lo sabes, te has vuelto a ir y me siento perdido. No puedes desaparecer sin decir nada, estás convirtiendo nuestras vidas en un caos.

Pero Berta se revolvió y consiguió desasirse. Mientras le arrojaba un desabrido –¡déjame en paz, ya!- recogió apresurada las monedas de la ranura, le empujó para apartarlo y salió a la calle.

Nunca más la volvió a ver. Pese a que siguió rastreando, investigando, indagando, volviéndose loco por recuperarla.


Durante meses fue bar tras bar, garito tras garito buscándola entre esas máquinas diabólicas que, entre frutas y luces de colores, le habían atrapado la voluntad y el alma.

Y poco a poco y casi sin darse cuenta, el cansancio y el tiempo le fueron venciendo y dejó de buscarla. Se limitaba a observar la sangría continua en su cuenta corriente, al fin y al cabo esa era la única manera que tenía de saberla viva.

Pilar A.