sábado, 22 de noviembre de 2008

El engaño -de la novela destino- (Kepa Uriberri)

Nany levantó el teléfono, y la voz apremiante dijo:
- En diez minutos te paso a buscar.
- No, si me vas a tocar la bocina - dijo ella decidida.
- Te llamo cuando llegue.
- Te bajas, tocas el timbre, y entras. Como debe ser.
- ¡Bueno, ya!. ¡Ahí vemos! - confirmó exasperado Juan de Dios, y cortó el teléfono.
El sol se escondía cansado de su recorrido, detrás de los edificios, deslumbrando, tangencial, la avenida Apoquindo, que tomaba ese aspecto sumergido, mientras la calina subía del pavimento y las hirvientes carrocerías de los vehículos, que por ella circulaban con precaución, enceguecidos por ese líquido intangible y luminoso.
En las calles aledañas, protegidas del ardiente sol del verano por las antiguas acacias, sobrevivientes de la suplantación por foráneos plátanos orientales, la tranquilidad es apenas interrumpida, de vez en cuando, por alguna pareja de ancianos tomados del brazo, que a esa hora emparejan el ocaso del día, con el de sus propias vidas. La tranquilidad de la callecita se interrumpe cuando, un auto de elegantes y modernas líneas, ingresa a gran velocidad por una esquina, haciendo sonar los neumáticos contra el pavimento. Con la misma brusquedad y certeza, se detiene frente a la casa de Nany, a la vez que dos cortos bocinazos emergen potentes de debajo de la tapa del motor.
Nany escucha la bocina, y un gesto de desagrado asoma a su cara, reflejando su impaciencia. A pesar de ésto, no se mueve. Algunos segundos después, oye sonar el teléfono, pero no lo contesta. Desde algún lugar de la casa llega una voz de alerta:
- ¡Contesta ese teléfono niñita, que yo estoy ocupada!.
- Ya tía, lo contesto altiro - responde ella, sin apurarse.
El timbre del teléfono deja de sonar, y se oyen nuevos bocinazos. Cuatro o cinco, cada vez más exasperantes. Nany entreabre un visillo, y se asoma apenas a mirar. Sólo se divisa un auto. La luz de sol que cae entre las acacias sobre los brillantes cristales del auto, no permite ver la figura de Juan de Dios, con el ceño arrugado, maltratando el pulsador de la bocina. Ella suelta el visillo, y se mira en un espejo que refleja su cuerpo completo. Se pondera a si misma desde un costado, luego desde el otro, mientras afuera la bocina se ha pegado en un aullido continuo y desagradable. Desde algún lugar de la casa emerge de nuevo la voz:
- ¡Dígale a ese niño mal educado que no toque la bocina...!
- Estoy aburrida de decírselo tía. ¡Ya no sé qué hacer con este idiota!.
Por último la bocina dejó de sonar. Después de unos segundos de tranquilidad, comenzó a sonar el timbre con insistencia. Nany se dirigió con calma hacia la puerta. Cuando la abrió la campanilla dejó de sonar.
- ¿Sabes?: Estoy aburrida de tu mala educación. Tu Mamina tan digna y fina, ¿no te enseño nada?.
- ¡Deja a mi Mamina tranquila!. Tú sabes que es una vieja de mierda mañosa; pero no pienso soportar más mujeres mañosas: ¿Me oíste?.
- En ese caso, puedes irte a buscar a otro lado - contestó Nany, que ya había ensartado la llave en la chapa de la reja, aunque no la había abierto. Sacando la llave lo miró desafiante por sobre la puerta metálica.
Él dio una fuerte patada en la puerta, y gritó:
- ¡Abre mierda!. ¡Déjame pasar!.
- Si vas a pasar te abro.
Él, ofuscado, guardó silencio.
Al notar su silencio, ella abrió la puerta, y le franqueó el paso. Juan de Dios entró con la cabeza baja, luego se volvió hacia ella y se quedó esperando.
- Entremos - dijo ella, colgándose de su brazo.
Cuando el sol ya termina de hundirse, y sólo queda la última luz rezagada, el ambiente adquiere, entre los edificios de cristal, un aspecto gris brillante como si el paisaje estuviera fundido en plata vieja. Entonces comienza a aparecer la gente de aspecto melancólico, que inaugura la tarde, y precede el tráfago juvenil y nocturno. Poco a poco las mesitas de la pizzería van capturando parroquianos, que dan vida al recinto, y la llevan a su actividad habitual.
La terraza que da a la esquina de las calles es, como siempre, la preferida de la gente, y en ella se ha ganado su lugar César, que hoy atiende tranquilo. El hombre con la cámara en miniatura desapareció hace ya días.
Después de permanecer, lo que a él le pareció una eternidad, casi prisionero en casa de Nany, Juan de Dios logró convencerla de salir de ahí, con la condición de ir a algún lugar a comer y conversar. Muy a su pesar negoció él estas condiciones, ya que su cuerpo le pedía a gritos otra cosa, y sus sentimientos le decían que no quería ser visto con esta mujer, que avergonzaría el ánimo de su madre y su abuela. Se sentía tenso y enrabiado, y no lograba comprender cómo ella había llegado a dominarlo también, igual que su mamá, y su Mamina. Sentía que detestaba a las mujeres, pero a la vez deseaba a Nany con cada gramo de su organismo, con cada célula de su bajo vientre.
Contra toda su voluntad, estacionó el auto en la calle Diego de Velázquez, a metros de la avenida Ricardo Lyon. Al bajar, ella metió su brazo bajo el de él, y se apretó mucho. Él se sintió incómodo: El contacto hacía hervir el deseo, y la exposición ante la gente que paseaba en el lugar, le rompía el sentimiento, trocándolo en rechazo. Así caminaron por Lyon hacia Once de Septiembre, con la contradicción navegando entre ambos polos irreconciliables.
Ella sentía que había terminado de conquistar el bastión más irreductible, y se sentía llena de poder, y de ambigüedad. Deseaba conquistar a Juan de Dios para sí, no porque lo amara, sino por el desafío; no porque lo deseara, sino porque había vencido, y se había apropiado de él como una presa de guerra. Necesitaba el poder, necesitaba el dominio, y la dificultad hacía más deseable el logro. No había ningún otro sentimiento.
Llegaron a la pizzería, que a esa hora del anochecer era el lugar más concurrido, y ella lo condujo a la entrada. Él quería oponerse: "Está demasiado lleno. No hay lugar" dijo. "Eso es lo bueno" contestó ella. De un tirón lo atrajo al interior de la pizzería.
- Esta terracita me gusta - dijo Nany -, allá hay una mesa que mira a la calle.
César terminó de tomar el pedido de una mesa cercana, cuando vio sentarse a los nuevos parroquianos. Al ver a Nany, el corazón le subió hasta la boca, y antes de entender la situación, giró, quedando de espaldas a ellos, e ingresó apresuradamente al interior del local.
- Elsi: Hazme un favor. Atiende un rato la terraza, y yo tomo tus mesas acá adentro - pidió en tono de súplica.
- ¿Por qué?. ¿Qué problema tenís? - dijo Elsi.
- Mira la pareja que está al lado de la baranda, hacia la calle: Ella es mi polola, y no quiero que sepa que trabajo aquí. Además - dijo cayendo recién en cuenta - anda con un huevón que no conozco.
Pidieron una pizza chica, y un par de bebidas. César a la distancia veía como él la urgía, aunque no podía escuchar lo que decía. Pudo percibir que ella se reía de sus urgencias, o eventualmente contestaba enojada. Sin embargo sus enormes ojos castaños estaban especialmente luminosos, y su risa musical sí alcanzaba a llegarle, casi hiriendo sus oídos.
Realmente, no estuvieron demasiado rato, pero a Juan de Dios le pareció una eternidad, y también a César, que fue sintiendo como si un punzón se le fuera clavando en el corazón, en tanto que Nany le regalaba al otro la luz de sus ojos, la melodía de su risa, y no sabía él, cuanto más.
Cuando al fin se fueron, César se sentó extenuado en una mesa vacía, y metió la cara entre las manos. Entonces Elsi sintió la obligación de darle su reporte, y sentándose junto a él le dijo:
- ¡Oye, que grosero el tipo que acompañaba a tu mina!.
César la miró atontado, sin entender.
- Lo único que quería era acostarse con ella, y era súper grosero para decirle: "¡Vamos!" le gritaba "quiero ir a culiar contigo. ¡Nada mas!. ¿Es que no entiendes?"; y puras cosas groseras así. Y ella le aguantaba que la tratara así, y se reía de él.
- ¡Ya!. ¡No me digas más! - gritó César, dando un fuerte puñetazo en la cubierta de la mesa, a la vez que se paraba.
Salió furioso a la terraza, y recogió la mesa en que se habían sentado. La pequeña bandejita con la cuenta estaba aún ahí, sujetos con unas monedas, algunos billetes verdes, y la cuenta cancelada. César lo tomó todo, y lo lanzó con ira hacia afuera, donde las monedas y la bandejita tintinearon cantarinas al dar bote en el pavimento de la vereda. Los billetes volaron hasta el medio de la calle, como hojas caídas de los árboles.
Cuando, al fin, salió de su turno, las tripas le quemaban el vientre, las uñas de las manos le herían la palma de tanto apretar, y la desazón que le agobiaba el corazón no cedía, por más que trataba de expulsarla exhalando con fuerza la rabia del pecho.
Caminó, hasta la casa de Nany, pateando cada piedra, cada brizna de maleza entre las roturas de pavimento, cada botella de plástico abandonada, cada tarro, cada ilusión rota, cada pensamiento, hasta llegar a la puerta de su casa.
Al sonido largo del timbre, acudió la señora Luz.
- ¿Quién es? - dijo desde la mampara de la casa.
- Soy César, señora Luz. ¿Está Nany?.
- No mhijito. La vino a buscar un energúmeno, y salió con él. Dijo que ya volvía. ¿Quieres esperarla?.
César estuvo a punto de patear la puerta del jardín.
- No gracias. A ver si paso más tardecito - y se perdió calle adentro.
Al llegar a la esquina, se sentó bajo un farol de luz de yodo, apoyado en el poste, y se quedó mirando el suelo.
No menos de un par de horas pasaron, antes que, por la otra esquina de la calle, doblara, haciendo sonar los neumáticos, un auto elegante y moderno, que él reconoció como el que hace días había hecho amago de detenerse cuando salían con Nany.
"¡Conchesumadre!" pensó César mientras veía bajar a Nany, alegre y coqueta, sonriendo con su risa grande, y sus ojos castaños, tan queridos hasta ahora. Tan pronto como ella bajó, desde dentro del auto cerraron la puerta que Nany había abierto, y el auto partió a toda velocidad, como huyendo de la escena. Nany se lo quedó mirando, mientras daba una patada al suelo. Luego se dirigió a la puerta del jardín, y después de un momento entró.
César esperó algunos minutos, y se dirigió a la casa. Sentía un vago malestar de ánimo en el pecho. Pensó, por un momento dar media vuelta, e irse: Olvidar el asunto, olvidar a Nany, sin encuentros ni explicaciones. ¡Nada!. "No vale la pena" pensó. Pero inmediatamente se arrepintió. Sin embargo, no tocó el timbre. Seguía pensando, indeciso, en la mejor forma de enfrentar la situación. "Tal vez sea mejor irse ahora, y hablar cuando se haya pasado la rabia del momento" se decía; y después: "¡No!. Al mal paso darle prisa", se repetía la admonición. Finalmente, se dijo que lo que había que decir, lo sentía ahora, y ahora habría que decirlo, y terminar con el asunto. Entonces pulsó el timbre con rabia, largamente.
Nany se miraba en el espejo, examinándose cuidadosamente cada lugar de la cara, la boca, los ojos, mientras pensaba en ella y en Juan de Dios. Por fin había logrado llevar la relación hacia una forma normal. Había entrado a su casa, habían salido a comer y conversar a un lugar repleto de gente, y se habían mezclado libremente con ellos. Se habían dejado ver y habían mirado. Por fin asumían el rito social y gregario. Por fin se sentía integrada con él a la sociedad. Ya no se convertía en una especie de paria social cuando estaba con Juan de Dios. Este triunfo le llenaba el ánimo. Se sonrió satisfecha, en el espejo. Luego metió las manos en su pelo abundante, y se coqueteó a sí misma. El largo timbrazo la sobresaltó y la trajo de vuelta desde sus pensamientos y ensueños; como si la hubieran sorprendido en falta, sacó, sobrecogida, las manos de su pelo, y se miró en su propia sorpresa. Vio como llevaba sus simétricas manos a su propio corazón de vidrio, y desde el espejo se tranquilizó diciéndose que no pasaba nada. "Naturalmente es César. Paseamos un rato, nos tomamos una bebida en La Tortuga, y: Adiós amorcito, nos vemos mañana". Alcanzó a sentir que su relación con él era como un tranquilo estanque de aguas quietas. Mientras que con Juan de Dios parecía un torrente embravecido, en el que cada movimiento cada instante encerraba una aventura. Caminó a la puerta, tratando de pensar cual era su intención profunda: El agua estancada, o el peligroso torrente.
- ¡Hola amorcito! - dijo Nany, y le besó, apenas rozando, los labios.
- ¿Donde estabas? - preguntó César, sin responder el saludo.
- Aquí, en la casa - dijo con voz que parecía sorprendida.
- Te vine a buscar hace menos de media hora.
- ¡Ah! - dijo, como comprendiendo la idea -, estaba donde una amiga.
- ¿Cuál?.
- ¡Oye, ¿que te pasa?!. Tanta pregunta.
- ¿Cual? - repitió César, con impaciencia.
Ella citó al vuelo un nombre cualquiera. Lo tomo del brazo, y apretando su redondo seno contra él, lo empujó suavemente al interior de la casa. Él entró sin decir nada. Cuando estuvieron sentados, él algo rígido, tenso; ella coqueta y cercana; Cesar preguntó:
- ¿Y quien te vino a dejar, tan tarde?.
- Nadie. Me vine sola.
- Te vi bajar de un auto - sentenció.
- ¿Me andas vigilando? - preguntó ella, al sentirse sin escape.
- Me basta la verdad - dijo él, meneando la cabeza.
- Era Juan de Dios - dijo Nany por fin -, no quería decirte porque te ibas a enojar. ¿Ves?. ¿Qué puedo hacer yo, si él me busca?.
- Ser honesta conmigo. Saliste con él. Te vi en una pizzería en Providencia. Sé de qué conversaban, y no lo entiendo.
- ¡Ay, como vas a saber lo que conversaba. ¿Desde donde me estabas espiando?.
- Trabajo ahí. Se sentaron en una de mis mesas.
- Como ahí... - dijo ella desconcertada.
- ¡Ahí! - dijo él -. Soy mozo en ese lugar. ¡Es mi trabajo!.
Nany se quedó en silencio, mirando al suelo, y después de un largo rato miro vagamente a Cesar.
- Mira - dijo, por fin -: La verdad es que lo de nosotros..., o sea tú... eres como sin vida, como pura fantasía y sueños, pero nada verdadero. No tienes vuelo. En cambio Juan de Dios es puro desafío. Una no tiene descanso, está siempre activa, es entretenido aunque sea complicado, y haya que estar siempre a la defensiva. Eso es atractivo para mí. ¿Me entiendes?. En cambio contigo en dos semanas ya me aburro.
- Y entonces: ¿Para qué te diste tanta vuelta conmigo?. Me hubieras cortado antes, y nos habríamos evitado problemas.
- No sé. Tenía la ilusión de cambiarte... Pero además ahora trabajando de mozo de restorán.
- ¡Ándate a la cresta! - gritó él, mientras se incorporaba, sintiendo que el pecho se le llenaba de furia, la garganta se le endurecía con un enorme nudo, y los puños apretados sólo querían partirle su lindo rostro, reventarle los enormes ojos castaños, y partirle sus labios tan deseados.
Salió como un torbellino de la casa, mientras Nany corría detrás de él, sin saber por qué lo hacía: Si porque no quería renunciar a él, que lo sentía como una pertenencia, o por el temor a su furia inesperada, o porque cualquier arquetipo de una situación así lo exigía.
- ¡Espera!. ¡Conversemos! - rogó.
César dio un portazo en la puerta de calle, y sin mirar atrás siguió hasta la puerta del jardín que estaba cerrada con llave. Sin esperar a que la abrieran trepó por encima, y al momento de saltar, Nany lo agarró de un zapato. César cayó de bruces en la vereda, y ella se quedó con su zapato en la mano, gritando por encima de la puerta: "¡Vuelve!. Por favor no te vayas. Tu zapato... Ven a buscar tu zapato al menos... Haz un esfuerzo".
César se alejó rengueando, adolorido de cuerpo y alma, y con un sentimiento de pérdida muy superior al de su zapato.

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