sábado, 29 de septiembre de 2007

La sinfonía necesaria (Kepa Uriberri)

Había comprado unas entradas muy caras para ese concierto, a pesar que las localidades no eran del todo buenas. Tenía ilusión de ver este concierto, pues se trataba de un revolucionario de la música moderna, del que se hablaba mucho y habíamos discutido, en la tertulia de los viernes, sobre el sentido de la innovación en el arte, sobre la libertad en la ejecución y la interpretación y tanto más.
En fin, que los comentarios previos eran extraños y había rumores que la presentación que traía a nuestra ciudad habría fracasado rotundamente en otros lugares, pero la crítica, siempre obsecuente con los grandes famosos, hacía ambiguas defensas de la presentación, que lograban, hábilmente, aumentar la expectativa sobre este concierto. Me hacían sonreir esos esfuerzos, en especial porque nunca se hacía lo mismo para criticar responsablemente a los nuevos valores; pero en ningún caso lo relacioné con un afán de ocultar una sorpresa innoble, o siquiera al sesgo, relativo a lo que los abonados encontrarían en la presentación. Siempre se espera que un gran artista, connotado, respetado, tenga una presentación responsable de su obra incluso cuando su hacer raya nuevos terrenos inexplorados donde nunca nadie se ha atrevido a incursionar, de modo que la equívoca crítica de los expertos sólo se vio como una manera de inflar su propia importancia, más que una advertencia de la que fuera necesario cuidarse.
Se había ido creando un ambiente raro, de polémicas en las que curiosamente se discutía sobre lo desconocido, casi apostando a lo que el artista presentaría. Unos decían que traía instrumentos todos nuevos y diferentes a lo nunca visto. Otros aseguraban que toda la gran pieza musical estaba basada en el novedoso concepto de inarmonía, donde no era posible encontrar sonido alguno que pudiera ajustarse a un acorde tradicional, ni jamás se llegaba a oír alguna de las notas con que los músicos anclados al pasado componían sus pobres obras. A pesar de esto, aseguraban que el sentido estético y el placer no se veían frustrados por la transgreción. Se decía que esta obra podía ser escuchada por cualquier auditor exigente o ignorante, culto o basto, preparado o primerizo y no sólo entenderla sino disfrutarla. Todas estas opiniones eran a su vez refutadas por otros que opinaban en sentido completamente inverso y ninguno de todos ellos tenía, desde luego, más que lejanas referencias de modo alguno claras de la obra del artista. Nadie podía asegurar que había escuchado un fragmento, o una aproximación siquiera y se decía que quienes la habían visto, no eran capaces de hacer una descripción, y sólo se manifestaban desconcertados por lo presenciado sin aventurar, quizás por temor a ser catalogados, ninguna opinión. Todos decían: "Habría que verla. Sería necesario presenciar el espectáculo".
En este ambiente llegamos el día del concierto, a la sala en que se presentaba, donde tuvimos la fortuna de encontrarnos con ciertos amigos, que por razones que no expondré, no podían asistir y tenían entradas de privilegio muy superiores a las nuestras. Habían querido venderlas y no había sido posible por el alto precio de modo que nos la regalaron a cambio de las nuestras, que, después supe, terminaron obsequiando a otros amigos que no habían tenido la fortuna de encontrar boletos.
La emoción de ver al artista, en mi caso por primera vez en vivo, se unía a lo que esta obra había despertado como esperanza de presenciar el inicio de algo tan nuevo que muchos creían que sería el rumbo por el que se encauzaría en pocos años la música popular. Extrañamente, cuando las luces bajaron y comenzó a iluminarse el escenario, el foso para la orquesta permanecía completamente vacío. Los pesados cortinajes ocultaban el tarimado donde tendría que desarrollarse el espectáculo. Una luz cenital se centró en un costado. Bajo ella, como si recibiera toda la iluminación del universo apareció el artista, sonriente, vestido de riguroso negro, con los brazos abiertos, como si quisiera acoger con ellos a todo el público. Avanzó con decisión y sonrisa hasta el centro del escenario que permanecía con las pesadas cortinas negras bajas, y habló en voz bajísima como si tras de sí hubiera tendido en descanso un hombre agobiado por sus últimos minutos de vida. Los parlantes de la sala reprodujeron a todo alrededor sus palabras casi rituales. Nos dijo, como si recitara una fórmula litúrgica: "Queridos amigos, están ustedes a punto de ver los colores del silencio. Hemos preparado esta pieza musical con dedicado (o delicado; el bajo volumen de su voz no me dejaba distinguir con claridad lo que hablaba, como si no quisiera trizar el sagrado silencio que se iba creando) amor para ustedes. Esperamos que sepan disfrutarla". Me llamó la atención la estructura de esta última frase, lo recuerdo con claridad, pues había una velada insinuación de duda y un plural que la difundía incluso entre nosotros, sus espectadores: Quizás no fuéramos capaces de acceder al éxtasis del disfrute que él ofrecía. Quise hacer un comentario a Mirentxu, que me acompañaba, pero su mirada inteligente me dijo que había concluido lo que yo y no era necesario arriesgar el silencio que ya era casi tangible en el lugar.
Las pesadas cortinas negras comenzaron a subir, mientras el artista bajaba lentamente los brazos y extinguía suavemente su sonrisa. Casi imperceptiblemente la sincronía de movimientos terminó en una fina reverencia. Después retrocedió hacia el fondo del escenario que fue de a poco perdiendo el peso de la oscuridad, en medio de un respetuoso silencio. Sin añadir palabra el hombre se perdió, de algún modo, en el fondo y una expresión de sorpresa se oyó a todo lo largo y ancho de la sala. La luz que se dejó caer generosa sobre el escenario mostró una treintena de atriles que sostenían otros tantos cuadros, todos enmarcados sobriamente, representando áreas difusas de colores que no sólo combinaban bellamente en cada tela sino también se comunicaban entre si transfundiendo su encanto de tela en tela formando una unidad. En unos segundos volvió el silencio anhelante. No pasó nada.
Transcurrieron unos tres a cuatro minutos en silencio religioso, de a poco se fue haciendo expectante y luego ominoso, entonces alguien tosió en algún rincón alejado de la sala. Una tos contenida, seguida de un carraspeo suave, avergonzado. Casi de inmediato, en otro rincón, del todo opuesto, alguien cedió al impulso y también tosió. Luego otro, después uno más y más. Varios se sintieron entonces autorizados a descargar su nerviosismo. En el escenario no sucedía nada. Pude ver que el foso de la orquesta continuaba vacío. Tampoco, desde la posición de privilegio que me habían regalado, se veía que sucediera nada entre bambalinas. Se lo comenté a Mirentxu. Ella también lo había notado. Acercó su boca a mi oído y me dijo: "Esto va a terminar mal", en voz muy bajita, pero preocupada. Atrás a mi izquierda oí un murmullo cuyo tono, no por muy suave, dejaba de sonar condenatorio o al menos molesto. De a poco los murmullos se fueron generalizando. Después de un rato todo el público parecía murmurar. En el escenario la iluminación caía generosa y estudiada sobre los atriles que sostenían la exposición de pinturas, que no sólo destacaban por su color y ritmo sino por la textura, notoria a pesar de la distancia, que el óleo, empastado, hacía sobre las tela. De algún modo extraño la pintura parecía comenzar en tonos cerúleos, azules, verdes, musgo, siena, ocres y finalizaban en una sinfonía de rojos y amarillos que ilustraban la creciente preocupación y rabia del público, que ya comenzaba a levantar la voz con expresiones de descontento: "¡Ya pues!", "¡Qué esperan!", "¡Hasta cuado!". Al poco rato comenzaron algunas pifias, primero leves, contenidas, luego más intensas y finalmente derivaron en rechiflas. En el escenario no ocurría nada. Nuestro artista tampoco aparecía. Algunos comenzaron a irse, ya sea por temor o desesperanza, todos, en todo caso, mostrando su desagrado.
Habían pasado unos veinte minutos. Mirentxu me dirigió una mirada interrogadora, que me invitaba claramente a retirarnos. Negué con la cabeza. Le dije levantando la voz para ser oído a través de la bulla de las protestas: "Quiero ver qué pasa".
Poco a poco la sala fue abandonada, sólo los más exaltados se quedaban. Algunos lanzaron monedas y gritos insultantes y agresivos, pero nadie apareció en el escenario. Por último hasta los más exaltados cedieron a lo ineludible y abandonaron también. Sólo quedamos algunos curiosos que esperamos en silencio y apreciamos, de lejos, la calidad de las pinturas. De algún modo raro posiblemente abrigábamos la esperanza de ver aparecer al artista, que ejecutara su música, o diera alguna explicación. Nada de eso sucedió y finalmente hasta nosotros nos dimos por vencidos y nos fuimos arrastrando la frustración. Creo que después de irnos todos la sala aún permaneció iluminada como si los espectadores continuaran ahí.
Es raro. La crítica catalogó de un éxito completo la presentación y habló de arte transgresor y atrevido, de nuevas técnicas, de atravesar fronteras, de vanguardia y del aplauso del público. Escribí varias cartas desmintiendo a los críticos de diversos medios pero mi opinión no fue publicada ni tenida en cuenta. Tengo noticia que hoy se presenta aquí, con el mismo espectáculo y en las mismas condiciones: No sé si tenga sentido advertirlo.

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