domingo, 29 de abril de 2007

El gemelo (Nacho)

Sentado tras una mesa de oficina de veteados marrones, crema y negros, bolígrafo en ristre y auricular en la oreja, gorgotea estentóreas risotadas el Martín; martín-martín, conocido entre el personal. Torcido el gesto, barba albina, mandíbula cuadrada y brevemente enjuta lidia con los “reclienteados”; este es el dominio de Martín (martín). Levanto la vista, como impulsada por un resorte ante tamaña la risotada.

—Claro señora…por supuesto…si, si…de regalo si quiere voy yo, que estoy solterito como usted— Recibo entrecortada y ronca de algo más que tabaco la carcajada, quebrando el aire. Risa de muerto, me digo.

—Hola, ¿cómo estás Castellano? —el Castellano que al llegar se sitúa junto al Martín cloquea, yergue los codos y realiza un bailecito absurdo y simpaticón. Rezongan esputos de picadura la risa de Martín; risa de muerto, me reafirmo, y continúa la parodia en la mesa, en la hilera de teléfonos que distan doce palmos y balda travesera, bajo las brumas de neón.

Ya somos tres. Nos disponemos a contar las mismas verdades a medias de todos los días, concertando citas, alargando por teléfono las cuotas de antiguos clientes con nuevos libros, pintando un mundo de soles amarillos, nubes blancas y casitas de madera de las que salen volutas de humo: un mundo feliz. Me preparo. Índice y anular hacen su propio trabajo entre los catálogos de mi cartera, antaño funda de portátil. Las rodillas brincan con suaves golpecitos espasmódicos. ¿Qué habrá de ser ahora? El tiempo pasa y el caos se reinventa un orden de papeles y cartones satinados. Al teléfono me encuentro con un cliente que no quiere lo que ya se le vendió, dando marcha atrás, como un peatón aventurado detrás del carril de aceleración. No me la mandes, me vuelvo a mi país en tres días, me dice aquel puertorriqueño. ¿Cuántas veces habré de oír la misma cantinela? El mismo escudo, semejante a sí mismo siempre el pretexto. Hago acopio de fuerzas y vuelvo a la carga, quizás con más suerte el siguiente, no recuerdo las veces que habré repetido el organigrama de la entrevista, la toma de contacto, la explicación –inventada a veces- de las obras, tirando el cierre con viveza y disimulo, todo el esfuerzo baldío tras una insípida hoja de incidencias: El cliente lo rechaza en la entrega. Doscientos euros menos de comisión: otro día tirado a la papelera.

La agresividad es la clave, me dice Martín, no puedes hacer que el cliente se sienta cómodo y que pueda rechazar lo que le estás ofreciendo, has de crear ilusión y un punto tenso que se resuelve tras la firma, no vendes libros, te vendes a ti mismo. Harto ando de la misma cantinela; opino que cada cual es libre de comprar lo que quiera, que es una buena exposición al cliente lo que hace comprender a éste lo importante que resulta la cultura, hinchada por la editorial.

Los resultados en el último mes constatan que me equivoco, y que el Martín tiene razón, que la gente es tan estúpida como uno mismo, que se guía por impulsos. Nadie se levanta un día y dice “hoy está soleado, me voy a comprar una enciclopedia para los estudios de mis hijos”. Con esta frase en mente y el maletín colgando del hombro, me dirijo hacia la casa de un posible “palomo”. Trato de estar concienciado, recordar todos los posibles argumentos; dos visitas, un pedido, dos visitas un pedido, me repito.

A las cinco de la tarde me encuentro delante de una casa formidable. Al tocar el timbre me cercioro de lo pretendidamente lujosa de la construcción. En el porche, a la vista, un mercedes antiguo. La señora de la casa, una escultural morena de labios carnosos, me recibe en bata. La veo caminar a través del jardín y siento vértigo.

—Buenos días, venía del grupo Bersac, por lo del concurso escolar que hizo su hijo Gabriel —Digo, y sonrío. Me mira de arriba a abajo, con una toalla en la cabeza que me hace pensar en ese cuerpo tibio en la ducha, enjabonado con parsimonia. Trato de poner cara de póquer y ella me hace pasar a través de la puerta de la cancela sin promediar palabra. Al acceder al interior de la vivienda observo, pasado el zócalo de piedra, un amplio recibidor que da al salón. Unas manitas ingenuas se frotan dentro de mi pensamiento a la vista del plúteo vacío. La palma fina y blanquecina de su extremidad me indica el sofá salpicado con paños de hilo en cabecera y brazos. Me siento y espero mientras ella camina con garbo hacia el fondo de un angosto corredor. La imaginación se me dispara y de repente tengo la boca seca, me cuesta tragar saliva. Para mayor confusión, la mujer vuelve con un vestido ajustado de satén murmurando apenas una disculpa por la espera. Se sienta con una de las piernas recogidas enfrentando su mirada a la mía. No puedo hacerme la idea de que esta mujer tenga un hijo de doce años. Trato de coger aliento y olvidarme de lo peculiar de la situación.

—Bueno venía por lo del curso escolar como le decía antes. Pertenezco al grupo Bersac y nos estamos preocupando por el fracaso escolar que en España cada vez es más acusado, sobre todo en extranjeros que vienen aquí a estudiar —la camisa se empapa de sudor por la espalda, aún así continuo, poniendo ojitos de cordero degollado—: De lo que se trata es de un pequeño tes que venimos haciendo a los padres para lograr ver las expectativas que se tienen en torno a la educación de los hijos.

—¿Quieres un vasito de agua? —me dice con mirada de cachorra.

—Si, si es usted tan amable…—Cuando se vuelve por mi cabeza exudan ideas libidinosas de todo tipo: con ella en la cama, en el bidé, contra el armario. Cruzo las piernas para evitar que la incipiente erección se haga evidente. Al momento llega ella con un vaso de agua entre sus anillados dedos, brillantes, al punto de tintineo.

—Toma —me dice, y yo agarro el vaso tratando de acariciar su mano de forma descuidada. Apenas un suspiro al rozar su piel, bebo con ansia y digo el gracias ceremonial.

— Bien ahí va la primera pregunta ¿Conoce el índice de fracaso que existe en España? — Un malogrado gallo me sale al final de la frase, pero ella, Manuela por lo que he podido constatar en la ficha, lo pasa por alto, incluso yo me doy cuenta que se me olvida decir que me refiero al fracaso escolar, pero es tarde.

—Creo que es muy alto —me dice mientras sus labios insinúan una duda—. Creo que es por las relaciones familiares: los maridos engañan a sus mujeres y luego vienen las consecuencias…—la noto algo cabreada pero tranquila.

—No, no, perdone, me refería al fracaso escolar —apostillo.

—Va, eso no me interesa ni los más mínimo, Gabriel es inteligente. Además, el chico es el hijo del primer matrimonio de mi marido —Me quedo desarmado. Sé que me va a resultar imposible venderle ninguna enciclopedia escolar, aunque continúo:

—Bien, bien, ¿tienen ustedes material didáctico en casa? —digo mientras simulo escribir algo en la encuesta.

—Ya te digo, el chico va a un colegio privado y a clases particulares —me dice con desdén. Algo en mi interior sabe que Manuela sabía perfectamente a que venía yo. Cruza las piernas con descaro y se acaricia distraídamente el hombro, con lo que se le resbala uno de los tirantes de su vestido, dejando parte de su seno al descubierto, que no trata de tapar. En ese momento me veo haciéndole el amor encima del sillón. Soy consciente de mis espectativas y resisto un poco más. Finalizo saltándome algunas preguntas y me dirijo directamente al final de la encuesta.

—¿Tiene verdadero interés en que su hijo estudie? —disparo a bocajarro.

—El único interés que tengo ahora mismo es tomarme un güisqui y tirarme al guapo vendedor de libros que tengo enfrente mía — Descruzo las piernas dejando ver lo que llevaba oculto a través de toda la entrevista y espero.

—¿No dices nada? — Me pregunta con seguridad.

—Si ¿Dónde está ese güisqui? — Ahora si adelanto la mano y la meto por debajo de su vestido mientras me inclino a besarle el cuello, pero ella se levanta con suavidad y dice:

—Primero el trago…luego el otro, más dulce —y se dirige a lo que parece la cocina. Estoy mareado, la pasión me consume, siento que el miembro me estalla. El maletín y el resto de ganas de vender ese día quedan tirados por el suelo.

Al poco se presenta con la bebida en su mano ensortijada. está de pie, apoyada en una de las jamabas del portal que da al pasillo y me hace una seña con la cabeza. Me levanto de inmediato y cojo la mano que me tiende; como un borrego me dejo llevar hasta a su habitación.

Al despertarme por la mañana caigo en la cuenta que no estoy en mi cama, que lo que pasó no fue un sueño. Miro a la mujer, aún más bonita de lo que la recordaba y pienso en la enorme suerte que he tenido. Ruego a dios que se repita la experiencia, que no sea un escarceo sin mayores pretensiones. Me giro y veo mi foto sobre la mesilla, soy yo, pero en esta foto tengo barba.

Marcho sin despedirme, con la idea clara de que tendré que volver.

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