domingo, 29 de abril de 2007

Mi tío Jaime (Anabel)

Rodeaban el féretro y presentaban sus condolencias a la familia con una leve inclinación de cabeza. Primero los hombres, después las mujeres. Dos mujeres se colaron en la fila de los hombres como dos bolas blancas en un rosario de cuentas negras. La primera era menuda, rubia, con el pelo muy corto, de riguroso negro, impregnada de la sencillez con que las monjas seglares salpican a su alrededor. Al pasar junto al ataúd lo miró con ganas reprimidas de abrir la portezuela y ver a Jaime por última vez. Cuando pasó delante de mí, sus ojos buscaron los míos. Ojos azules, sinceros, tanto que puede ser que viera en ellos más de lo que debiera. La segunda era pequeña y con pelo corto también, pero morena y sus ropas lucían un toque mortecino de color. Orden y olor a limpio, señas inequívocas de maestra de escuela. Ella no reprimió sus ganas y, si bien no osó levantar la portezuela de la caja, fue la única persona que dejó un besó sobre la madera que envolvía a Jaime muy cerca de donde debía estar su boca unos centímetros más abajo.
Era un hombre de reducida estatura, pero no de reducido corazón y así lo recordaron el día de su entierro sus muchos amigos y las mujeres del pueblo que lo lloraban con sentimiento. A nadie parecía importarle su aspecto dejado y muy necesitado de un aseo, sólo a mi madre que nunca entendió su forma de vivir. Mi tío Jaime era alegre y feliz por naturaleza, lo recuerdo riendo constantemente con su voz aguda y sus diminutos ojos claros. La única vez que vi su semblante serio fue cuando vino a llevarse a la abuela Isabel de casa de mamá. Mi madre siempre cubrió la relación de mi tío y mi abuela con un absurdo manto de misterio.
Un recuerdo nítido como una foto en blanco y negro es el que guardo de mi abuela Isabel. En esa imagen aparece ella en primer plano con su encogida estatura, enjuta, bajo ropas negras por las que asoma cabello blanco y arrugadas manos. Ojos pequeños pero penetrantes, voz ronca, olor a humo y a gatos. Es curioso que tuviera tanto miedo al fuego y, sin embargo, siempre que la íbamos a visitar con mis hermanos estaba sentada frente al hogar, azuzando la llama y vigilando que no molestásemos a los gatos. A pesar de su débil complexión, saltaba las acequias con sorprendente agilidad hasta llegar al huerto de donde recogía verdura que daba a mi madre al grito de: “Tú no cruces que te caerás”. En esa foto, se encuentra en medio de la plaza del pueblo, plaza que sigue sin alquitranar, pueblo que sigue igual que cuando yo era niña: seco y polvoriento, viento y sol, Monegros. Antes de que comenzara la guerra civil se fue a París a trabajar. Parece ser que en una de las visitas al pueblo, conoció a mi abuelo, Eugenio, que era carretero. Decidió no volver a la capital francesa y dejó plantado a un parisino que la esperaba con honorables intenciones. Algunas veces, a la vera del fuego, siempre de frente por si alguna chispa traicionera prendía las ropas, nos leyó algún cuento o nos recitó poesías en francés. Que aquella abuelita hablara francés nos parecía a mis hermanos y a mí de lo más prodigioso.
Mi abuela se hizo todavía más mayor y mi madre consideró que ya no podía vivir en el pueblo en una casa tan grande, tan fría, al cuidado de mi tío Jaime, bastante tenía él con cuidarse a sí mismo. Hasta que encontrara una residencia, viviría con nosotros en un piso de tres habitaciones, con seis personas y un diminuto cuarto de baño. Lejos de su casa, de sus gallinas, de sus gatos y de su hogar, mi abuela perdía la cabeza. Se asomaba a la ventana y gritaba: “Pitas, pitas. ¿Les habrá dado de comer Jaime?” Hablaba con los locutores del telediario y les decía que eran muy mal educados porque hablaban sin haber pedido permiso. Únicamente recobraba la cordura para ganar a mi padre al guiñote: no se le pasaba ni un triunfo por muchas partidas que llevara jugadas. La llamita de la caldera o el fuego de la encimera de la cocina le ponían muy nerviosa; había que vigilarla para que no los apagara con agua o dándoles con un trapo. Su pánico al fuego venía porque la bisabuela se quemó con una brizna de la hoguera que saltó a sus sayas y, para cuando se dio cuenta, ya estaba envuelta en llamas. La sacaron a la calle y la tiraron al suelo para cubrirla de nieve, pero todo fue en vano.
Un día, llegó mi tío Jaime y dijo que se la llevaba, que, mientras él viviera, su madre no iba a ninguna residencia. Y así fue. Al regresar al pueblo recobró la cordura, el enrojecimiento de la piel, al volver a estar tan cerca del hogar, el olor a gatos y a humo. Jaime tenía idéntico aspecto y talante que su madre: la misma complexión, ojos finos y penetrantes, alegres, independientes y despreocupados de las cosas que ellos consideraban poco importantes. Vivieron casi siempre juntos y sintieron adoración el uno por el otro.
La barra de un bar, unas tapas y una caña no son el acompañamiento más idóneo para descubrir secretos familiares, pero debía ser el momento de conocerlos y mi hermana se encargó de transmitírmelos. Gracias a lo cual no me sorprendí al leer las lápidas del cementerio. Jaime yacería al lado del nicho de su hermano mayor Eugenio Pano Prad y compartiría nicho, no había más huecos, y lápida con su madre: Isabel Prad Pascual y Jaime Prad Pascual. “Eugenio murió en abril de hace cinco años; mamá murió en abril de hace dieciséis y hoy es 17 de abril”, dijo mi madre con un escalofrío en la voz. Miré hacia atrás mientras el cura terminaba su oración buscando a las dos mujeres de la iglesia, pero no las localicé.
Isabel se quedó viuda tras la guerra con tres niños: Eugenio, el mayor, y Antonio y Lourdes, los mellizos. Entre Eugenio y los mellizos, nació una niña que se llamó Teresa, pero murió dos días después de la festividad de San Jorge, el 23 de abril, de un corte de digestión, según cuenta mi madre, con tan sólo dos añitos de edad. A mi abuelo Eugenio se lo llevó la tuberculosis y dejó a la abuela en condiciones económicas muy precarias, en un mísero pueblo y en una sórdida posguerra. Una mujer valiente y decidida, que se ganaba la vida fregando en casas ricas para sacar adelante a sus tres hijos. Me cuesta mucho figurarme cuando el embarazo de Isabel, la viuda, se hiciera patente. Mi abuela nunca desveló la identidad del padre y Jaime fue acogido como el hermano menor adoptando los apellidos de su madre. Entre tanta desgracia e infortunio, atisbo a una mujer diferente de la que me había imaginado durante muchos años. Abandona el perfil plano, continuo de mujer fuerte y trabajadora, dedicada a sus hijos y a una existencia gris, triste, llena de escasez. Aparecen vericuetos, entresijos amorosos, deseos, sentimientos pasionales en un cuerpo en el que no fui capaz de situarlos nunca. Veo una Isabel dueña de su vida, dispuesta a seguirla disfrutando contra viento y marea. Y, por supuesto, a acarrear las consecuencias de sus actos.
Vi a las vecinas enjuagar sus lágrimas y oí a mi madre exclamar: “Era tan pequeñita mamá que su osario cabe perfectamente en el fondo del nicho. ¡Qué vergüenza! Deberían haber hecho más nichos.” La miro y la veo tan encogida como a la abuela Isabel, pero ella no ha heredado su decisión ante la vida. Creo que es hora de preguntarle a mi madre, decirle que me cuente la historia de la abuela Isabel, la verdadera, sin pudor, sin cobardía.
“Lourdes, hay que ver qué se hace con los perros, que tiene cinco y una recién parida”. Jaime ha dejado unos cuantos cabos sin atar y nos va a costar solucionarlos. Su desidia para las cosas materiales no se deslizó al plano espiritual: me consta que fue muy querido. Volví a mirar a ver si las veía, pero debieron pensar que el cementerio era para los más íntimos. Me hubiera gustado hablar con ellas, estoy segura de que hubieran debido estar con él hasta el último momento.

No hay comentarios: