sábado, 14 de abril de 2007

El vestido (Sara Tege)

Cuando se la llevaron, Mara seguía pensando que lo que menos quería era casarse con Simón.
Lo había estudiado de reojo con su mirada de niña, el día que sus padres se lo presentaron. Era demasiado obeso para caminar junto a su pequeño cuerpecito por las Galerías de Miraflores. ¿ Qué iba a decir la gente? El saco apenas prendido debajo de ese vientre espeso, artificial, como el de un payaso de circo. Ella sabía que una de sus obligaciones después de la boda sería dormir con él, soportar caricias y otorgarlas. Imaginó su mano pasando sobre el conjunto de pelos que le asomaban en el pecho a través del cuello de la camisa y apretó la muñeca que le regalara su abuela contra sí. Lo único bueno que le encontró a Simón fueron los modales; pero al cabo de un rato, los interrumpieron estridentes carcajadas que brotaron desde el fondo de su garganta. ¿ Por qué la obligaban a casarse con ese hombre?
Durante semanas los sueños se trasformaron en insomnio y, al llegar la madrugada, las pupilas encendidas en la oscuridad, acompañaban la obsesión de interrumpir aquel casamiento. Habló con su madre, pero sus argumentos cayeron en saco roto . " El amor... querida Mara. Veinte años más que vos, ¡qué son veinte años! Sé lo que te digo: con el dinero que tiene, rápido consolará tu angustia."
Hizo intentos con su padre pero él, con el ceño fruncido, contestó que lejos estaba de ella, el poder de aquella decisión.
Los preparativos ocuparon por completo los días siguientes. Mara continuaba con los insomnios, comía poco y hablaba menos. Más de uno notó que sus nervios estaban algo desordenados. La madre solía encontrarla al lado de la ventana, con la vista perdida. "¿Qué mirás", le preguntaba. Ella contestaba siempre lo mismo: "¡Qué larga es la calle, madre, y en cuántos caminos se pierde".
Aquella tardecita de marzo, después de la última prueba, la modista prometió volver por la mañana a vestirla para la ceremonia. El vestido quedó sobre el sofá de la habitación. Blanco, vaporoso, inquietante.
La noche cayó serena. La luna picaba el espejo, desmembrándose en pálidos haces que irisaban el vestido. Mara lo miraba sin renunciar a su idea fija.
Nadie la escuchó bajar la escalera. Ni vieron la filosa sombra que deambuló por las maderas enceradas de la habitación. Tampoco, los cortes que destrozaron, junto a la lentitud de las horas, cada brote de encaje que se desprendía del vestido.
Dicen que cuando se la llevaron, sonreía como jamás había sonreído.

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